Sunday, June 26, 2016

Leer mientras se viaja


Tengo que tomar un avión a mediodía. Cosa rara, cuando lo común era tomarlo a tempranas horas. Quizás alguien pensaba que era la mejor forma de aprovechar el tiempo. Y de reducir los días invertidos en el viaje. Y los costos.

No sé cómo piensa el que planea el viaje. Antes de salir sólo llevo unos objetivos que cumplir. Y a veces, como todo es tan aleatorio, no sé si lo voy a lograr en ese tiempo que otro ha planeado. De repente él tampoco lo sabe.

Ahora no se vuela temprano. Muchas veces es después del mediodía. No sé si lo que estamos es evitando a los bandidos en la carretera al aeropuerto. Cuando ellos lo sepan cambiarán el hábito. Todo es cuestión de costumbre. Si sobreviven.

El cielo está oscuro. Quiere llover. Somos tres en el plan. Cuando llaman a embarcar somos dos. Alguien falta. Lo llamo y no contesta. Una chica de la línea aérea me dice que no llegó al aeropuerto. Llamo a Seguridad de la empresa para que rastree. No se sabe qué puede ocurrir. Nos vamos. Ahora somos dos.

En la ciudad de destino hace calor. El cielo está despejado. Caprichos del clima. Allá me entero que el tercer hombre apareció. Perdió el vuelo y viene por tierra. Traerá su historia. Dejo mis cosas en el hotel y voy a ver librerías. Es mi vicio. Hay cuatro en cercanías. Hoy no vamos a campo. Iniciaremos mañana. Voy entonces a marcar mis coordenadas.

La primera vende libros usados. Quiere ser café y librería al mismo tiempo. Aún no logra ser ninguna. Los libros expuestos no me atraen. Hay uno de Villoro. Está inmundo. Me imagino al lector previo y lo dejo en el anaquel. Soy el único cliente. Las muchachas me miran con un hilo de esperanza. Me paro en la puerta, sonrío y digo adiós.

La segunda vende ediciones piratas. Lo noto como si de un billete se tratara. La luz es deficiente. Ningún vendedor se mueve. Nadie sonríe. Tampoco hay clientes. Igual husmeo la oferta. Decido irme. Todos inmóviles. Hay un aire fúnebre allí adentro. Nadie muestra un diente. Ni yo.

Entro en la tercera. Es una cadena. En Caracas hay varias. Antes se caracterizaban por las ofertas. Ya no. Mucho best seller. Buena iluminación. Hace un frío agradable. Me quedo a temperar y a ver la oferta, aunque sé que no encontraré novedades. Es como ver la misma librería en varios lugares. Me hace dudar de dónde estoy. Ah, aunque postizas, también hay sonrisas. No compro nada. Salgo.

Encuentro a la cuarta cerrada. Debo volver al día siguiente. Hay corte de electricidad por cuatro horas. El guardia del edificio me dice que no cree que vuelvan a abrir cuando pase el corte. Regreso al otro día. La atiende un viejo amigo. Es de mi edad. No sé porqué me parece conocerlo. El siempre ha dicho que no hay coincidencia. Pasa el tiempo. Vuelvo a verlo y la sensación es la misma. ¿Viajero del tiempo? Me habla de las islas del Caribe. Autores del Caribe. Naipaul. El intuye mi origen. La oferta es poca. Típico de esta crisis. Pero tiene buen tino. Escojo una reedición de “Ana Isabel, una niña decente” de Antonia Palacios. Un libro que asomó por vez primera en 1949. Y que aún se habla de él. Es bueno. Me ha gustado mucho. Sigue funcionando el tino de mi amigo para escoger las lecturas. Salgo contento.

Ahora tengo cuatro libros en la maleta. Uno que terminé de leer en el viaje de ida. “Malacara” de Guillermo Fadanelli. También llevo a “Los señores” de Gonzalo Tavares, “Los transparentes” de Ondjaki y la novela de Antonia Palacios.

Siempre es así. Viajo con varios libros que leo según me provoque. Y a donde voy ubico las librerías que voy haciendo puntos obligados de paso en cada visita. Así no me gusten las visito. Es como presentar un saludo y agradecimiento por estar ahí y ser punto de luz en la oscuridad.



Cuando vuelvo a Caracas, vengo entonces con dos experiencias. La real, que es la que vivo cuando me conecto con los demás y la ficticia, que es la que proviene de mis lecturas. Dos savias que me alimentan. A veces vivo más de la segunda.  

Saturday, June 18, 2016

Yo narrador

La narrativa es difícil. Sobre todo cuando se trata de hipnotizar al lector y sustraerlo a nuestro mundo paralelo. Un mundo en el que él de primeras no sabe si quería entrar o no, pero lo va haciendo poco a poco, hasta que ya no sabe cómo salir. O no quiere salir.

En eso hay maestros. Cada quien con su estilo. Algunos cinematográficos. Te hacen ver la escena, que construyes con elementos que están en tu mente. Quizás es diferente a la que él, como escritor, se imaginó. Pero también él sabe que tú, como lector, terminarás adueñándote de la que era su prosa. Tú, como lector, acabarás imprimiendo tu sello personal, tus colores y tus olores, basados sobre todo en lo que has vivido y sentido hasta el momento.

Hay algunos escritores que son más bien poetas. Condensan lo que escriben al punto que no hay palabras desperdiciadas. Dejan solo las necesarias para armar el universo, los personajes, las escenas. Esos también me gustan. Escriben poco y dicen mucho. Muchísimo.

Los hay también que son dueños de la técnica. Y lo asoman en sus escritos. Se jactan. Se pavonean ante ti. Te hacen ver que para llegar hasta donde ellos están tienes que estudiar mucho. Tienes que leer mucho a autores como ellos, que también se pavonean con ellos, y con nosotros, y son igual de insoportables. Son esos libros que, apenas iniciarlos ya sabes que serán un suplicio. Ya imaginas que sí, que no sabes nada de literatura, que no estudiaste letras y que por lo tanto eres un asomado de la fiesta literaria.

Pero no estás solo, estás armado con un poder que te dio Dios para contar, para narrar, para seducir a otros.

Claro está que existe un esquema para escribir, por ejemplo, una novela, o un cuento. Tiene que haber un personaje alrededor del cual ocurren los hechos, una trama, un escenario, un momento cumbre, un desenlace. Toda una técnica literaria. Pero la esencia está en ti, y sólo en ti.

Por eso de la esencia, por la voluntad y el deseo de hacerlo es que se que escribiré mi libro de ficción.