Afortunadamente, el grupo está decidido a hacer el trabajo, y sin miedo aparente, caminamos tras las huellas de los hitos topográficos colocados semanas antes por otro contingente que recorrió los mismos caminos, quizás en peores condiciones que nosotros, pues tuvieron que abrir las trochas en la espesura del bosque.
En medio de todo, pienso en la gente que quedó allá en la urbe, los que van al colegio en las interminables colas de vehículos; en los que van a trabajar temprano y se reúnen en el café cercano a conversar sobre los acontecimientos del día anterior, sobre los horrores del noticiero de anoche, sobre la devaluación que de hecho ocurre en la moneda, sobre el nuevo look de la compañera de trabajo y otros motivos.
Pensar que muchos de ellos tienen que levantarse dos o tres horas antes para llegar a las cercanías de la oficina, es decir, que su día de trabajo comienza a las 4:00am, cuando muchos otros duermen placidamente y ni siquiera piensan en el inclemente tráfico que ellos habrán de toparse horas después.
Pronto el vértigo se apodera de todos, la prisa se hace dueña del escenario, comienzan los chasquidos de los platos, los ruidos del agua al salir de la ducha, las primeras bocinas de los carros en el semáforo próximo, mucho antes de que las primeras luces comiencen a caer sobre la ciudad.
Momentos después, en la llamada “hora pico”, la desesperación invade a todos, borrando la tranquilidad de horas antes. Nadie quiere ceder el paso, bajo ningún motivo, todo alrededor se torna en agresividad, una agresividad que estará alrededor durante el resto del día, en la oficina, en los cafés, en los bancos, en los restaurantes, en el tráfico, en el quiosco de los periódicos, dentro del taxi, en el centro comercial.
Es la típica hostilidad de la jungla de concreto.
En cambio, a miles de kilómetros, en donde estoy, tengo miedo de quedarme dormido ante tanta quietud y llegar tarde al sitio de la reunión. Me despierto hora tras hora a revisar el avance de las agujas del reloj, tanto que no tengo necesidad de usar el despertador. El silencio es abrumador.
En un momento, decido saltar de la cama, alertado por el canto de los gallos, y de los pájaros de todo tipo, un coro celestial de aves me acompaña en mi ruta hacia la ducha. Todo es tan diferente por aquí. Cuando estuve listo me vinieron a buscar. Desayunamos en una quietud inusitada. Nos reunimos a la hora indicada y partimos hacia el bosque objeto de nuestro trabajo. Un bosque que más temprano que tarde no será más bosque, ahogado en las redes del desarrollo, de la modernidad. Pero ahora lo es, y no tarda en demostrarnos que somos nosotros los extraños, los invasores. Sin saberlo, somos parte de la primera avanzada sobre la naturaleza exuberante. Sin saberlo, o sin poder evitarlo.
En el camino de ida, igual que en el de vuelta, observo a los pobladores que han sabido convivir con la naturaleza. Se ven tranquilos, sin prisa, muchas madres llevando a sus hijos al colegio, a pie, sabiendo claramente que estarán a tiempo sin apurarse. Son las mismas madres que veo descansar, bajo las copas de los árboles, en las tardes, cuando termina mi faena; los mismos niños que veo juguetear con el agua de los charcos dejados por la lluvia en su pasar de hace días.
Se ven felices, sin importarles el fango que ensucia sus uniformes. Su mirada, igual que la de las madres, es de paz. No hay stress, quizás aquí nadie sabe lo que significa eso que, aún estando bajo el mismo sol, nosotros sabemos con demasía, porque lo vivimos en el día a día.