Sunday, November 06, 2016

Eduardo


Eduardo es Arquitecto. Es decir, un ser que no se parece a ningún otro. No se trata de la profesión. Sino más bien de una combinación de cosas que distinguen a un Arquitecto de cualquier otro ser humano. La sensibilidad artística, la observación minuciosa de los pequeños detalles, entre otras cosas.

Desde hace mucho tiempo tiendo a asociar a los Arquitectos con los gatos. No tengo idea clara de porqué es así, pero siento que hay algo de similitud entre ambos procederes, el humano del Arquitecto y el gatuno.

Volviendo a Eduardo, trabajamos juntos en una oficina de ingeniería donde el hacía las veces de dibujante y no de arquitecto. Por la forma como dibujaba, y por ese detalle de andar siempre con una plumilla en la mano, como retratando todo lo que decía, le pregunté una vez si había estudiado Arquitectura, y me respondió que, en efecto, era Arquitecto.

Yo ya lo intuía, por su proceder gatuno, más no entendía por qué prefería dibujar. Me lo aclaró una vez, aludiendo que ganaba más dinero por su experiencia como dibujante que por la de Arquitecto. Además, decía, para diseñar esas estructuras cuadradas que hacen los ingenieros en estas plantas es mejor que me quede tranquilo dibujando, y paso menos rabia.

En cierto modo lo entendía. Las plantas petroleras no dan pie para que el Arquitecto desarrolle su arte. Todo es cuadrado, o plano, o demás de simple. Y mientras más rápido realices el diseño, pues mejor para el proyecto. No había espacio para la expansión de las ideas de Eduardo el Arquitecto.

Conversábamos mucho, de todos los temas, pero el arte, la filosofía, la política y la literatura eran los que llevaban la batuta.

Todos los días componíamos y descomponíamos al país. Un día nos dio por crear una cartelera en la oficina. En ella plasmábamos nuestros escritos sobre pensamientos y citas de gente célebre, descubrimientos científicos, ensayos literarios extraídos de revistas y periódicos. Todos los posts los agregábamos de común acuerdo. Había un poco de humor en lo que escribíamos o adosábamos. Era una ventana a nuestra expresión como personas. En ella se reflejaba nuestra forma de ver la vida. Pero esta actividad no sustituía nuestras conversas post almuerzo. Yo las disfrutaba muchísimo y él parecía hacer lo propio.

Almorzábamos en casa de una señora asturiana que quedaba cerca, a dos cuadras. La señora (María, se llamaba) era muy exigente en la puntualidad para la llegada. Si lo hacíamos tarde éramos objeto de recriminaciones y regaños. Sin embargo la doña entendía. Sabía que por la naturaleza de nuestro trabajo el horario también era exigente. Por eso, luego del regaño respectivo ponía en práctica su fino humor español. Eduardo y yo bromeábamos con ella sin hacerla enfadar. Decíamos las cosas como entre dientes, para que ella se viese forzada a preguntar. Y a partir de allí entablábamos nuestro diálogo, que versaba, entre otros temas, de la comida, lo difícil que era para ella conseguirla, traerla a la casa porque vivía sola, y la política. En eso ella era un as, y no aceptaba contradicciones. Solía subir el tono de la voz para insistir en sus puntos de vista, que Eduardo y yo poníamos en duda con cierta picardía. Cuando a ella le parecía que la estábamos contradiciendo y preguntaba, nosotros respondíamos en línea con su punto de vista, dejándola un poco confundida, mientras nosotros nos reíamos hacia adentro.

Ante la menor queja del sabor de la comida nos respondía, sin titubear: “Esto no es restaurant”. Ante la menor mención de la temperatura nos reprochaba sobre la hora en que habíamos llegado. En realidad no es que nos importaba sino que queríamos escucharla, hacerla molestar un poco. Y muchas veces lográbamos hacerla reír. Mucho después nos dimos cuenta que sólo reía los días en que nos correspondía pagar y que lo hacíamos puntualmente. Ese día era toda gracia, y hasta nos obsequiaba con raciones adicionales de comida. Todo un poema la señora María.

Recuerdo el día en que nos mostró donde guardaba los granos. Era un saco grande, como de 20 kilos. Le preguntamos de cómo hacía para que a los granos no les cayeran gorgojos. Nos explicó tranquilamente que el saco era doble. Compraba los granos en un saco y tenía otro en casa, que estaba vacío. Lo fumigaba con insecticida y procedía a meter el saco de los granos dentro del fumigado. La ausencia de gorgojos estaba garantizada. Casi morimos de la impresión. Y tuvimos que callar nuestra sorpresa porque sabíamos que la señora María era férrea ante las críticas. A pesar de ello, nunca enfermamos mientras comimos allí.

Pronto, las anécdotas del mediodía, en el restaurant, pasaron a ser el segmento central, y el más entretenido de la cartelera. Algunos compañeros esperaban con ansias nuestra redacción de las anécdotas, que solíamos hacer en conjunto al final de la faena diaria, antes de regresar a nuestras casas.

Así de apacible transcurría la vida en la oficina con mi amigo Eduardo.

Y llegó el tiempo en que los negocios de la empresa comenzaron a venirse a menos. Y la empresa fue reduciendo poco a poco el personal. A Eduardo le tocó mucho antes de que yo me fuera. Eso me dolió porque alteró una rutina muy sabrosa que llevábamos paralela al trabajo, y que disfrutábamos muchísimo.

Yo me fui dos meses después a otra empresa, donde a pesar de mis intentos, no logré encontrarle una plaza. Y con ello empezó el alejamiento.

Sin embargo, Eduardo se acercaba de vez en vez a compartir un café en las cercanías. En esos cafés añorábamos nuestros tiempos en la oficina, y en el restaurant de la señora María, que no era restaurant propiamente.

En algún momento se ausentó y dejó de llamar. Y cuando lo hice, nadie contestó el teléfono de su casa. Yo sabía que tenía una novia que era de Apure, en pleno llano venezolano. Estaba muy enamorado y tenía planes de casarse. Comenzó a viajar a San Fernando en un todoterreno Toyota que había comprado sin saber manejar. Le pregunté cómo había hecho para sacarlo de agencia y me dijo que un amigo le había acompañado y lo manejó hasta su casa, desde donde, poco a poco el empezó a tripularlo, y fue aprendiendo sobre la marcha.

Tiempo después me encontré con otro amigo, que también era dibujante de la oficina anterior. Fue el quien me dio la noticia. No tenía mayores detalles, pero le dijeron que Eduardo se había matado en la carretera hacia Apure. No supe nada de la suerte de la novia. Y no volví a verlo, a pesar de que esperaba encontrarlo un día y que la noticia, que nunca pude confirmar, no fuera cierta.

Por allí conservo algunos posts de nuestra cartelera. No sé qué habrá sido de la vida de la señora María, la asturiana que nos daba comida, pagada a plazos, en su casa que no era restaurant. Guardo en mi memoria esos recuerdos. Están en un rincón donde la tristeza tiene prohibido entrar. Donde solo hay alegría, anécdotas de los tres, comiendo en el restaurant que no era tal, o bien redactando after hour los posts de la cartelera, o conversando amenamente de lo que habíamos leído o escuchado en algún programa.

“Si tu fueras colombiano (como él) serías del Partido Verde” solía decirme Eduardo en las tertulias. “Es por tu personalidad.” Y yo me alegraba de que el me estudiara porque yo también lo estudiaba a él, y a sus principios de vida, que eran los míos. Y así aprendí también a querer a su país (Colombia), y a su ciudad natal (Bogotá).

Ahora que he podido visitarla, caminar por sus calles, hablar con sus gentes, he sentido su presencia, y su alegría de verme allá, con su gente, que es la mía, como la mía (Venezuela) fue su patria (dicho por el mismo). Pisar Bogotá, muchos años después, me hizo reencontrar con un verdadero amigo. Lo vi en todas partes, en cada rincón, en la sonrisa de la gente y en el sabor del ajiaco santafereño. Gracias Eduardo por recibirme y estar presente en ese homenaje a tu persona que para mí fue visitar Bogotá.