Monday, October 17, 2016

El mendigo


Diego está siempre parado en el semáforo. No se llama así, pero quiero ponerle un nombre. A ponerse la luz roja comienza a avanzar entre dos líneas de carros, lentamente, mirando fijamente a los conductores con la mano extendida.

Está mejor vestido que yo. Eso es siempre. Y sin embargo pide dinero. De lunes a viernes es su faena. No acude los fines de semana. Los dedica a descansar.

Yo nunca le doy porque me parece que es un actor de una comedia muy mala, que es su situación económica precaria.

Ya sabe que no le daré. Como paso a diario me reconoce. A pesar de ello no tiene problema, me ignora, como yo a él. La cosa es mutua. Más bien sonríe. No a mí, o quizás sí, con sorna.

Sobre este hombre se tejen leyendas urbanas. Que tiene una cuenta enorme en el banco, a costa de los dadivosos conductores, que era millonario hasta que cayó en bancarrota, que tiene varias familias a las que mantiene. Nadie sabe dónde está el límite de la leyenda y la realidad. Y a nadie parece importarle.

Nunca lo he oído emitir palabra alguna. No habla. Lo que hace es mirar. Y sonreír. Y extender la mano para pedir.

Cuando me aproximo al semáforo, me pregunto cómo habrá venido vestido. Siempre supera mis expectativas. Y a mejor vestido, mayor es la sorna en la sonrisa. Creo que se burla de mis no contribuciones. Como si me dijera que mi dinero le llega de otra forma. Como parte de un flujo misterioso.

Tiene el tiempo de la luz roja bien calculado en su psique. Camina unos cuatro carros, no más de allí, y se detiene para volver a la acera, desde donde retorna al punto de inicio en el semáforo, a esperar la siguiente luz.

Un día apareció otro mendigo. Le faltaba una pierna. Llevaba muletas. Por lo brusco de sus movimientos deduje que era más agresivo. Y que por eso estaba allí. Compartiendo el punto.

También estaba Diego. Su rutina: la de siempre. Esta vez avanzaba menos. Máximo dos carros y volvía al punto de inicio. Como quien no quiere problemas.

El cojo se apoderó de la isla de la avenida. Por allí se desplazaba. Y se perdía de vista. Era más rápido que Diego, y más agresivo al pedir dinero. Sonreía de una manera más bien macabra. Pocos bajaban el vidrio para darle.

La siguiente vez que pasé no estaba Diego, pero sí el cojo. Deduje que se cansó de compartir y decidió marcharse. Cedió ese terreno previamente conquistado y creado el punto. Pensé que no lo vería más. Adiós Diego. Pero no.

Semanas después volvió Diego al punto, y desapareció el cojo. No me imagino que habrá pasado. Lo cierto es que estaba de vuelta en su terreno. Mejor vestido que nunca. Hasta gorra nueva tenía.

Ha cambiado un poco sus hábitos en esta segunda etapa. La sonrisa ahora es perenne. Y voltea a mirarme, a pesar de que asume que no le daré. Yo lo miro con molestia y su sonrisa se amplía un poco más. Pienso en su insolencia y me irrito más. Solo que no lo expreso. Para mí siempre será solo un mal comediante. La vida sigue.

*Imagen: "El joven mendigo". Pintura de Murillo.