
Mi nombre es José Fernando Rodriguez Restrepo, pero desde que tengo uso de razón me llaman “Nando”. Vivo en San Antonio del Táchira, Venezuela, desde hace muchos años. Antes viví en Cúcuta y en Rubio, es decir, a ambos lados de la divisoria de países, la frontera, una línea que sólo he visto en los mapas porque aquí no la he podido encontrar jamás.
Hay que vivir en la frontera para saber pronunciar mi nombre. Si, ya sé que parece fácil, pero es que para los andinos, la pronunciación de la ene tiene algo diferente de la que pronuncian en otras partes de Hispanoamérica. Cuan familiar me suena ese "Nando" cuando me lo dicen en San Antonio o en Cúcuta.
Nací en Rubio, estado Táchira, Venezuela, o mejor dicho, nací en el Hospital Universitario de Cúcuta, Colombia. La verdad absoluta nunca la sabré porque, aparte de que nunca me fue revelada, tengo dos partidas de nacimiento y dos documentos de identidad, uno de Venezuela y otro de Colombia.
Crecí escuchando por igual el vallenato y el bambuco andino, los cuales me gustan por igual, me encanta la chicha criolla y la cola Postobón, el bocadillo de guayaba y los abrillantados merideños.
Soy fanático de “La Vuelta” ¿No les suena? La famosísima vuelta ciclística al Táchira y también de la “Clásica RCN”. Aquí todos somos amantes del ciclismo y del fútbol. ¿Mis equipos? El Deportivo Táchira y el Cúcuta Deportivo. Rojinegro y aurinegro, pues a ambos los vivo y los siento por igual.
Les cuento de mis padres: mi papá nació en Venezuela, en Petare, una parte de Caracas donde dicen que habita mucha población colombiana, y se vino para acá muy joven, escapando de su familia, pues su padre, mi abuelo, era de férreo carácter, cosa de la que mi padre terminó cansándose. Al llegar aquí, después de mucho trajinar, se puso a trabajar en construcción de casas, y así fue como conoció a mamá, quién era cocinera de los obreros del campamento de construcción. Mamá nació en Barrancabermeja, Santander, Colombia, y nunca supe cómo vino a parar a Rubio. Papá tampoco me habló de esa historia, aunque mis tías me dicen que él iba mucho a Cúcuta los fines de semana, y uno de esos fines regresó con ella, agarraditos de la mano, y desde ese entonces nunca más volvieron a separarse.
Se casaron aquí y se fueron a Colombia por un tiempo, a conocer la familia de ella. Iban y venían con regularidad. En ese ir y venir nacimos mi hermana Luz Stella y yo. Luz también tiene dos documentos de identidad, y tampoco sabe decir si es colombiana o venezolana. Nunca ha entendido, al igual que yo, la diferencia.
Tengo que revelarles que, al igual que nosotros, muchos de nuestros vecinos y amigos de aquí tienen doble nacionalidad, y todos se sienten colombianos y venezolanos por igual.
Cuando tienen hijos, y alguno de ellos destaca una característica venezolana, rápidamente lo apodan “El Veneco”, y si ésta característica es más apropiada del otro lado del puente (Puente Internacional “Simón Bolívar”), lo apodan “El Cachaco”. Esto me trae más confusión, porque nunca puedo discernir cuál de ellos es “El Veneco” y cual “El Cachaco”, por lo cual ambos, con risa cómplice, se burlan de mi enredo.
Me casé hace diez años con una venezolana, María, llanera para más señas, de Calabozo, estado Guárico. Ella vino a parar aquí por uno de esos avatares de la vida, y yo, al verla por primera vez, supe que era la mujer de mi vida. Cuando se percibe la mirada del amor no hacen falta muchas explicaciones, es una magia que te envuelve, y eso es lo más hermoso de la vida.
María y yo tuvimos dos hijos, Luis Carlos y John Jairo, que nacieron en San Antonio, y ahora estudian la primaria en un internado de Cúcuta. Los vemos los fines de semana, cuando están libres. María los va a buscar y los trae a casa.
Hace unos días, cuando llegué a casa, encontré a María angustiada entre noticias de cierre de frontera y movilización de unidades de combate del ejército de Venezuela. Los tambores de la guerra resonaron en el Táchira. Lo que hicimos fue llorar toda la noche, pues nuestros hijos estaban del otro lado, posiblemente con mayor angustia que nosotros. No supimos qué hacer, dónde ir, ni siquiera entendíamos los motivos de la lucha. Tenemos tantos amigos en ambos lados que nos aterrorizaba la mera posibilidad de vernos enfrentados. Nos conocemos de toda la vida, y somos hermanos de sangre, de destinos y circunstancias.
Gracias a Dios los tambores dejaron de sonar, y en su lugar retumbó un concierto multitudinario, realizado en el propio puente, al que llamaron, muy apropiadamente, “Paz sin fronteras”.
Claro que nos fuimos todos, junto a los niños, que no tuvieron clases el lunes siguiente, y una enorme legión de vecinos y amigos.
Allá nos encontramos con multitud de amigos y conocidos, brindamos con ron y aguardiente, bailamos, cantamos, reímos, nos abrazamos, nos sentimos uno en medio de una raya fronteriza que ninguno de nosotros, ni antes ni después, atina a ver.