Monday, October 27, 2014

Presagio


El Maestro Pepe era el primero en llegar al sitio de la Obra. Vivía lejos, pero se las arreglaba para llegar siempre de primero. Así que cuando llegabas, por temprano que fuese, el ya estaba presto a recibirte y compartir un café.

En la mañana era parco, hombre de pocas palabras, las necesarias solamente. El trabajo por comenzar ocupaba todo su pensamiento.

En la tarde, al final del trabajo del día, si que se permitía el tiempo para amenas conversaciones. El topógrafo y los obreros de confianza bromeaban con él. Y hacía gala de su buen humor.

Poco hablaba de su vida privada. Como en toda obra, se esparcían rumores que no se molestaba en desmentir, y que de a poco fueron convirtiéndolo en una especie de leyenda viviente.

Nunca me hice eco de rumores. Por eso a él le gustaba conversar conmigo, preguntarme cosas de construcción. Me exploraba, porque yo era nuevo en el trabajo y pienso que quería hacerse una buena imagen de mi.

En vez de hablar de trabajo, yo le preguntaba cosas de su Galicia natal. Y allí sí que se extendía. Hablaba de los pueblos, de la gente de Orense, su terruño, de la vida cotidiana de la gente de esos rincones del mundo. Me gustaba entonces preguntarle, y a él le encantaba responder. Así supe algunas cosas de Orense, de Lugo, de Lalín. Cosas que yo complementaba con un programa de TV Española que se transmitía en esos tiempos (“De Galicia para el mundo”).

Pero no todas las conversas al final del día eran de ese tenor. Había otras, con los obreros, con otros Ingenieros, con la gente del lugar. En una de ellas, un obrero me explicó sus conocimientos de la “lectura del tabaco”. Me decía que el humo del tabaco hablaba de nuestra vida, que podía revelar cosas por ocurrir. A pesar de que no indagaba mucho más allá de la simple curiosidad, este obrero se empeñaba en hablar conmigo del tabaco y sus presagios. Me explicó una tarde que, según estuviera la salud de una persona, el tabaco se quemaba en toda la superficie de la punta o en parte de ella. Si al aspirar la persona el tabaco, el mismo dibujaba un círculo rojo en la punta, la persona gozaba de buena salud. Si, en cambio, se quemaba parcialmente, ello evidenciaba problemas de salud. Mientras menos superficie cubría, más comprometida estaba la salud.

Fue entonces cuando comencé a fijarme en la punta del tabaco que el Maestro Pepe fumaba al final de la tarde. El rojo del tabaco ardiente describía apenas una media luna. Y yo pensaba en lo que me había dicho el obrero. En apariencia indicaba que Pepe no gozaba de buena salud. En mis pensamientos comencé a atribuirlo al hecho de que Pepe ingería mucho licor. Cuando transpiraba, el sudor dejaba en el ambiente la huella indeleble de unos tragos de la noche anterior. Quizás su hígado estaba comprometido. “No bebas tanto Pepe” solía decirle con respeto. El me respondía sonriente: “¿Y qué pasa? De algo se tiene que morir la gente”.

Y así fue pasando el tiempo. Yo, sobre el misterio de la quema del tabaco de Pepe, no hacía el menor comentario, ni al mismo Pepe ni al obrero que sabía “leer el tabaco”.

Y llegó el día en que Pepe no llegó temprano. No había pasado un mes desde que me había fijado en la punta de su tabaco. Como no llegó ni se reportó, la Compañía envió a otro Maestro, mientras daba con su paradero. Alguien ubicó su teléfono de casa. No había celular en ese tiempo. Nadie respondió cuando llamaron. Como no se le podía ubicar, comenzaron a preguntar si alguien sabía (uno de los rumores) de una supuesta amante que tenía Pepe. Y un obrero confesó que la conocía, y sabía la dirección. Fue así, a través de ella, como nos enteramos que Pepe había fallecido el mismo día en que no llegó temprano a la Obra. 

Murió de un infarto al miocardio. Ya lo habían enterrado. Parece que Pepe no hablaba de su trabajo en casa, así como no hablaba de su familia con nosotros. A través de la amante se llegó a su familia cercana. Se confirmó el deceso.


Siempre que voy al sitio de cualquier Obra, no puedo evitar acordarme de Pepe, de su bonhomía y su inquebrantable voluntad de trabajar. Y también recuerdo al obrero que predijo, sin querer queriendo, y a través del tabaco, que la frágil salud de Pepe estaba por abandonarlo.

Saturday, October 11, 2014

Nuestro paso fugaz por La Cañada


A veces no sabemos cuándo y dónde vamos a parar en los avatares de la vida. Simplemente un día nos dicen “te necesito allá por seis meses” y como es nuestro trabajo y nos conviene, decidimos hacerlo y nos vamos.
Fue así como conocí La Cañada de Urdaneta, un pueblo pintoresco ubicado en la costa oeste del Lago de Maracaibo.

Aparentemente allí no va nadie a hacer turismo. Mucha de la gente que vive allí llegó tentada por la fiebre del petróleo y se quedó a vivir allí.

Hoy en día se observa mucho ganadero o agricultor de las fértiles tierras zulianas.

Nosotros fuimos a trabajar en un proyecto que se desarrollaba en una isla del Caribe, cuyas construcciones tenían ramificaciones con una empresa del sector petrolero, ubicada allí.

Y a conocer la gente de allá.

En lo primero tuvimos éxito. El trabajo salió bien y en el tiempo encomendado. En lo segundo no tanto.

Salimos un día a comer y descubrimos que hay muchos sitios donde comer bocachico frito. Bocachico es un pescado típico de la región, muy apetecido, pero que a mí no me gusta porque tiene muchas espinas. Lo fríen en unos recipientes parecidos a unos barriles cortados por la mitad y llenos de aceite. Prácticamente los sumergen. Y el pescado absorbe la grasa. Nada bueno para la dieta de carnes magras y a la plancha.

La otra opción de comer es carne de res. Abunda y es muy buena. La comen a la parrilla. Y me gusta mucho pero no puedo comerla a diario. La solución que encontré fue cocinar algo ligero para almorzar y cenar luego en Maracaibo, que es donde vivía cuando trabajé allí. Y donde hay muchas más opciones.

A los restaurantes de carnes van muchos ganaderos que me hicieron recordar las películas del viejo oeste americano. Todos llegan con sus pistolas al cinto, se las quitan y las colocan a mano, en la propia mesa. Si te aventuras a ir al baño en la hora del almuerzo vas a ver muchos tipos de armas reposando sobre las mesas. Y nadie en apariencia está pendiente de ellas. Todos comen tranquilamente mientras conversan de lo humano y lo divino. Yo no me acostumbre a ese escenario de películas de vaqueros.

Uno de los meseros del lugar vio mi preocupación y me tranquilizó mucho. Me dijo que eso era normal allí desde siempre y que no representaba una situación de peligro. Por él seguí asistiendo al restaurant. E hicimos una buena amistad.

Hablaba muchísimo, y daba la idea de que yo era su interlocutor favorito. Me contaba de su familia, de la esposa, de los hijos ya con vida propia, del día a día en La Cañada. Y hasta me indicó como preparar remedios caseros cuando una vez tuve molestias estomacales. La sábila en jugos de fruta fue una medicina maravillosa para mi estómago. Y fue así como escogí mi lugar favorito para almorzar.

Recuerdo también a un joven que limpiaba en la oficina. Era de un pueblo cercano llamado La Villa del Rosario. En los ratos libres nos contaba de sus peripecias en la finca de su tío, allá en La Villa. Las borracheras con los trabajadores de la finca. Las terneras que asaban los fines de semana. Las velocidades que alcanzaba su tío en su viejo Ford LTD cuando lo traía de vuelta a La Cañada, o el tiempo récord que demoraba entre Maracaibo y La Villa. Los animales que se habían llevado por el medio al no poder frenar por la alta velocidad eran una constante y pare usted de contar historias, unas creíbles, otras menos. Pero igual nos divertía escuchar sus cuentos de lunes por la mañana.


Un día nos llamó el jefe. Nos dijo que el trabajo había terminado por el momento. Que habría más y que nos llamaría directamente a nosotros para que lo hiciéramos. Que probablemente llegaría en tres meses. De eso ya hacen doce años. Y aún no nos llama. Eso dijimos cuando nos despedimos de nuestros amigos. Que estaríamos de vuelta en tres meses. El tiempo, como se sabe, es relativo.