Thursday, December 29, 2016

Mis lecturas del 2016



Hola a todos mis lectores. Como es costumbre en este Blog, a finales de año hacemos un resumen de las lecturas que hice en el 2016, especialmente las de ficción.

Seguidamente paso a elegir cual fue para mí la más importante, tomando como base la que más emociones me haya producido durante su lectura.

Siempre hay una (o varias) que te gustaría haber escrito o cuya lectura te ha llenado, o ha pasado sobre ti como un huracán. De eso va la elección.

Logré terminar un total de 31 libros. Unos los tenía pendientes. Otros los compré al azar (un azar muy personal) y algunos fueron producto de recomendaciones de amigos.

Hay que hacer mención, entre las recomendaciones a los libros de Ondjaki, un autor nativo de Angola: “Buenos días camaradas” y “Los transparentes” me han gustado muchísimo y los recomiendo ampliamente.

Otra mención importante es para “La señora Imber. Genio y figura”. La ha escrito Diego Arroyo Gil y es una semblanza biográfica de Sofía Imber, ese ícono cultural venezolano del Siglo XX, fundadora del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Una vida muy intensa e impresionante, llena de logros dentro del ámbito de la cultura, narrada magistralmente en primera persona.

¿El Ganador del 2016? Es Roberto Bolaño y su libro “Los detectives salvajes”. Un libro épico, definitivamente. Me quedaría corto en elogios. El mejor de este año, sin duda alguna.                            


¿La lista (de los que terminé de leer)?




“No hay silencio que no termine”. Ingrid Betancourt. Aguilar, 2010.




“Entre dos aguas”. Plinio Apuleyo Mendoza. Ediciones B, 2011.




“Santiago se va”. José Urriola. Libros del Fuego, 2015.




“Después del invierno”. Guadalupe Nettel. Anagrama, 2014.




“Los Jefes”. “Los Cachorros”. Mario Vargas Llosa. Planeta, 2012.




“La ciudad y los perros”. Mario Vargas Llosa. RAE, 2012.




“Fahrenheit 451”. Ray Bradbury. Vintage, 2010.




“Para Roberto Bolaño”. Jorge Herralde. Alfadil, 2005.




“Escucha la canción del viento”. “Pinball 1973”. Haruki Murakami. Tusquets, 2015.




“Buenos días camaradas”. Ondjaki. Almadía, 2008.




“Atrapada. La batalla de dos mundos”. María Isoliett Iglesias. Ediciones B, 2016.




“Espacios privados”. Gisela Cappellin. ExLibris, 2013.




“Los detectives salvajes”. Roberto Bolaño. Anagrama, 2013.




“Los invencibles”. Rodrigo Blanco Calderón. Mondadori, 2007.




“The night”. Rodrigo Blanco Calderón. Madera Fina, 2016.




“Hambre y Seda”. Herta Müller. Siruela, 2011.




“Malacara”. Guillermo Fadanelli. Anagrama, 2007.




“Ana Isabel, una niña decente”. Antonia Palacios. Otero Ediciones, 2009.




“La mirada del suicida al caer y otros relatos”. José Tomás Angola. Editorial CEC S.A., 2016.




“Flores de verano”. Tamiki Hara. Impedimenta, 2011.




“Lolita”. Vladimir Nabokov. Grijalbo, 1975.




“Formas de volver a casa”. Alejandro Zambra. Anagrama, 2011.




“Paris no se acaba nunca”. Enrique Vila-Matas. Anagrama, 2004.




“Bonsái”. Alejandro Zambra. Anagrama, 2006 (Re-lectura).




“La vida privada de los árboles”. Alejandro Zambra. Anagrama, 2012 (Re-lectura).




¿Donde es aquí? 25 cuentos canadienses”. Claudia Lucotti (Compiladora). FCE, 2002.




“Los transparentes”. Ondjaki. Almadía, 2014.




“Maniobras elementales”. Roberto Echeto. Fundación para la Cultura Urbana, 2016.


“El tren nocturno de la Vía Láctea”. Miyazawa Kenji. Satori, 2012.


“Los días animales”. Keila Vall de la Ville. OT Editores, 2016.


“La señora Imber. Genio y figura”. Diego Arroyo Gil. Planeta, 2016.




Espero les guste mi lista. Elaborada desde mi corazón de lector.




Un gran abrazo a todos y mucho éxito en sus propuestas para el 2017.




Anexo el link con los elegidos en el 2015.



Saturday, December 17, 2016

El hombre que mira al cielo



El hombre que camina en la calle y no sabe para dónde va se detiene a mirar al cielo, como quien busca una estrella.

El cielo está despejado, casi sin nubes, y es de un azul precioso. Pero no se ven las estrellas. Porque las estrellas no se ven de día. O es más difícil. Todo se ve azul, un azul uniforme, como el de una marca de cigarrillos.

Siendo así, ¿qué ve el hombre en el cielo? ¿qué lo hace detenerse a mirar?

La gente pasa por su lado y ralentiza la marcha. Unos cuantos observan disimuladamente hacia arriba. Pero no hay nada extraño en el cielo. Por lo menos nada de que sorprenderse.

Desde ese día, pasar por esa calle y en ese preciso lugar no es posible sin mirar al cielo, hacia el sitio en que aquel hombre que no sabía para donde iba miró esa tarde.

El cielo cambia cada vez. Unas veces está nublado y gris. En otras tiene tonos diferentes de azules y una que otra nube se asoma aquí y allá, tal vez más allá. Pero, a pesar de que el tiempo pasa, no se muestra nada extraño en su extensión. O no nos percatamos. Como si lo hizo el hombre aquel que no sabe a dónde va.

Digo que no sabe a dónde va porque lo he visto muchas veces. Y no lleva prisa. Parece andar sin rumbo, sumido en sus pensamientos. Mirada fija hacia el frente. Si llevase un bastón y un perro guía diría que es ciego. Pero no lo es. Me he dado cuenta que mira porque evade los obstáculos, como un hidrante que está en esa calle atravesado. Lo rodea y retoma la línea sobre la que venía caminando.

Viste siempre casual, camisa de algodón y pantalón de tweed. Los zapatos de tela están muy limpios. A ojos vista no es un hombre de la calle, un vagabundo, no. Parece un profesor de la Universidad. Aunque allá no lo he visto. Puede que se haya retirado antes de que yo pasara por primera vez por esos predios. Nunca nos hemos topado.

Salvo en esa calle donde de cuando en vez lo veo mirar discretamente hacia las alturas, como midiendo algo, como cerciorándose que aún está allí ese algo que más nadie puede ver.

Yo a veces me siento en un banco cercano, al principio de la calle. Que no siempre está vacío, hay gente a la que también le gusta sentarse allí. Si lo veo ocupado camino un poco más adelante, hasta un café, donde intento ocupar una mesa de dos que está cerca de la salida, y a través de un vidrio veo la calle. Es en esos momentos de solaz que lo veo pasar.

Puede que haya habido días en que me distraigo con una lectura, y el hombre pasa y no lo noto. Puede ser. Es más bien cuando me pongo a pensar en cosas y a divagar mirando la calle cuando aparece esa figura de pantalón de tweed de colores claros que lo identifican. Y llegado a cierto punto voltea hacia el cielo. Da la idea de que copia algo o que recibe una instrucción, o un mensaje breve y continúa, evadiendo el hidrante de más adelante, dando entonces la apariencia de un ser normal, como tantos otros que cruzan por esa acera.

Al salir del café y en ese punto, también miro al cielo. A veces hay nubes y trato de ubicar en su forma una figura, un mensaje. Muchas veces la vista me hipnotiza y he tropezado con el hidrante, cosa que no le ocurre a él, que mide bien el tiempo de recibir la señal y retoma la visión del horizonte.

El cielo tiene el enigma. Y muy probablemente la respuesta que busco con curiosidad, y aún no llega.


Sunday, December 11, 2016

Caracas en diciembre



Los días de diciembre en Caracas son a mi entender los más bonitos del año. Para empezar el cielo toma una coloración azul muy intensa. Las nubes se esconden. La luz solar se incrementa y el Ávila acrecienta la variedad de verdes, dependiendo de la incidencia de los rayos solares.


No importa lo que suceda abajo, el caos de la ciudad y sus habitantes, el tráfico, el deterioro de las fachadas de las casas. No importa. Cuando la miras de lejos, desde un punto alto. Cuando contemplas el valle en su extensión, no puedes hacer otra cosa que admirar la belleza que el Ávila le da a mi ciudad.


Casi siempre hay unas lluvias que vienen rezagadas y caen sin compasión sobre el valle en los meses de octubre y noviembre. La naturaleza reacciona muy rápido y lo que hacía poco estaba amarillo se pone verde, como si supiera que viene diciembre y no quisiera que se le viese opaco y apagado.


El clima mejora mucho. La brisa fresca es omnipresente.


Lo malo está abajo. Dentro del valle. Mucha violencia. Agitación. Sensación de intranquilidad. Criminalidad. Contaminación. Caras largas. Incertidumbre.


Basta mirar al norte para mantener la esperanza. Solo mirar el cielo azul para proveerse de una energía divina. Aires frescos de cambio que insisten en darnos un mensaje entre líneas.


Y abajo, justo en medio de ese caos, hay puntos que oxigenan. Como las librerías que permanecen. A pesar del desastre se alzan como el Quijote a luchar contra los molinos de viento… y de fuego.


Muy a pesar de ese caos, hay gente que el solo hecho de conocerlas te hace repensar el desastre, que te reconfigura y te carga de buena energía. Esa gente está allí, en el medio, resistiendo los embates, y al mismo tiempo disfrutando los colores que los rayos del sol y las nubes le dan a nuestro Ávila.


Es Caracas en diciembre. Es esa ciudad con la que el caos aún no ha podido.

Sunday, November 06, 2016

Eduardo


Eduardo es Arquitecto. Es decir, un ser que no se parece a ningún otro. No se trata de la profesión. Sino más bien de una combinación de cosas que distinguen a un Arquitecto de cualquier otro ser humano. La sensibilidad artística, la observación minuciosa de los pequeños detalles, entre otras cosas.

Desde hace mucho tiempo tiendo a asociar a los Arquitectos con los gatos. No tengo idea clara de porqué es así, pero siento que hay algo de similitud entre ambos procederes, el humano del Arquitecto y el gatuno.

Volviendo a Eduardo, trabajamos juntos en una oficina de ingeniería donde el hacía las veces de dibujante y no de arquitecto. Por la forma como dibujaba, y por ese detalle de andar siempre con una plumilla en la mano, como retratando todo lo que decía, le pregunté una vez si había estudiado Arquitectura, y me respondió que, en efecto, era Arquitecto.

Yo ya lo intuía, por su proceder gatuno, más no entendía por qué prefería dibujar. Me lo aclaró una vez, aludiendo que ganaba más dinero por su experiencia como dibujante que por la de Arquitecto. Además, decía, para diseñar esas estructuras cuadradas que hacen los ingenieros en estas plantas es mejor que me quede tranquilo dibujando, y paso menos rabia.

En cierto modo lo entendía. Las plantas petroleras no dan pie para que el Arquitecto desarrolle su arte. Todo es cuadrado, o plano, o demás de simple. Y mientras más rápido realices el diseño, pues mejor para el proyecto. No había espacio para la expansión de las ideas de Eduardo el Arquitecto.

Conversábamos mucho, de todos los temas, pero el arte, la filosofía, la política y la literatura eran los que llevaban la batuta.

Todos los días componíamos y descomponíamos al país. Un día nos dio por crear una cartelera en la oficina. En ella plasmábamos nuestros escritos sobre pensamientos y citas de gente célebre, descubrimientos científicos, ensayos literarios extraídos de revistas y periódicos. Todos los posts los agregábamos de común acuerdo. Había un poco de humor en lo que escribíamos o adosábamos. Era una ventana a nuestra expresión como personas. En ella se reflejaba nuestra forma de ver la vida. Pero esta actividad no sustituía nuestras conversas post almuerzo. Yo las disfrutaba muchísimo y él parecía hacer lo propio.

Almorzábamos en casa de una señora asturiana que quedaba cerca, a dos cuadras. La señora (María, se llamaba) era muy exigente en la puntualidad para la llegada. Si lo hacíamos tarde éramos objeto de recriminaciones y regaños. Sin embargo la doña entendía. Sabía que por la naturaleza de nuestro trabajo el horario también era exigente. Por eso, luego del regaño respectivo ponía en práctica su fino humor español. Eduardo y yo bromeábamos con ella sin hacerla enfadar. Decíamos las cosas como entre dientes, para que ella se viese forzada a preguntar. Y a partir de allí entablábamos nuestro diálogo, que versaba, entre otros temas, de la comida, lo difícil que era para ella conseguirla, traerla a la casa porque vivía sola, y la política. En eso ella era un as, y no aceptaba contradicciones. Solía subir el tono de la voz para insistir en sus puntos de vista, que Eduardo y yo poníamos en duda con cierta picardía. Cuando a ella le parecía que la estábamos contradiciendo y preguntaba, nosotros respondíamos en línea con su punto de vista, dejándola un poco confundida, mientras nosotros nos reíamos hacia adentro.

Ante la menor queja del sabor de la comida nos respondía, sin titubear: “Esto no es restaurant”. Ante la menor mención de la temperatura nos reprochaba sobre la hora en que habíamos llegado. En realidad no es que nos importaba sino que queríamos escucharla, hacerla molestar un poco. Y muchas veces lográbamos hacerla reír. Mucho después nos dimos cuenta que sólo reía los días en que nos correspondía pagar y que lo hacíamos puntualmente. Ese día era toda gracia, y hasta nos obsequiaba con raciones adicionales de comida. Todo un poema la señora María.

Recuerdo el día en que nos mostró donde guardaba los granos. Era un saco grande, como de 20 kilos. Le preguntamos de cómo hacía para que a los granos no les cayeran gorgojos. Nos explicó tranquilamente que el saco era doble. Compraba los granos en un saco y tenía otro en casa, que estaba vacío. Lo fumigaba con insecticida y procedía a meter el saco de los granos dentro del fumigado. La ausencia de gorgojos estaba garantizada. Casi morimos de la impresión. Y tuvimos que callar nuestra sorpresa porque sabíamos que la señora María era férrea ante las críticas. A pesar de ello, nunca enfermamos mientras comimos allí.

Pronto, las anécdotas del mediodía, en el restaurant, pasaron a ser el segmento central, y el más entretenido de la cartelera. Algunos compañeros esperaban con ansias nuestra redacción de las anécdotas, que solíamos hacer en conjunto al final de la faena diaria, antes de regresar a nuestras casas.

Así de apacible transcurría la vida en la oficina con mi amigo Eduardo.

Y llegó el tiempo en que los negocios de la empresa comenzaron a venirse a menos. Y la empresa fue reduciendo poco a poco el personal. A Eduardo le tocó mucho antes de que yo me fuera. Eso me dolió porque alteró una rutina muy sabrosa que llevábamos paralela al trabajo, y que disfrutábamos muchísimo.

Yo me fui dos meses después a otra empresa, donde a pesar de mis intentos, no logré encontrarle una plaza. Y con ello empezó el alejamiento.

Sin embargo, Eduardo se acercaba de vez en vez a compartir un café en las cercanías. En esos cafés añorábamos nuestros tiempos en la oficina, y en el restaurant de la señora María, que no era restaurant propiamente.

En algún momento se ausentó y dejó de llamar. Y cuando lo hice, nadie contestó el teléfono de su casa. Yo sabía que tenía una novia que era de Apure, en pleno llano venezolano. Estaba muy enamorado y tenía planes de casarse. Comenzó a viajar a San Fernando en un todoterreno Toyota que había comprado sin saber manejar. Le pregunté cómo había hecho para sacarlo de agencia y me dijo que un amigo le había acompañado y lo manejó hasta su casa, desde donde, poco a poco el empezó a tripularlo, y fue aprendiendo sobre la marcha.

Tiempo después me encontré con otro amigo, que también era dibujante de la oficina anterior. Fue el quien me dio la noticia. No tenía mayores detalles, pero le dijeron que Eduardo se había matado en la carretera hacia Apure. No supe nada de la suerte de la novia. Y no volví a verlo, a pesar de que esperaba encontrarlo un día y que la noticia, que nunca pude confirmar, no fuera cierta.

Por allí conservo algunos posts de nuestra cartelera. No sé qué habrá sido de la vida de la señora María, la asturiana que nos daba comida, pagada a plazos, en su casa que no era restaurant. Guardo en mi memoria esos recuerdos. Están en un rincón donde la tristeza tiene prohibido entrar. Donde solo hay alegría, anécdotas de los tres, comiendo en el restaurant que no era tal, o bien redactando after hour los posts de la cartelera, o conversando amenamente de lo que habíamos leído o escuchado en algún programa.

“Si tu fueras colombiano (como él) serías del Partido Verde” solía decirme Eduardo en las tertulias. “Es por tu personalidad.” Y yo me alegraba de que el me estudiara porque yo también lo estudiaba a él, y a sus principios de vida, que eran los míos. Y así aprendí también a querer a su país (Colombia), y a su ciudad natal (Bogotá).

Ahora que he podido visitarla, caminar por sus calles, hablar con sus gentes, he sentido su presencia, y su alegría de verme allá, con su gente, que es la mía, como la mía (Venezuela) fue su patria (dicho por el mismo). Pisar Bogotá, muchos años después, me hizo reencontrar con un verdadero amigo. Lo vi en todas partes, en cada rincón, en la sonrisa de la gente y en el sabor del ajiaco santafereño. Gracias Eduardo por recibirme y estar presente en ese homenaje a tu persona que para mí fue visitar Bogotá.


Monday, October 17, 2016

El mendigo


Diego está siempre parado en el semáforo. No se llama así, pero quiero ponerle un nombre. A ponerse la luz roja comienza a avanzar entre dos líneas de carros, lentamente, mirando fijamente a los conductores con la mano extendida.

Está mejor vestido que yo. Eso es siempre. Y sin embargo pide dinero. De lunes a viernes es su faena. No acude los fines de semana. Los dedica a descansar.

Yo nunca le doy porque me parece que es un actor de una comedia muy mala, que es su situación económica precaria.

Ya sabe que no le daré. Como paso a diario me reconoce. A pesar de ello no tiene problema, me ignora, como yo a él. La cosa es mutua. Más bien sonríe. No a mí, o quizás sí, con sorna.

Sobre este hombre se tejen leyendas urbanas. Que tiene una cuenta enorme en el banco, a costa de los dadivosos conductores, que era millonario hasta que cayó en bancarrota, que tiene varias familias a las que mantiene. Nadie sabe dónde está el límite de la leyenda y la realidad. Y a nadie parece importarle.

Nunca lo he oído emitir palabra alguna. No habla. Lo que hace es mirar. Y sonreír. Y extender la mano para pedir.

Cuando me aproximo al semáforo, me pregunto cómo habrá venido vestido. Siempre supera mis expectativas. Y a mejor vestido, mayor es la sorna en la sonrisa. Creo que se burla de mis no contribuciones. Como si me dijera que mi dinero le llega de otra forma. Como parte de un flujo misterioso.

Tiene el tiempo de la luz roja bien calculado en su psique. Camina unos cuatro carros, no más de allí, y se detiene para volver a la acera, desde donde retorna al punto de inicio en el semáforo, a esperar la siguiente luz.

Un día apareció otro mendigo. Le faltaba una pierna. Llevaba muletas. Por lo brusco de sus movimientos deduje que era más agresivo. Y que por eso estaba allí. Compartiendo el punto.

También estaba Diego. Su rutina: la de siempre. Esta vez avanzaba menos. Máximo dos carros y volvía al punto de inicio. Como quien no quiere problemas.

El cojo se apoderó de la isla de la avenida. Por allí se desplazaba. Y se perdía de vista. Era más rápido que Diego, y más agresivo al pedir dinero. Sonreía de una manera más bien macabra. Pocos bajaban el vidrio para darle.

La siguiente vez que pasé no estaba Diego, pero sí el cojo. Deduje que se cansó de compartir y decidió marcharse. Cedió ese terreno previamente conquistado y creado el punto. Pensé que no lo vería más. Adiós Diego. Pero no.

Semanas después volvió Diego al punto, y desapareció el cojo. No me imagino que habrá pasado. Lo cierto es que estaba de vuelta en su terreno. Mejor vestido que nunca. Hasta gorra nueva tenía.

Ha cambiado un poco sus hábitos en esta segunda etapa. La sonrisa ahora es perenne. Y voltea a mirarme, a pesar de que asume que no le daré. Yo lo miro con molestia y su sonrisa se amplía un poco más. Pienso en su insolencia y me irrito más. Solo que no lo expreso. Para mí siempre será solo un mal comediante. La vida sigue.

*Imagen: "El joven mendigo". Pintura de Murillo.

Monday, September 19, 2016

Once años escribiendo...


Dar rienda suelta a la escritura durante once años. Se dice fácil pero no lo es. Es un gusto enorme el que me da haber permanecido todo este tiempo compartiendo letras con ustedes, que son esa mano invisible que me impulsa a seguir. 

Les confieso que lo disfruto tanto como el primer día.

Me he planteado seleccionar algunos de los textos aquí plasmados para reescribirlos e intentar con ellos un libro de relatos.

Sin embargo, no me pongo de acuerdo conmigo mismo sobre cuáles son los textos que debería elegir. Hay días que me gustan unos, pero suelen variar en el tiempo. Debo pasar el tamiz una y otra vez hasta que haya algunos que permanezcan y decida reescribirlos.

Mientras tanto la vida sigue. Y desde 2005 la escritura ha evolucionado, para mejor, creo yo. He tomado un taller de escritura creativa, he leído la opinión de muchos autores sobre lo que se debe y no se debe al escribir, y me han quedado muchas lecciones, unidas a las que me han escrito los lectores. Queda mucho por aprender. Mucho por leer. He conocido muchos autores, y en muchos de ellos busco el foco, el estilo que se adapte a mi forma, estudio la manera como forman sus textos, y en el ínterin descubro otros, que me dan sorpresas, que me amarran a su lectura. Todos tienen algo que decir, algo que aportar. Y la vida, que es mi complemento. En ella hay bastante material para escribir, para contar, para compartir.

Ahorita leo a Vila-Matas y me entiendo muy bien con su forma de narrar. Con él y con su alter-ego Ernest Hemingway. Como ayer fue con J.D. Salinger. O con Truman Capote. O con Murakami en sus novelas, o con Mishima en sus cuentos. Dios salve la buena escritura porque es la savia que me alimenta y me hace crecer.

Disfruto ahora ese “Paris no se acaba nunca” de Vila-Matas, como ayer disfruté aquel “Paris era una fiesta” de Hemingway, y pienso que algún día llegaré a escribir de esa manera tan transparente y llena de sentimientos y honestidad ante la vida.


Por eso escribo. Esta bitácora es mi diván, mi rincón favorito de la casa. Un rincón que puede estar en muchas partes, incluso mudarse temporalmente de ciudad, y seguir allí, intacto en sus espacios. Un lugar donde sé que ustedes vienen a ver lo que se me ha ocurrido de vez en vez. Donde son bienvenidos. Y donde al mismo tiempo yo disfruto de la soledad del escritor, donde me enfrento con mis dudas, con mis tormentos de vida, con mis alegrías y mis torpezas. Un lugar que es testigo mudo de mi crecimiento como escritor. Y donde hay un sofá para compartir siempre. 

Saturday, September 10, 2016

Jeanne Hébuterne y las olas


Recuerdo siempre el día en que fui a la librería Noctua en busca de alguna novedad, y me encontré con un libro maravilloso de Enrique Vila-Matas, titulado “Paris no se acaba nunca”.

El libro me pareció encantador a primera vista, pero no tenía el dinero para comprarlo. Lo dejé con tristeza en el anaquel. Muy bien localizado. Y así estuve yendo un tiempo a verificar que el mismo estuviese allí para cuando pudiera comprarlo.

El día que pude, fui corriendo a la Noctua, para darme cuenta que no estaba donde lo había guardado. Alguien lo había movido. Nikolai, el librero, se encargó de darme la noticia. Un escritor lo había comprado tres días antes.

Desde entonces emprendí una búsqueda minuciosa del mismo en las librerías donde suelo pasar. Nada. El libro se había esfumado. Una lástima.

Casi un año después de este evento fui de vacaciones a Nueva York. Estando allí, en el Metropolitan Museum of Art, quedé prendado de una pintura de Modigliani. Su nombre, Jeanne Hébuterne. Hermosísima. Estuve allí, largo tiempo parado contemplando a Jeanne. Y admirando a Modigliani, una vez más.

Este fin de semana, un mes después de regresar de Nueva York, estuve en la librería Lugar Común, y, sorpresa, encontré “Paris no se acaba nunca”. No lo esperaba. Al fin lo había hecho mío.

No esperé para comenzarlo. Me gusta Vila-Matas. Y el título del libro me traía a la mente otro gran libro, uno que disfruté muchísimo: “Paris era una fiesta” de Hemingway.

No había ido muy lejos en el libro cuando apareció por arte de magia. Era ella, Jeanne Hébuterne. Mencionada por Vila-Matas. Apenas llegó a Paris, buscó el número 8 de la calle “Amyot”. Allí residían los padres de Hébuterne. Y allí se suicidó.

¿Por qué lo hizo? Dicen que por amor. Y qué otra razón podría tener la señora Hébuterne, al lanzarse de espaldas por la ventana del quinto piso, con nueve meses de embarazo, justo al día siguiente del fallecimiento de Modigliani.

¿Cuántas veces la pintó Modigliani? No menos de 20. Ningún desnudo. Aquellos los reservó para otras modelos. Se guardó para sí la figura de su mujer.

Y se quedó con otros secretos. Algo tenia Hébuterne que lo trastornó y por ello quedó prendado. De alguna forma lo reflejó en sus cuadros. Y era mutuo. Ninguno quiso sobrevivir al otro.


Cada vez que me encuentro con esas pinturas hay algo que me atrae. Son muy sencillas pero atractivas. En ellas hay mujeres tristes pero enamoradas. Mujeres melancólicas y pensativas. Imágenes que hablan. Que algo quieren decir. Y esas imágenes se quedan en la mente. Van y vienen de vez en cuando. Como olas en la playa, que se acercan y se alejan misteriosamente. Movidas no se sabe por qué fuerza. Así va Jeanne Hébuterne en mis pensamientos. Va y viene, como las olas, llevando a cuestas sus secretos y sus misterios.

Saturday, August 27, 2016

Presentando a New York


La felicidad del instante se manifiesta. Justo al salir de la estación de autobuses la enorme mole de rascacielos se yergue sobre nosotros y ellas, Anna y Arianna, vibran de emoción. Es su primera vez en Nueva York. Yo ya he venido antes y quizás la sensación no es la misma. Pero igual vibro.

Nueva York es una ciudad fascinante y vibrante. La ciudad que nunca duerme, cantó Sinatra. Y es así. Nunca duerme.

La calle 42 muy concurrida en la mañana como lo es a medianoche. La gente camina muy rápido. Grita. Ríe. Canta. Y nosotros observamos, como si estuviéramos en el set de una película.
Whoopi Goldberg nos sonríe imperturbable en la entrada del Madame Tussaud. Si no fuese porque no se mueve creería que está allí. Que es ella en persona. La gente se detiene y se fotografía. Se lleva su imagen en el teléfono.

Caminamos por el parque Bryant, donde la gente se relaja mientras lee o conversa, en claro contraste con el frenesí con el que caminan por las calles. Mucho verde alrededor. Anna y Arianna lo disfrutan. La paz que se respira. Los libros. Una poetisa que nos recita algo hermoso a cambio de unas monedas para comer. Un oasis evidente.

Ellas quieren que pasen cosas. Quieren caminar. Pensé que no lo harían, pero estaban ávidas de patear la calle, de ver gente, paisajes, vitrinas, de verlo todo de Nueva York, una ciudad cuyo encanto no tarda mucho en manifestarse.

Los días fueron pasando. Y fuimos andando al ritmo de la ciudad. Caminando todas las cuadras que nos permitían nuestras piernas. Del centro de Manhattan nos fuimos yendo hacia el sur. Hacia el Flatiron Building y su figura imponente. Luego hacia el lugar donde dos imponentes torres se derrumbaron en el que quizás es el episodio más triste de la historia de la ciudad. Hoy lo que vemos son dos agujeros enormes con una fuente y una sensación terrible que nos recorre.

Cerca de allí está el Battery Park con sus vistas a la Estatua de La Libertad y a Staten Island. De las muchas formas de acercarse a la estatua escogimos un velero. Y disfrutamos lo bonito que es navegar al ritmo del viento para ver de cerca ese símbolo universal de la ciudad.

Los siguientes días fuimos dando saltos. Del centro hacia el norte y de allí hacia el sur. Andamos por las veredas y lagunas del Central Park. Allí vemos gente que trota, que camina o que pasea parea deslastrarse del vértigo de la urbe. Un escape natural, rodeado por unos edificios hermosísimos en elegantes barrios con bonitos nombres como Upper East y Upper West Side. Edificios con ventanales grandes que privilegian la vista al Parque y dejan entrar su silencio a veces interrumpido por el canto de los pájaros.

Tanto a ellas como a mí nos gusta comer bien. Y la variedad de restaurantes es inmensa. Probamos sabores de aquí y de allá. No sé por qué me pareciera que en los restaurantes de Nueva York la gente se esmera en que pruebes lo mejor de lo mejor de los sabores de las comidas. Casi no hay forma de evitar que salgas encantado. Y cuando de sabores se trata lo mejor está al sur, en lugares como Tribeca, Chelsea Market, Chinatown y la inigualable Little Italy.

La pasta en Little Italy es magistral. La pizza y la pasta. Es un rincón que parece arrancado de Italia y puesto allí en Manhattan para que la comunidad italiana de Nueva York no olvide los sabores que quedaron atrás.

El nuevo Yankee Stadium me produjo sensaciones extrañas, sobre todo porque ya no está un jugador emblema como Derek Jeter y también porque, a pesar de replicar al anterior, no es el mismo legendario Yankee Stadium de 1923. Ellas sí que lo disfrutaron sin tomar siquiera en cuenta que perdimos ese día con los Orioles. El espectáculo sigue inalterable, cerrando con la potente voz de Frank Sinatra interpretando el himno de la ciudad, “New York, New York”, la historia del muchacho que quiso ir a la ciudad que nunca duerme.

Times Square las envolvió con sus enormes pantallas y su majestuosidad, sobre todo en las noches, donde parecen brillar más y la gente que no abandona y ruge como si fuese de día.

Navegamos alrededor de la isla escuchando la breve historia de los edificios y monumentos de la ciudad, que más que ciudad parece un enorme set de filmación, donde sin proponértelo eres parte, y donde en cada calle que mires hay un déjà vu, porque es una imagen tantas veces vista en series y películas.


Salimos de la ciudad diez días más tarde con dos mujeres enamoradas, dos nuevas fans de la Gran Manzana. Ella es así. Al que viene desprevenido lo envuelve más rápido y lo deja perdidamente enamorado. Así es Nueva York, la ciudad que nunca duerme.