Saturday, June 29, 2013

Las penas



Hay seres humanos tan, pero tan frágiles que se protegen con una gran coraza. Y esa misma coraza puede hacerlos ver como seres insufribles, complicados, irascibles, amargados.

Ocurre que siempre hay algo que ha quedado, que viene de muy atrás, que los ha golpeado de manera tal que les ha sido imposible sobreponerse, levantarse con todas las de la ley para seguir su camino.

A veces no llega a saberse el pasado, sobre todo cuando el individuo es cerrado y se ha trasplantado a un lugar muy lejano a donde sucedió el hecho cumbre. Otras, el pasado se va reconstruyendo poco a poco, a partir de algunos gestos, de pequeñas muestras que van dejando a su paso. Porque si algo queda claro es que por más lejos que te muevas, los problemas van a ir allá contigo, y aunque no quieras ellos van a ir tratando de flotar, de formar parte de tu superficie.

Un gesto, una palabra, imágenes que salen y quedan, como tinta indeleble. Un tono de voz, un movimiento brusco. Hay cosas que nos delatan.

Lo mejor es siempre dejar que esos problemas que de alguna forma nos marcaron en un momento dado fluyan, salgan a la superficie. Y allí afuera, asumirlos, airearlos, dejarlos ir lentamente. Porque su hábitat no es precisamente la superficie. No soportan que se los asuma. El contacto con el rocío los reduce a su mínima expresión, a polvo cósmico. Y es entonces cuando salen a buscar otro rostro, otro cuerpo que los albergue, que los esconda, que los muestre disfrazados, que no los suelte ni los exponga.

Allí crecen nuevamente y son felices. Escondidos como están, limitados a salir, se expanden, toman otras formas, se encrespan, se disfrazan cuando salen al exterior accidentalmente.

Son como la ropa que no se seca bien hasta cuando decides tenderla al sol, exponerla a las miradas, sin miedo, sin penas, sin dolor.

Cuando se van de nosotros dejan el anuncio, somos y nos sentimos más libres, más seguros. 

Lo que antes nos hacía sufrir y llorar a escondidas ahora hasta nos hace reír al pensar lo tonto que fuimos resguardando y manteniendo por tantos años esa pena.

Y el viento se hace presente, las atrapa, se las lleva lejos, muy lejos…

*Imagen:www.lapizarradeyuri.com

Sunday, June 16, 2013

Los inicios en la lectura


Reconozco como mis inicios en la lectura, no aquellos cuando aprendí a leer sílabas y luego unirlas en palabras, no.
Esos fueron los primeros pasos. Después vino la etapa de leer todos los avisos que veía en la calle y así.

Pero el verdadero comienzo fue cuando dejé de mirar con recelo una serie de libros que había comprado mi padre en 1972, y decidí abrir uno de ellos a ver cómo me iba.  Era mi primer encuentro con la literatura de ficción.

En principio los libros se veían poco atractivos, sin imágenes (algo grave para un niño de diez años) y muchas páginas escritas. No soy el típico caso del padre que lee y guía a su hijo en el rito de iniciación. Mi papá leía, pero no ficción sino más bien libros técnicos, de geografía, historia, mitología, biografías. Libros cuya característica principal era que tenían muchas ilustraciones (mapas, retratos, esquemas) y que en cierta forma indicaban un aprendizaje.

La ficción era otra cosa. Era internarse en otros mundos, parecidos al nuestro o diferentes según el caso. Convivir con personajes como uno, o muy diferentes, darles vida, imaginarlos, ponerles una voz, una pose, un cabello, una creación que iba de la mano con la descripción del autor.

Y luego sufrir con los personajes, reír, llorar, saltar de alegría y vivir una historia que estaba siendo contada en paralelo.

El primero que abrí fue una bendición: “Las aventuras de Tom Sawyer” de Mark Twain. Las aventuras de un joven como yo quería ser, amante de la libertad y en busca de aventuras. Fue amor a primera vista.

Luego vinieron, uno a uno, los otros: “Viajes de Gulliver” de Jonathan Swift, “Viajes de Marco Polo” de Olive Price, “Robinson Crusoe” de Daniel Defoe, “La isla del tesoro” de Robert Louis Stevenson, “Moby Dick” de Herman Melville, “Ivanhoe” de Walter Scott, “La isla misteriosa” de Julio Verne y “Los cuentos de Andersen”, una recopilación de Hans Christian Andersen.

El décimo libro de la colección, “Los tres mosqueteros” de Alejandro Dumas no lo leí. Mejor dicho, lo empecé a leer pero nunca me enganchó y al final lo dejé (y hasta el sol de hoy no he vuelto a él).

Me ha pasado con algunos libros que, una vez comenzados, no logran engancharme y decido dejarlos porque no hay química entre el libro y yo.

Haber vivido esos libros me convirtió en el lector que soy ahora. Puedo decir que entré a la ficción de la mano de Tom Sawyer. Hoy voy con Tengo Kawana y Aomame, de “1Q84”. Entre ellos ha pasado un sinfín de personajes, a veces interesantísimos como Holden Caulfield (El guardián entre el centeno), Sal Paradise (Jack Kerouac en La Carretera) o el Capitán Ahab de Moby Dick.


Leer ficción ha sido como tomar cerveza. La primera te parece amarga y despreciable, pero poco a poco te va embrujando entre burbuja y burbuja hasta que la empiezas a apreciar y saborear.

Tuesday, June 11, 2013

Encuentros


La conocí en Araya. Antes de que todo sucediera tuve la intuición de que algo como eso iba a pasar. En el momento no sabes con quién, ni cómo, mucho menos cuándo, pero hay algo que precede al encuentro.

Yo había venido por segunda vez a esta playa hermosa, fascinado por la variedad del turquesa y el verde que pone ante mis ojos el mar; por lo bonita que se ven las aguas en el mar tranquilo de la tarde; por la arena blanca que contrasta en la orilla.

Estoy solo, bajo una sombrilla grande, sentado frente a una mesa con una cerveza y dos libros haciéndome compañía. 

Mientras el sol baja y la intensidad del calor hace lo mismo, yo leo a ratos mientras contemplo la escena natural para grabarla nítida en mi retína. Me había llevado “1Q84” de Murakami y “Los platos del diablo” de Eduardo Liendo. Leía un poco de uno y algo del otro cuando escuché su voz a mi espalda.

“¿Que lees?”, inquirió. Por el tono supe que era mujer, y, acto seguido volteé a mirarla. Contemporánea, pensé. No me miraba a mí sino a mis libros. Se acercó hasta la mesa y tomó uno de ellos, hojeándolo mientras indagaba sobre mi lectura.

Yo no miraba los libros sino a ella, y escuchaba su hermoso tono de voz, al tiempo que respondía sus inquietudes. Me contó que también había sido seducida por la lectura pero que allí, en Araya, no eran muchos los libros que llegaban a sus manos.

Tomó una silla y en confianza se sentó a escucharme. Yo comentaba mis impresiones de cada uno de los libros, de mi sorpresa por el libro de Liendo, de mi admiración por Murakami, y ella escuchaba con atención.

Luego la conversación se extendió a otros temas de la vida, al amor. Y no sé porqué me sentí en confianza para intercambiar con ella partes importantes de mi historia personal, igual que ella de la suya.

Supe que se casó a los 16, siendo apenas una niña, con un hombre mayor que ella. No tenía idea de lo que era amor y tampoco pudo llegar a saberlo en la unión. Conoció de lujos, de manicure, de pedicure, de salsas para pastas y de ossobuco, de panettone y tiramisú, pero no de amores.

Aislamiento fue la palabra más cercana mientras veía la vida transcurrir a escondidas, a través de la ventana. Veía pasar rebosantes de felicidad a las que fueron sus amigas de la escuela, con los amigos del pueblo, tras la cortina pues se moría de la pena de ser vista por ellos, convidada y no poder salir.

“Amor, hay fiesta en la plaza, ¿podemos ir?”, le decía al italiano en un vano intento por escuchar de cerca a sus amigas y ver el mundo desde un lugar distinto a la ventana furtiva. Un no como respuesta se hizo común, y cuando intentó alguna vez ir sola la paralizó un “Si sales por esa puerta no vuelves a entrar jamás”.

De lejos oía la fiesta, y las risas, y los imaginaba bailando y bebiendo, en una experiencia que nunca pudo compartir.
Estuvo nueve años prisionera y durante el confinamiento llegaron dos hijos que le alegraron en parte la vida pero no aliviaron la sensación de aislamiento.

Hasta que un día decidió extender sus alas y volar, con sus pensamientos claros en que nacemos para ser libres.

Antes de traspasar el umbral de la prisión había viajado, me contó, a través de los libros. Fueron ellos los que le enseñaron el valor de la libertad. A través de ellos, me dijo, “Conocí cada rue y cada caffé de Paris. Soy capaz de ir y decirte dónde están los más famosos, ya Hemingway me los mostró”. Yo escuchaba absorto, con el ruido del mar como fondo musical.

Conoció una buena parte de mi vida, que resumí como pude, sabiendo que el momento es ahora y no se sabe si pueda repetirse. Y preguntaba, se interesaba, reímos y lloramos juntos. Me contó que volvió a casarse, pero esta vez sí se sintió comprendida, libre, mujer. Conoció el orgasmo y también supo, tristemente, que muchas de sus amigas se iban a morir sin conocerlo. Su pareja es un artista plástico y es músico también.

En algún momento de la cháchara se acercó hasta nosotros y lo pude conocer. Creí ver en su rostro (¿ideas mías?) el desagrado que le causó el tiempo y el interés que su mujer me había dedicado. Luego se fueron. Ella se atrevió a preguntarme si volvería luego de regresar a Caracas. Cuando lo afirmé me dijo “Me traes un libro”.

Al día siguiente el cielo de Cumaná amaneció despejado augurando un día bonito, y regresé a Araya.

Estando en la playa pude verla de nuevo, a cierta distancia. La saludé con la mano y correspondió tímidamente al saludo, sin acercarse. Su expresión facial, aunque lejana, dijo mucho. 

No era idea mía la impresión que tuve cuando conocí a su pareja. Eran celos en su mirada. Momentos bonitos como ese quedan para siempre en la memoria de ambos. Allí, donde florecen los pensamientos, que es donde mejor se siente la libertad. 

Saturday, June 01, 2013

Araya


Ir a Araya fue un sueño que tuve durante mucho tiempo. La tierra me había sido esquiva hasta que un día me instalé en Cumaná y en las cálidas arenas de la Playa de San Luis la pude ver, cercana y misteriosa al mismo tiempo.

Decidí hacer el viaje de una buena vez. Me informaron de dos vías para lograrlo. La primera es navegando en un viejo ferry llamado “La Palita”, y la otra por intermedio de unas embarcaciones pequeñas, parecidas a un viejo autobús, los cuales son conocidos como los “Tapaítos”.


Preferí estos últimos porque la travesía es más corta (20 minutos versus dos horas en el ferry), aún cuando llegan a la población de Manicuare, quedando Araya a 10 minutos por vía terrestre.

El muelle desde donde salen los “Tapaítos” está un poco abandonado. Son viejas instalaciones bastante destartaladas, donde la gente se arremolina a esperar la llegada de las embarcaciones.


Abordarlas es lo más parecido a entrar en otra dimensión. Tiene asientos continuos en los laterales y otros transversales a cada tanto. La gente entra con lo que puede cargar: sacos de frutas, una torta gigantesca para un cumpleañero que esperaba en la península, hortalizas y maletas de viaje se alternaban con nosotros. Durante el viaje se hacen chistes, alguien canta y la gente lo acompaña, mientras que el resto disfruta del vaivén de las olas y la fuerte corriente del Golfo de Cariaco. El timonel va adelante, guiando el camino y en la parte posterior hay un maquinista encargado de poner a funcionar cuatro poderosos motores fuera de borda. Si miras alrededor parece una pequeña fiesta improvisada en altamar. 

Queda demostrado que se puede ser feliz con muy poco. En 20 minutos exactos ya estaba caminando por el pequeño muelle de Manicuare, pueblo de pescadores en la costa sur de la península.


Desde allí tomé un taxi hacia Araya. La carretera te hace sentir que has sido transportado directamente hasta Marte. La tierra árida y rojiza que la circunda lo confirma. Bien podría la NASA hacer las pruebas de los vehículos espaciales en esas praderas infestadas de plantas xerófilas y tierra roja y reseca por todas partes.

A poco de llegar encuentras las montañas de sal aun sin procesar en las famosas salinas y una enorme Laguna Madre, desde donde se extrae la sal. A no ser por las instalaciones, podría seguir pensando que estoy en las estepas de Marte.

De repente el turquesa hace su aparición, en diversas tonalidades. Es el Mar Caribe que besa la península en su lado oeste. Es una vista muy hermosa, que paraliza. A un lado están las ruinas del viejo fuerte de piedra, desde cuya altura se aprecia la costa oeste. El paisaje bien vale la pena. La vista se pierde en la inmensidad del mar.

Camino entre las ruinas y me imagino la inmensa cantidad de episodios históricos que allí han sucedido. Los barcos piratas atacando frente a la bahía y el resonar de los cañones en la defensa del territorio.

La playa es encantadora, aguas transparentes, muy limpias, de un azul que hipnotiza en el horizonte.

Es Araya, en Venezuela. Valió la pena haber venido.