Tuesday, June 11, 2013

Encuentros


La conocí en Araya. Antes de que todo sucediera tuve la intuición de que algo como eso iba a pasar. En el momento no sabes con quién, ni cómo, mucho menos cuándo, pero hay algo que precede al encuentro.

Yo había venido por segunda vez a esta playa hermosa, fascinado por la variedad del turquesa y el verde que pone ante mis ojos el mar; por lo bonita que se ven las aguas en el mar tranquilo de la tarde; por la arena blanca que contrasta en la orilla.

Estoy solo, bajo una sombrilla grande, sentado frente a una mesa con una cerveza y dos libros haciéndome compañía. 

Mientras el sol baja y la intensidad del calor hace lo mismo, yo leo a ratos mientras contemplo la escena natural para grabarla nítida en mi retína. Me había llevado “1Q84” de Murakami y “Los platos del diablo” de Eduardo Liendo. Leía un poco de uno y algo del otro cuando escuché su voz a mi espalda.

“¿Que lees?”, inquirió. Por el tono supe que era mujer, y, acto seguido volteé a mirarla. Contemporánea, pensé. No me miraba a mí sino a mis libros. Se acercó hasta la mesa y tomó uno de ellos, hojeándolo mientras indagaba sobre mi lectura.

Yo no miraba los libros sino a ella, y escuchaba su hermoso tono de voz, al tiempo que respondía sus inquietudes. Me contó que también había sido seducida por la lectura pero que allí, en Araya, no eran muchos los libros que llegaban a sus manos.

Tomó una silla y en confianza se sentó a escucharme. Yo comentaba mis impresiones de cada uno de los libros, de mi sorpresa por el libro de Liendo, de mi admiración por Murakami, y ella escuchaba con atención.

Luego la conversación se extendió a otros temas de la vida, al amor. Y no sé porqué me sentí en confianza para intercambiar con ella partes importantes de mi historia personal, igual que ella de la suya.

Supe que se casó a los 16, siendo apenas una niña, con un hombre mayor que ella. No tenía idea de lo que era amor y tampoco pudo llegar a saberlo en la unión. Conoció de lujos, de manicure, de pedicure, de salsas para pastas y de ossobuco, de panettone y tiramisú, pero no de amores.

Aislamiento fue la palabra más cercana mientras veía la vida transcurrir a escondidas, a través de la ventana. Veía pasar rebosantes de felicidad a las que fueron sus amigas de la escuela, con los amigos del pueblo, tras la cortina pues se moría de la pena de ser vista por ellos, convidada y no poder salir.

“Amor, hay fiesta en la plaza, ¿podemos ir?”, le decía al italiano en un vano intento por escuchar de cerca a sus amigas y ver el mundo desde un lugar distinto a la ventana furtiva. Un no como respuesta se hizo común, y cuando intentó alguna vez ir sola la paralizó un “Si sales por esa puerta no vuelves a entrar jamás”.

De lejos oía la fiesta, y las risas, y los imaginaba bailando y bebiendo, en una experiencia que nunca pudo compartir.
Estuvo nueve años prisionera y durante el confinamiento llegaron dos hijos que le alegraron en parte la vida pero no aliviaron la sensación de aislamiento.

Hasta que un día decidió extender sus alas y volar, con sus pensamientos claros en que nacemos para ser libres.

Antes de traspasar el umbral de la prisión había viajado, me contó, a través de los libros. Fueron ellos los que le enseñaron el valor de la libertad. A través de ellos, me dijo, “Conocí cada rue y cada caffé de Paris. Soy capaz de ir y decirte dónde están los más famosos, ya Hemingway me los mostró”. Yo escuchaba absorto, con el ruido del mar como fondo musical.

Conoció una buena parte de mi vida, que resumí como pude, sabiendo que el momento es ahora y no se sabe si pueda repetirse. Y preguntaba, se interesaba, reímos y lloramos juntos. Me contó que volvió a casarse, pero esta vez sí se sintió comprendida, libre, mujer. Conoció el orgasmo y también supo, tristemente, que muchas de sus amigas se iban a morir sin conocerlo. Su pareja es un artista plástico y es músico también.

En algún momento de la cháchara se acercó hasta nosotros y lo pude conocer. Creí ver en su rostro (¿ideas mías?) el desagrado que le causó el tiempo y el interés que su mujer me había dedicado. Luego se fueron. Ella se atrevió a preguntarme si volvería luego de regresar a Caracas. Cuando lo afirmé me dijo “Me traes un libro”.

Al día siguiente el cielo de Cumaná amaneció despejado augurando un día bonito, y regresé a Araya.

Estando en la playa pude verla de nuevo, a cierta distancia. La saludé con la mano y correspondió tímidamente al saludo, sin acercarse. Su expresión facial, aunque lejana, dijo mucho. 

No era idea mía la impresión que tuve cuando conocí a su pareja. Eran celos en su mirada. Momentos bonitos como ese quedan para siempre en la memoria de ambos. Allí, donde florecen los pensamientos, que es donde mejor se siente la libertad. 

2 comments:

Antonieta H. said...

Linda historia, si vuelves deberías llevarle un libro :) (así el esposo se ponga celoso jajajaja).

Un abrazo, negrito.

Oswaldo Aiffil said...

Hola Anto! Eso ya lo había pensado ("La maravillosa vida breve de Oscar Wao" de Junot Díaz me pareció interesante para dárselo) pero ahora no se si será bueno para ella recibirlo. En Ingeniería le decimos a eso "condiciones de borde", y sabemos que influyen mucho en los resultados. La vida como siempre enseñando cosas. Muchos besos mi querida Bluesoul!