Saturday, July 11, 2015

Encuentro casual


Entro al bar. Fuera lloviznaba. El aire acondicionado enfría aún más las gotas que tengo prendidas en la ropa y en el cabello. Me sacudo mientras camino hacia la barra. Muchas risas alrededor. Conversas de alto volumen por doquier. Veo caras que no reconozco en la penumbra. No se alcanza a entender a nadie porque ante tanto ruido y bajo la influencia alcohólica todos gritan al unísono. Fragorosa la escena en el momento de mi entrada.

Atravieso las mesas y por fin llego a la barra de madera, pasando entre las piernas de cerdo que cuelgan por todas partes. Hay un rincón donde estos jamones hacen las veces de barrera contra el ruido. Es en una esquina donde apenas hay dos bancos en la barra. Fui hacia allá con la mera intención de evadir tanto ruido y la esperanza de sentarme en alguno. Los dos bancos estaban vacíos a esa hora, cosa extraña. Unas copas a medio beber, una de ellas con pintura de labios, unas servilletas y una factura olvidada me indicaron que dos acababan de irse a otro sitio menos estruendoso. Quizá más íntimo.

Me siento y pido una cerveza. A esa hora ya no la sirven, me indica el barman. Me dice que pida otra cosa y no se me ocurre sino un whisky. Parece que ya es tarde.

Me quedo desde ahí mirando al barman y sus frenéticos movimientos mientras prepara con la rapidez del caso todo tipo de bebidas para la concurrencia que está en su momento más álgido. Las risas y los gritos lo certifican. Yo escucho un ruido uniforme gracias a la barrera de jamones colgantes. No logran amainar toda la bulla pero se agradece un poco.

Tengo ya rato sentado en la barra. Desde mi bunker contemplo lo que sucede en las mesas más cercanas a ese lado de la barra. Típicas escenas producto de la ingesta de alcohol. Corbatas ladeadas y a media altura, manchas de rouge en las hasta hace poco blancas camisas. Muchas risas y manos sueltas aquí y allá. El barman pasa a revisar como anda mi trago e intercambia algunas palabras, genéricas, como es de esperarse cuando se trata de alguien que no es habitual en el lugar. Que si la lluvia y la situación del país. Luego se marcha a seguir su trajín con las bebidas.

Estaba distraído con las marcas de las botellas de vino cuando sentí un roce, un delicado aroma perfumado y un ruido a mi lado. Se había sentado una dama. El barman voló a nuestro lado y se saludaron con confianza. El ya venía con lo que parecía una margarita. Hizo un gesto como de aprobación y ante un movimiento de cabeza de la dama se la sirvió, manteniéndole un tanto la mirada. 
Me hice el distraído observando el hielo de mi whisky pero no funcionó. Una vez que el barman se hubo marchado la dama continuó la conversa como si yo hubiese sido el interlocutor inicial.
¿Los temas? Los de siempre. Que la situación. Que cómo llegamos a esto. Que si habrá salida, ¿Qué opina usted? Así comenzamos un diálogo tibio, como corresponde a dos seres que no se conocen previamente. Hasta llegar a ese momento donde el nivel de alcohol en la sangre es capaz de derribar cualquier barrera. Y vaya que la derribó.

“Usted me da mucha confianza. Algo me lo dice.” Yo dije “gracias”. Y entonces no tardó el “tengo que confesarle algo…” seguido de una frase que me secó la garganta de un tirón: “Tengo una hija presa”. “¿?”

Tuve que atravesar un largo trago de whisky antes de soltar un “¿Cómo así?”. La historia fue larga y dura, contada entre lágrimas (algunas mías), retoques de maquillaje, ofrecer un pañuelo que no tenía, pedir servilletas que se agotaron en el lugar y en el país, whiskies que van y margaritas que vienen. La dama se fue liberando de algo que tenía atravesado por dentro, muy apretado. Un dolor inmenso. Muchas lágrimas de por medio. Como las que ahora brotaban con algunos intervalos de conversación. “¿Puedo tomar su mano” me pidió con respeto. “Es que necesito agarrarme de algo mientras le cuento”. Las manos que me sostenían y se sostenían eran suaves y firmes al mismo tiempo. Ahora, mientras hablaba, se percibían las vibraciones, la fuerza de los sentimientos.

Su hija protestaba pacíficamente cuando la detuvieron. Dentro de poco cumple un año tras las rejas. “Yo también estoy presa” dice la madre. Vengo y bebo para olvidar, para dejar correr la pena, pero mi corazón está allá, con ella, desde el día en que se la llevaron. Desde allí mi vida gira en torno a abogados, tribunales, documentos, visitas en su celda, compras de las cosas que necesita, preparación de la comida, procura del agua, elección de los libros que leerá.

“He oído y visto tantas cosas que alcanzaría para escribir un libro. En la calle, en el edificio donde vivo, en el tribunal de la causa, en la radio y la televisión, en la Universidad donde estudia mi hija, en la celda. Todos hablan. Todos dicen. Muchos callan. Amenazas (veladas y solapadas). Nadie sabe cuándo saldrá mi hija en libertad. Nadie me lo ha podido decir con certeza.”

Le digo que están soltando a muchos detenidos en estos días. Que tenga fe. Que todo tiene un final. Que cuando menos lo espere ya estará con su hija en la casa. “Dios te oiga” dice mientras me aprieta la mano. Apura su margarita y llama al barman para pedir la cuenta. Le digo que yo me encargo y lo agradece.

Se para y antes de irse me abraza fuerte. Escuché (o creí escuchar) algo así como un sollozo pero muy leve. Me dijo que nunca había entrado a ese bar antes de lo de su hija. El despacho del abogado que le lleva el caso está cerca y por eso ha venido varias veces a tomar sus margaritas. Que nuestro encuentro no fue casual. Que le transmití mucha paz. Yo la abracé más fuerte. Nos miramos a la cara, me dijo: “Bueno, adiós, me tengo que ir ya” y se marchó.


Fue muy emocional el encuentro. Tanto que no le pregunté su nombre. Ni el de su hija. Ahora estoy pendiente de las muchachas que liberan. Rezo por ellas. Me entero por twitter de las noticias. Y ruego a Dios porque se haya reencontrado con su hija en libertad. 

La vida sigue.

*Imagen: bebedoresmagazine.wordpress.com