Saturday, October 31, 2015

Realidades


Luminosa mañana de domingo. El hombre recién llega de España deseoso de trópico. “Allá hace mucho frío ahora –dice– y prefiero estar por aquí estos meses.”

Pues resulta que aquí la cosa ha cambiado, y no hallo como explicarle. Me pide que lo lleve a la playa. Al litoral, pues no quiere tomar mucha carretera. Comienza entonces el suplicio. ¿Dónde llevarlo? No tengo la menor idea. He oído muchos cuentos de terror, pero no le digo nada. No me atrevo. Y por demás no me cree. Piensa que exagero. Que la prensa es amarillista. No puedo convencerlo de que es la realidad en que vivimos.

Así nos vamos. Montamos las cosas en el carro y tomamos la autopista. Bajando. Mucha cola. De todas partes hay unos ojos que nos ven. No nos quitan la mirada. Tampoco puedo explicarlos. Finjo ignorarlos. Noto que él los ve. Tampoco pregunta. Están en todas partes. En los muros. En los edificios y las casas. Los mismos ojos. El mismo personaje.

Al fin avistamos el mar azul. Dice que estos azules y esta claridad no se ven en España. “Que aquí hay mucha luz” piensa él. Es el sol del mediodía. “Y oscuridad también hay” pienso yo. Podemos ir al este o al oeste al final de la autopista. Creo que es mejor al este. No lo pienso más. Vamos al este. Unas playas que no visito desde hace años. En 1999 hubo un deslave. La forma del litoral cambió. Rodamos sobre un cementerio. Abajo, en el subsuelo, hay gente enterrada. No lo menciono ni por azar. Solo vamos a la playa. No sé a cual, pero a la playa. Rodamos. “Aquella se ve buena”. “Más adelante” respondo yo, pero sin saber cuánto más adelante.

Nos detenemos un instante en el legendario Bar “Miami”. El español está eufórico. Compramos la guarapita de guanábana. Es mundial. Salimos sonrientes y reanudamos la marcha luego de las fotos. “Esto no lo hay en España.” dice. Lo sé. Es sólo allí. Durante un siglo. Rodamos. La costa y sus azules haciendo lo suyo al lado izquierdo. Es un paisaje tras otro.

Paro en un lugar donde hubo un restaurant muy famoso, con un enorme pescado rojo en la puerta. El pescado sigue allí tras el deslave. Pero no es el mismo lugar que conocí y guardo en la memoria. Aun quedan ruinas. El quiere ir a ver la playa y sigue de largo hacia la arena. Yo me detengo en el restaurant. Pregunto por el pescado. Ha habido buena pesca y hay de todo. Elijo una sopa con un cangrejo rojo de corona, que había visto en otra mesa. Pregunto de una vez sobre una playa segura. “Ninguna” dice el mesero. “Hace poco robaron en Osma. Aquí cerquita. Llegaron en motos. Con armas. Todo el mundo al agua, hombres, mujeres y niños. Estos últimos sin comprender. Amenazaron con matar al que saliera del agua. Robaron libremente, desde bolsos hasta carros, cuyas llaves encontraron. Aquí no hay nada seguro.”

Después de caminar por la playa, mi amigo español ha regresado. Dice que no tiene hambre. No me preocupa porque llevamos sandwichs en la cava. Pregunta que adonde iremos. Le explico que hay que rodar mucho más adelante. No se queja. Los paisajes lo deslumbran. Foto aquí, foto allá. Rodamos. Más adelante veo un letrero de posada y una playa pequeña. Entramos. Hay un custodio. Le indico que vamos sólo a la playa y dice que está bien.

Sacamos las cosas del carro y abrimos los parasoles. De la cava tomamos un par de cervezas. El ruido del oleaje nos relaja. Somos los únicos en la playa. Una ensenada pequeñita. Se oye un chapoteo de agua desde la posada. Intuyo que hay una piscina. La gente la prefiere al mar. Yo discrepo. Por fin el amigo enfila hacia el mar. Va como con ansias. Corre hacia él y pronto se sumerge. Parece un niño jugando con las olas. Saco un libro. El sol está muy fuerte a esta hora. A él no le importa. Juega con el oleaje. Nada para acá y para allá. Se hunde y aparece por otro lado. Me hace señas para que vaya y finjo no verlo. A esa hora no quiero.

Una voz me despierta. Me he quedado dormido con el libro en la cara. No sé por cuánto tiempo.

El español está rojo como un camarón. Consecuencia del solazo vertical. Pero sonríe. Se come un sándwich. Dice que el agua está buena. Que me zambulla. Que esto no se ve en España. “Y dale la burra al trigo” pienso yo que dirían ellos. Y voy al agua. Está tibia. Se siente bien. Nado un rato. Ahora es él el que lee. Veo la posada tras la cerca. Oigo las voces en la piscina. Nadie sale. Debe estar muy bueno. Yo digo que mejor que no salgan. Así el mar es para mí solito. No sé porqué en ese momento pienso en un tiburón. Y me doy vuelta. Pero no veo nada. Me quedo quieto observando la superficie, perturbada solo por las olas. ¿Qué secretos esconde este mar? Me olvido del tiburón y nado, de espaldas, de pecho. Ahora soy yo el niño. Miro a los parasoles y veo a mi amigo boca abajo en la arena. Se ha quedado rendido. Me pregunto cuántas páginas habrá alcanzado a leer antes de caer. La sombra del parasol lo protege. Menos mal. Ya estaba suficientemente rojo.

Cae la tarde y regresamos. Se nos hizo muy tarde viendo el crepúsculo y tomando fotografías de esta tierra de gracia. Pongo la radio y hay cadena. El Presidente habla de sus logros en seguridad. No soporto y cambio a la música. Suena Billy Joel. “Innocent man”. Cantamos en la cola de regreso. Pasan motorizados ebrios que casi nos dan en la oscuridad. Finjo demencia y canto más duro: “Oh, Yes I am, an innocent man!

Más adelante los túneles. No tienen luces. El tráfico está muy lento. Y hay mucho alcohol en las venas alrededor. Es como sumergirse en la nada. Solo las luces de los autos como cocuyos. El no dice una palabra. Busca la tranquilidad en mis ojos que lo evaden. Ambos tenemos miedo. Motos como abejas nos pasan por los lados. Hombres ebrios las tripulan como pueden. La cola se detiene y si avanzamos es con lentitud. Es en esa cueva oscura y en un lento andar cuando reparo en la música. Goodnight Saigon: “And it was dark. So dark at night. And we held on to each other, like brother to brother. We promised our mothers we´d write. And we would all go down together. Yes we would all go down together”.

 * Imagen: www.clementinaramos.com

Sunday, October 18, 2015

Mi prima y la isla


Es primera vez que nos vemos y para mí es como si hubiésemos estado juntos antes. Una extraña sensación de familiaridad que me trae a la mente el recuerdo de las fotos en blanco y negro que me mostró alguna vez mi mamá, y en las que aparece en sus veintes y en sus treintas. Ambas tienen unos lunares en la cara que se asemejan bastante. Y es el mismo tono de piel. El mismo rasgado en los ojos. La misma sonrisa. Claro, son hijas de dos hermanos. Son primas.

Mi mamá ya llegó a los ochenta. Mi prima no lo sé. A esta gente de las islas no se le puede adivinar la edad. Se conservan bastante jóvenes, de mente y de cuerpo. Cuando se ven mayores es porque en realidad lo son. No pasa como en las ciudades como la que vivo, en la que una persona puede aparentar diez, veinte años más de los que tiene. Producto de la forma de vida estresada que nos domina. Ella –mi prima– parece de cuarenta, pero algo me dice que los supera y con creces. Algo. No pregunto.

Estuve como diez días en la isla, con la principal misión (según ella porque yo fui a conocer a la gente y el paisaje) de ser presentado a cuanto familiar estuviera con vida, no importa su edad. Fui el primer visitante familiar desde que mi abuelo dejó la isla, rumbo a Trinidad, y luego a Venezuela, en plena crisis económica caribeña, por allá por 1920. Y fue así como me presentaron a familiares que habían vivido veinte, treinta y cuarenta años en Inglaterra, Canadá y Estados Unidos. Y que habían vuelto a la isla a pasar los años dorados.

Mi experiencia personal es que quedan viviendo en un no-lugar. Alguien que ha vivido treinta años en Brooklyn, Nueva York y regresa a un sitio donde ya no le quedan sino recuerdos, y al llegar se entera que sus vecinos habituales cuando dejaron la isla ya no viven, o no han regresado, o se han mudado. Y si han regresado, son vecinos que han vivido treinta o cuarenta años en Brixton, Londres y no tienen la más mínima idea de las costumbres de Brooklyn, y ya no recuerdan las costumbres de cuando dejaron la isla. Eso los sitúa a todos en la isla de nadie. En el no-lugar, cuyos únicos puntos en común son el mar, la nuez moscada y los huracanes que los visitan de año en año.

Mi prima se empeña en llevarme a todos los lugares de una isla que no es muy grande. Norte, Sur, Este y Oeste. Allí donde hay un familiar, allí nos detenemos para la presentación. La familia me mira como un extraño, y a la vez ven algo que les certifica instantáneamente el rasgo familiar. Yo me dejo llevar. Disfruto. Reconozco que estoy más pendiente del paisaje y de la gente que lo habita, que en la recopilación de abrazos con gente que quién sabe cuando volveré a ver. Soy así. Creo muchas veces que mi lugar es el mundo entero. Y que donde quiera que esté finalmente lograré sentirme en casa.

La comida no me ha gustado. Comen frío. Añaden demasiadas especias para mi gusto. Y el aspecto es lo de menos. Aún se ven carnicerías sin congeladores. La carne salada y expuesta. El olor. Me cuesta habituarme a ello. Nada me sabe bien. Detesto la nuez moscada omnipresente en todos los platos. Debo sobrevivir con esto.

Las costas son arrecifes de coral, sensacionales para el buceo, que reflejan múltiples tonalidades de azules y verdes. Yo no sé hacer snorkeling. Menos bucear. Así que supongo que me estoy perdiendo el 50% del espectáculo que el fondo representa. Entonces me centro en la gente. En sus hábitos y costumbres. En cómo pasan los días. Siento que me aburriría si no encontrara la manera de hacer algo interesante. Puede ser que atienda a los turistas en una posada u hotel, y haya un feedback que me ayude a sobrevivir en la isla. No veo otro modo.

En la casa donde me quedo estamos tres. Hay un hombre alto y corpulento que ocupa una habitación en el primer nivel. Habla poco. Me sonríe. Pero habla muy poco. Todo el día parece meditar. Le pregunto a mi prima porqué es así, y me explica que sufrió un accidente en un bote. Se golpeó la cabeza. Estuvo inconsciente. Se recuperó pero quedó así. No sirvió más para la pesca. Ahora sobrevive allí. Mi prima lo acoge. El ayuda con las tareas. Bota la basura. Barre el patio trasero. Recibe las bombonas de gas. Ella le da comida y alojamiento. No pregunto más.

De noche el aire refresca. Sopla una brisa fría. Y se escucha con más nitidez el ruido del mar. Las olas rompiendo en los arrecifes. Siempre salimos a la terraza. Mi prima no enciende la luz (dice que da calor). Nos sentamos en un sofá con vista a la playa oscura y al mar plateado y hablamos de lo que hacemos en un día común. Nos reímos de anécdotas mutuas. Tomamos algo de ron con hielo. Ella tiene una guitarra y cantamos canciones en inglés. Se sorprende que me las sepa. Creía que solo sabía cantar en español.

Me crié escuchando rock, le digo. Cantamos de Los Beatles. Toca bien la guitarra. Yo debo cantar terrible pero se escucha bonito en la noche oscura, con el mar de fondo y el sentimiento que al menos le pongo. Yo voy preguntando, diciendo los nombres de las canciones. Ella afirma o niega sabérselas. Cuando afirma sonreímos, y comienza a tocar, y yo a cantar: “Yesterday, all my troubles seemed so far away… Now it looks as though they are here to stay, oh I believe in yesterday…”


Dos en la terraza en la noche oscura. Nos acabamos de bañar. La piel huele a jabón y a cremas. Ella está ligera de ropas porque luego vamos a dormir, cuando nos de sueño. Toca la guitarra muy bien. Pienso en Clapton, cuyas canciones también cantamos. Veo su silueta –la de ella– en la oscuridad, alumbrada por la luna que está afuera e ilumina todo. Ella canta a veces, a dúo conmigo. El ron hace su efecto desinhibidor. Me provoca besarla. Sé que no debo, pero es la atmósfera construida. Ella voltea y me mira, y se ríe, pierde por momentos el hilo de la canción pero recupera. Yo también me río, y pienso que debo estar loco. Es mi prima. Por su edad no sé si mirarla como a mamá, o como a una tía, quizás una hermana, o una mujer que está allí cerca, muy cerca, en una noche de brisa fría, en una solitaria isla caribeña, donde el silencio es cortado por los acordes y por mi voz emocionada cantando “Father and son”: “It is not time to make a change, just sit down, take it slowly… you are still young, that is your fault, there is so much you have to go through…”

Saturday, October 10, 2015

Calores en octubre



Los calores que se sienten en estos días en Caracas no son normales. Nos hacen sentir que estuviésemos en una ciudad más caliente, como Maracaibo o Puerto Ordaz. Pero es Caracas en estos días. Y el calor influye mucho en el ánimo de las personas. No sé si serán ideas mías pero las hace irascibles. Las mujeres se quejan mucho del calor, aún cuando ellas pueden usar prendas más ligeras. Pareciera que les afectara más la temperatura que a los hombres.

Dentro de la oficina la temperatura es controlada, gracias al aire acondicionado. Solo sentimos las altas temperaturas cuando salimos a la calle. O cuando alguien sale y llega sudando y quejándose del calor. Cuando miramos la ropa mojada no nos queda duda. Y no es solo la ropa. Es el cabello que se pega más con la humedad. Y el estado de ánimo alterado. Queda habituarse de nuevo al ambiente interno.

Allí adentro también ocurren cosas. Hay veces que alguien, responsable de encender el aire, lo olvida o lo hace tarde. Entonces tarda más en enfriarse. Y se siente, aunque menos, el vapor. Se oyen las quejas de las féminas. Hasta que todo vuelve a normalizarse.

Cuando está nublado afuera, el aire acondicionado enfría un poco más. Claro, no hay contraste. No hay temperaturas altas que calienten las ventanas por el lado externo. Por eso se sabe, o se sospecha, cuando hay nubes abundantes en el cielo. Hay más frio adentro. Y un poquito menos de luz. Apenas si se nota. Pero es menos la luz. Los vidrios de las ventanas son oscuros. Se supone que solo pasa la onda térmica. Pero no es así del todo. La luz como que se cuela. Y si hay nubes que tapan el sol, entonces se cuela menos la luz natural, que se combina con la artificial en días de sol. Y baja el tono.

Son sutilezas de las que nos damos cuenta y no comentamos porque pasan por normales (o comunes). Como pisar el freno en un semáforo. La gente pelea más cuando hace calor. Y habla menos cuando hace frío. Esconde las manos en los bolsillos. Ejercita los músculos para que no se entumezcan. Caso contrario, el ejercicio está demás. Se suda sin moverse. La gente consume más agua porque la que hay tiende a evaporarse rápido.

Otra cosa son los colores de las prendas. Cuando hace calor la gente usa colores más vivos. Cuando hace frío los colores que predominan son el azul oscuro, el gris y el negro. Como que tratásemos de mimetizarnos con el ambiente.


Lo cierto del asunto es que estos calores no son comunes en Caracas en esta época del año, cuando ya bajan las altas temperaturas que hicieron de las suyas en julio y agosto. Ahora se han extendido. Y ya estamos en octubre…