Saturday, August 26, 2006

Gracias a la vida...


La escuché por primera vez en la voz de Soledad Bravo.
Llega.
Cada vez que me ocurre algo que considero extraordinario me viene a la mente. Y las cosas extraordinarias no suceden a menudo.
Ayer estuve pensando en ella. Su autora es la chilena Violeta Parra.
Me recuerda también a mi estadía en la Universidad Central de Venezuela. Los que como yo estudiaron allí me entenderán muy bien. Era pieza obligada en cada festival, en cada encuentro de estudiantes donde se interpretaran canciones.
Fue una época muy bonita de mi vida, la etapa universitaria, donde las preocupaciones más grandes eran el parcial (examen) de matemáticas, con quién voy a estudiar tal o cual materia, a ese profesor no le entiendo nada o hasta que hora vamos a estudiar hoy. Ni siquiera era preocupación el cuando me voy a graduar porque para uno la vida universitaria era eterna, interminable.
Casi todas las actividades eran grupales. Desde el estudiar, pasando por las idas al cine o a comer, así como las salidas a tomar las respectivas cervezas adobadas de las mejores conversaciones de la vida, donde se hablaba de lo humano y lo divino y eran generalmente extendidas hasta la madrugada.
Uno no se da cuenta de la belleza de esa etapa de la vida hasta que se gradúa y comienza a trabajar. Allí todo cambia. Es el mundo laboral. Muy diferente.
Lo vivido siempre queda. Muchos recuerdos que se llevan en el corazón a todas partes. Entre esos recuerdos esta la canción con el título de este post: “Gracias a la vida”

Gracias a la vida que me ha dado tanto,
me dió dos luceros que cuando los abro
perfecto distingo lo negro del blanco,
y en el alto cielo su fondo estrellado,
y en las multitudes al hombre que yo amo.

Gracias a la vida que me ha dado tanto,
me ha dado el oído que en todo su ancho
graba noche y día grillos y canarios,
martillos, turbinas, ladrillos, chubascos,
y la voz tan tierna de mi bienamado.

Gracias a la vida que me ha dado tanto,
me ha dado el sonido y el abecedario.
Con el las palabras que pienso y declaro,
madre, amigo, hermano, y luz alumbrando,
la ruta del alma del que estoy amando.

Gracias a la vida que me ha dado tanto,
me ha dado la marcha de mis pies cansados,
con ellos anduve ciudades y charcos,
playas y desiertos, montañas y llanos
y la casa tuya, tu calle, tu patio.

Gracias a la vida que me ha dado tanto,
me dió el corazón que agita su marco
cuando miro el fruto del cerebro humano,
cuando miro el bueno tan lejos del malo,
cuando miro el fondo de tus ojos claros.

Gracias a la vida que me ha dado tanto,
me ha dado la risa y me ha dado el llanto,
así yo distingo dicha de quebranto,
los dos materiales que forman mi canto,
y el canto de ustedes que es el mismo canto,
y el canto de todos que es mi propio canto,
gracias a la vida que me ha dado tanto.

Wednesday, August 23, 2006

Cantares...



Hoy amanecí con poesía, y nada mejor para ello que recordar al gran poeta sevillano Don Antonio Machado y su "Cantares" , que vió acrecentada su fama en la inconfundible voz de Joan Manuel Serrat. Para mi es imposible leerlo sin escuchar la voz del catalán...

Todo pasa y todo queda,
pero lo nuestro es pasar,
pasar haciendo caminos,
caminos sobre el mar.

Nunca perseguí la gloria,
ni dejar en la memoria
de los hombres mi canción;
yo amo los mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles,
como pompas de jabón.

Me gusta verlos pintarse
de sol y grana, volar
bajo el cielo azul, temblar
súbitamente y quebrarse...

Nunca perseguí la gloria.

Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
caminante, no hay camino,
se hace camino al andar.

Al andar se hace camino
y al volver la vista atrás
se ve la senda que nunca
se ha de volver a pisar.

Caminante no hay camino
sino estelas en la mar...

Hace algún tiempo en ese lugar
donde hoy los bosques se visten de espinos
se oyó la voz de un poeta gritar
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."

Golpe a golpe, verso a verso...

Murió el poeta lejos del hogar.
Le cubre el polvo de un país vecino.
Al alejarse le vieron llorar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."

Golpe a golpe, verso a verso...

Cuando el jilguero no puede cantar.
Cuando el poeta es un peregrino,
cuando de nada nos sirve rezar.
"Caminante no hay camino,
se hace camino al andar..."

Golpe a golpe, verso a verso.

Sunday, August 20, 2006

El placer de leer en papel...

Dice la BBC en su “Espacio del Lector” que “toda la cascada de textos digitales que se produce a diario no sustituye, al parecer, uno de nuestros más viejos placeres: tomar un libro (de papel) y escoger un sitio (físico) para disfrutarlo”.

Nada más cierto. No escatimo oportunidad alguna para sentarme en mi sofá a degustar las páginas de algún autor favorito, de algún libro recomendado por un amigo o amiga de gustos similares a los míos, o algún libro que por curiosidad haya caído en mis manos.

Hay algunos que acaba costando un poco el terminarlos de leer porque no calan profundo dentro de uno, hay otros que, en cambio, te atrapan y no puedes parar de leerlos hasta el final, llegando en algunos casos a volver hacia ellos y releerlos interminablemente, cada vez encontrándole otros ángulos y aristas, o quizás la pista para llegar a una conclusión que venía entretejiéndose en tu mente.
Se de algunos libros que lees por partes, es decir, los abres por la mitad y lees uno o varios capítulos a partir de los cuales te preguntas qué habrá sucedido antes en la trama para que pudiese estar ocurriendo la situación de los capítulos leídos. Entonces puedes decidir entre leer hasta el final y reconstruir la trama de los primeros capítulos o volver al inicio a ver si coincide con lo que has estado pensando.
Hay tantas formas de leerlos. Lo que si es cierto es que para mi, y para mucha gente, los libros de papel, los no digitales, siguen siendo insustituibles y producen un gran placer al tenerlos en nuestras manos.

¿Los últimos que he leído o releído por enésima vez?

¿Los que están por leer en la cola?

“El mundo en un balón. Cómo entender la globalización a través del futbol” de Franklin Foer (en proceso).

“La casa de las bellas durmientes” de Yasunari Kawabata (por leer).

“Imago Mundi. Crónicas de Viajes” de Rafael Arráiz Lucca (por leer).

“Lo que dura, dura” de Daniel Chavarría (en proceso).

“Nada Sagrado. Textos Zen” compilado por Carsten Todtmann (devorado y releído muchas veces).

“El libro tibetano de la vida y de la muerte” de Sogyal Rimpoché (difícil de digerir para un occidental, pero estoy en proceso).

“El libro del amor. Poesía amorosa universal” compilado por Rafael Arráiz Lucca (leído, y releído por siempre).

“Cartas de amor del profeta” de Khalil Gibrán (será releído siempre).

“Primera Nieve en el monte Fuji” de Yasunari Kawabata (leído).

“Cuentos de La India” compilado por Alejandro Gorojovsky (de lectura regular, cada mes).

“Jazzofilia” de Federico Pacanins (interesante lectura).

“En idioma de Jazz. Memorias provisorias de Jacques Braunstein” de Jacqueline Goldberg (interesante lectura para los amantes del género).

“Kamikaze. Los pilotos suicidas japoneses en la segunda guerra mundial” de Albert Axell e Hideaki Kase (excelente lectura).

“Jazz. A history of America´s music” de Geoffrey Ward y Ken Burns (siempre releído, sobre todo al escuchar un buen CD de jazz).

“Tokio Blues. Norwegian Wood” de Haruki Murakami (leído).

Hay una larga lista de leídos y también de releídos y por leer. Ojalá el día tuviese más horas para dedicárselas. La lectura es algo verdaderamente fascinante.

Tuesday, August 15, 2006

Sin palabras


Últimamente me he quedado como que sin palabras. Ha habido mucha agitación en mi mente. Los pensamientos me consumen. Veo cosas que me gustan y otras que no tanto. Quizás antes ocurría de igual manera pero en este momento hay ciertas cosas que ocupan mis pensamientos por bastante tiempo. Me imagino que todos pasamos por etapas como esta. No soy una isla. La musa no quiere ni acercarse. Algo la espanta. Y yo la extraño. Afortunadamente puedo mantener la palabra, puedo escribir lo que siento. Dicen los que me conocen que mi cara transmite mucho sin necesidad de hablar. Estoy recordando al premio Nobel japonés Yasunari Kawabata en su novela “Primera Nieve en el Monte Fuji”, que consiste en una serie de relatos publicados por primera vez en 1958. Uno de ellos se titula “Sin Palabras” y a continuación transcribo un fragmento que, al leerlo, me hace sentir mejor, porque al menos puedo escribir, y hablar cuando llegue el momento…
“Se dice que Omiya Akifusa no volverá a decir una palabra. El novelista, que tiene sesenta años, tampoco volverá a escribir una sola letra. Es decir, que además de que no volverá a escribir novelas, no volverá a escribir ni siquiera una palabra suelta.
Su mano derecha está paralizada, tanto como su lengua. Pero parece que conserva algún movimiento en la izquierda, por lo que creo que, si quisiera, podría escribir. No tiene que ser una frase perfecta. Podría escribir con trazos gigantes de katakana cuando necesite algo. Aunque haya quedado impedido para hablar y hacer gestos podría escribir así sea con un katakana quebrado como medio para comunicar lo que siente. Así, al menos, los malentendidos serían menores.
Por muy confusas que sean las palabras siempre son más fáciles de entender que un gesto torpe. Supongamos que el viejo Akifusa quisiese mostrar, con los labios estirados para sorber, o con el ademán de una mano que se lleva una copa a la boca, que desea beber algo. Le quedaría muy difícil expresar cual de estas cuatro bebidas es la que quiere: agua, té, leche, un remedio. ¿Como distinguiríamos entre el agua y el té? Sería más claro si pudiese escribir agua o té. Aún más, con la simple letra a o t se le entendería.
Resulta extraño, ¿verdad?, que un hombre que pasó más de cuarenta años de su vida usando letras y caracteres para escribir palabras, las haya perdido por completo. Todavía conoce la fortaleza y precisión de su extraordinario poder pero se encuentra prisionero de ellas. Las simples letras a o t serían mas elocuentes que todas las palabras que estuvo escribiendo como un caudal torrencial a lo largo de su vida. Creo que poseen mas fuerza”
*katakana es un sistema silábico simple de escritura del idioma japonés.
**el simbolo en la fotografía del post significa taciturno, reticente, sumido en el silencio.

Sunday, August 06, 2006

Heeey, pssssst! ¿Usted me reconoce? ¡Soy Thomas Parr!


Sii, yo soy ese viejecito que usted mira de reojo en la botella oscura cuando está en una fiesta o agasajo.


Si, si, el mismo que usted ve cuando le da vueltas a la misma buscando un sello que diga "12 años" o cuando esta verificando que no tenga la franja roja que delata que entró al país por el puerto libre (duty free), a lo que usted tanto le teme, quien sabe por que razones.


Me llamo Thomas, o Tom para los mas allegados, aunque la mayoría me conoce como "el viejo Parr" (Old Parr). Por cierto, en su país ahora les ha dado por decirme "el viejo Parra", lo cual me disgusta, sin ánimos de ofender.


Nací en 1483 o al menos eso es lo que dice mi partida de nacimiento, en el pueblito de Shrewsbury, Inglaterra.
Tuve una infancia tranquila de muchacho de pueblo, sin muchos tropiezos.
Nunca pensé que iba a vivir tanto. Imagínese, ¡152 años!
¿No me cree? Hay datos que lo comprueban y, por lo menos en mi tierra y en Escocia, nadie lo pone en duda.


Me casé por primera vez a los 80 años, relación en la cual tuve dos hijos, para que usted vea. Fueron treinta años de vida tranquila y feliz.
Cuando me preguntaban por mi longevidad yo respondía que se lo debía a mi dieta rigurosa de vegetales, a mi conducta moral y a la ingesta moderada de malta escocesa mas que todo.


Lo de la moral me jugó una mala pasada cuando eché una canita al aire y mi amante me dió un hijo que jamás pude negar de tan parecido que salió a mi, je, je, je. Todo el mundo se enteró. Tenía 105 años en ese entonces. ¡No diga que no era mio!, ¡si éramos dos gotas de agua!


Mi primera esposa murió en 1605 cuando yo apenas tenía 122 añitos. No soporté la soledad y me volví a casar ese mismo año.

Mi nueva esposa y yo tuvimos una vida relativamente tranquila hasta que en 1635 se apareció de visita por mis tierras mi tocayo Thomas Howard, Conde de Arundel.
Resulta que el hombre conoció mi historia y se emocionó tanto que se ofreció para llevarme ante la corte del Rey Carlos I, cosa que me fue dificil rechazar y fui a parar a Londres con mi tocayo el Conde de Arundel, ¡no del Guácharo chico, que broma contigo!, allá en Londres no hay pájaros de ese tipo ni parecidos.


Allá me hice famoso rapidito contándole a todo el mundo mi vida y mis anécdotas. Rubens y Van Dyck, famosos pintores de la época, me retrataron con bonitos cuadros, ¿que te parece? Yo no lo podía creer...siii, yo se que tu tampoco pero averígualo, ¡tienes tarea!
Iba de fiesta en fiesta y mi fama con las mujeres crecía y crecía.
¡Que vida me estaba dando chico! después de haber pasado toda mi vida en la austeridad del campo.
El cambio, chico, fue tan brusco que dejé este mundo en 1635, como dice la botella. Ya tenía 152 años que pudieron haber sido mas si no le hago caso a mi tocayo, pero asi es la vida.

Me encontró el mismísimo Conde (el de Arundel chico, ¡que broma contigo!) tirado en la cama, tiesito.


Tan bien que me iba chico, fíjate que el poeta John Taylor me escribió una oda titulada "El viejo, viejo hombre o la edad y larga vida de Thomas Parr", ¿que tal?


Un último datico estimado Oswaldo, ¿sabes donde me fueron a enterrar? Pues en la mismísima Abadía de Westminster, al ladito de un tal William Shakespeare, como dicen ustedes: ¡chúupate esa mandarina pues!

La autopsia me la hizo el famoso doctor William Harvey, el propio, el que descubrió la circulación de la sangre e hizo el primer tratado sobre ese tema. ¿Sabes cómo me encontró? Pues en el informe escribió que mis organos estaban todos en perfecto estado, debido en gran parte al hecho de que acostumbraba a ingerir mi whiskicito a diario, claro, moderadamente. ¿Que te parece?


Y otra cosa amigo Oswaldo, a mi nadie me ha olvidado. Mi nombre anda de boca en boca, o de paladar en paladar, a través de los tiempos. Fíjate que en tu país, a pesar de la crisis económica y política, la gente me sigue pidiendo y hay un gentío que mira mi foto en la botella y se pregunta ¿y quien será este viejito? ¡Cuéntales!

Thursday, August 03, 2006

Los colores de mi hijo


Este relato le pertenece a Indira Páez, escritora venezolana, esposa de uno de mis cantantes favoritos, Frank Quintero. Lo reproduzco porque me tocó en lo mas profundo de mi corazón. Se llama "Los colores de mi hijo":

"Yo nací en una casa de lo más multicolor. Y no, no me refiero a las paredes. Esas eran blancas, como las de cualquier casa de Puerto Cabello en los setenta. Mi casa era multicolor por dentro. Y es que mi mamá es de piel tan clara, que sus hermanos la bautizaron "rana platanera". Y mi papá era de un trigueño agresivo, con bigote de charro, sonrisa de Gardel y cabello ensortijado, estirado a juro con brillantina. La vejez lo ha desteñido, a mi papá. Como si la melanina se acabara con el tiempo. Como si los años fueran de lejía.

De esa mezcla emulsionada salimos nosotros, cinco hermanos de lo más variopintos. Mi hermano mayor, vaya usted a saber por qué, parece árabe. Ojos penetrantes, nariz aguileña, frente amplia y cabello rizado (cuando existía, pues ahora ostenta una calvicie de lo más atractiva). Le sigue una hermana preciosa, nariz perfilada, pecas, ojos inmensos, sonrisa como mandada a hacer. Castaña clara y de cabello cenizo. Se ayuda con Kolestone, vamos a estar claros. Pero le queda de un bien que parece que hubiera nacido así. Al tercero, extrañamente, le decían "el catire". Nunca entendí por qué, con ese cabello de pinchos rebeldes que crece hacia arriba. Eso sí, tan rana platanera como la madre. Yo soy trigueña como mi padre, y mi nariz delata algún ancestro africano por ahí. Y mi hermana menor es pecosa y achinada, como si en algún momento los genes se hubieran vuelto locos y por generación espontánea hubieran creado una sucursal asiática en la casa.

Así, los almuerzos en mi casa parecían más una convención de las naciones unidas que otra cosa. Claro que yo jamás me di cuenta de eso. Para mí eran almuerzos, punto. Con el olor inenarrable de las caraotas negras de mi mamá y las tajadas de plátano frito que se hacían por kilos.

De chiquita nunca entendí por qué en el colegio de monjas un día una niñita me preguntó si mi papá era el chofer. Tampoco supe por qué no lo habían dejado entrar a cierto local nocturno muy de moda en los ochenta. Yo jamás me fijé en los colores de mi familia. Mi papá, mi mamá y mis hermanos, siempre fueron exactamente eso: mi papá, mi mamá y mis hermanos.
Cuando yo era chiquita pensaba que los colores los tenían las cosas, no la gente. No entendía por qué a algunos les decían negros si yo los veía marrones, y a otros les decían blancos si yo los veía como anaranjado claro tirando a rosa pálido. Y menos aún entendía por qué aparentemente y para muchos adultos, era mejor ser "blanco" que "negro". Una vez mi papá se comió un semáforo y alguien le gritó: "¡negro tenías que ser!". Yo me quedé estupefacta al descubrir que los "blancos" jamás se comían los semáforos.

Así las cosas, comenzó en mi adolescencia una suerte de fascinación por aquello de los colores de la gente, las etnias, las razas y esos asuntos que parecían importar tanto a la humanidad. Tanto, que hasta guerras entre países generaba. Tanto, que se mataba la gente por asuntos de piel. De genes. De células. De melanina.

Yo buscando vivencias reales, y con lo enamorada que soy, tuve novios marrones, rosados, amarillos y uno hasta medio verdoso. Me casé con un italiano y tuve una hija que parece una actriz de Zeffirelli. Y finalmente me enamoré hasta los huesos y me casé otra vez. Con un marrón. Un marrón de esos que la gente llama "negro".

Una tía abuela me dijo cuando me casé: "ni se te ocurra tener hijos con ese hombre, porque te van a salir negritos". A mí no me cabía en la cabeza que a estas alturas de la historia universal, alguien pudiera hacer un comentario como ese. Pero mi tía tiene 84 años, y uno, a la gente de 84 años, le perdona todo. Hasta el racismo.

Como soy bien terca salí embarazada de mi esposo marrón. El embarazo fue una montaña rusa total, así que cuando nació mi hijo, sano, con diez deditos en las manos y diez en los pies, un par de ojos, orejas, boca, nariz y gritos, yo estallaba de felicidad. Y cuando uno estalla de felicidad, no escucha nada.

Pero resulta que han pasado cinco meses, y aunque sigo felicísima, se me ha ido pasando la sordera. Y como soy tan bruta, no termino de entender cómo es que tanta gente, que no solo mi tía la de 84, me pregunta "¿y de qué color es el niño?". Sí, sí, así mismo. "¿De qué color es?". Les importa muchísimo ese detalle a algunos. Tal vez a demasiados. Una amiga de España. Una antigua vecina. Una ex compañera de colegio. Una gente cualquiera que no tiene 84 años. Una gente que, que yo sepa, no pertenece al partido Neo Nazi, ni milita en el Ku Klux Klan, ni es aria, ni tiene esvásticas en la ropa. Una gente que se ofende si uno les dice racista. Llegan así, llaman, escriben. Y lo primero que preguntan, antes de esas típicas preguntas de viejita ("¿Cuánto pesó?" "¿Cuánto midió?" "¿Lloró mucho?"), es "¿y de qué color es?".
Y la verdad, lo confieso, a riesgo de quedar como una madre desnaturalizada, es que yo no me había fijado de qué color era mi hijo. Porque cuando nació mi hija la italianita nadie me preguntó eso. Entonces no pensé que era tan importante saberse el color del hijo. Yo me sabía la fecha de su primera sonrisa. Me sabía cuándo se le puso la triple, cuándo comió papilla por primera vez. Sabía que tenía tres tipos de llanto (uno de hambre, uno de sueño y uno de ñonguera). Sabía que por las noches le gustaba quedarse dormida en mi pecho. Cosas, pues, intrascendentes. Igual con mi bebé. Ya me sé sus ojos de memoria, por ejemplo. A veces están a media asta y es que tiene sueño, pero lucha porque no quiere perderse nada. Me sé sus saltos cuando quiere que lo cargue. La temperatura de su piel, el olor de su nuca.
Pero el domingo pasado me encontré a una ex compañera de trabajo que no veía desde mi preñez, y ¡zuás!, me lanzó la pregunta. "¿Ya nació tu hijo? ¿Y de qué color es?". Me agarró desprevenida, y no supe qué responderle, pero me prometí a mí misma averiguarlo, ya que a tanta gente parece importarle el asunto. Debe ser que es algo vital, y yo de mala madre no he prestado atención a la epidermis de mis críos.

Así que ante tanta curiosidad de la gente, me he puesto a detallar los colores de mi hijo. Y resulta que mi bebé es un camaleón. Sí, de verdad. Cambia de colores. A las cinco y media de la mañana, cuando se despierta pidiendo comida, es como rojo. Un rojo furioso y candelero. Después se pone como rosadito, y se ríe anaranjado. A veces pasa el día verde manzana, y me provoca darle mordiscos por todos lados. Cuando lo baño, y chapotea con el agua, se vuelve como plateado, una cosa increíble. Cuando se le cierran los ojitos del sueño, es amarillo pollito y provoca acunarlo y meterlo bajo las dos alas acurrucadito. Finalmente se duerme y, lo juro por Dios, se pone azul. Y brilla en la oscuridad.

Ese es mi hijo, multicolor. Sé que va a ser un poco difícil llenarle la planilla del pasaporte, o contestarles a las ex compañeras de colegio cuando pregunten de qué color es mi hijo. Pero eso es lo que hay. Lo juro. Mi hijo es color arcoiris... "