Saturday, February 23, 2013

Sin arroz para vender



Carga al niño en una especie de sabana que se amarra al cuello. Camina con seguridad por caminos que conoce desde que tiene uso de razón.

Sus pies salvan piedras, charcos, animales y objetos dejados a propósito. Va al mercado a vender arroz. Es su medio de subsistencia. Y el del niño, que aun no va a la escuela y que tampoco conoce la figura de un padre.

El niño se aferra a lo que constituye su mundo, y que no es más que una manta que lo envuelve y lo sostiene, pegado como está a una espalda de la que, de vez en cuando, emerge un crujido de huesos, cansados como están de ir y venir al mercado.

El infante no ve la espalda, solo la siente. En su lugar hay unas trenzas de pelo que cubren una tela plagada de arabescos de muchos colores, sobresaliendo el rojo y el amarillo. Es una tela muy fina y suave. El niño aferra su mejilla y a través de la misma siente el ritmo de respiración de su madre, a veces ajetreado, a veces tranquilo, según vaya andando por los caminos o descansando a la sombra de un árbol de las orillas.

Cuando se siente intranquilo, o con un poco de hambre, el sabe que solo tiene que aferrarse a esa espalda que es su mundo, y escuchar los latidos del corazón de mamá: pum, pum, pum, pupúm. Ellos lo aquietan, lo ponen a soñar despierto, y a veces, cuando se rinde, lo domina un sueño que es interrumpido siempre con un alboroto de los muchos que se suceden a diario en el mercado. Y despierta.

Esta vez le han quitado el saco de arroz a su madre que, cansada como está, no puede correr detrás del juvenil ladronzuelo que se pierde entre los puestos con la velocidad de una gacela.

La madre se desespera y grita, llora, pide una ayuda que nadie presta. Cada quien está en lo suyo. Apenas algunos voltean a ver a donde apunta su dedo y la miran después con lástima.

No solo se ha ido el arroz del sustento sino también el dinero recogido en las pocas ventas que había hecho. A falta de cartera lo había guardado en una pequeña bolsa de papel dentro del saco de arroz.


Ya en las afueras del mercado, con las piernas cansadas por la corrida, se deja abatir por la pena que la embarga, y llora amargamente, sentada como está sobre una caja de madera llena de desperdicios cuyo olor no percibe, pero que alcanzan a poner al niño a estornudar.

Llora y se cubre el rostro con sus manos sucias y callosas. Gime y se desahoga. El niño atrás no comprende lo que dice, pero lo siente. Ya conoce esa vibra. Ya sabe pegar su oreja y escuchar el gemido desde su propio origen. Le pasa su manito por los hombros, intentando en vano consolarla. Sabe que no comerán esta noche otra cosa que desperdicios de frutas que pronto recogerá mamá de la basura.

Así y todo, retoman el camino a casa. El sol ya cae y lo llena todo de tonos rojizos y amarillentos. El niño mira por sobre los hombros de su madre el camino polvoriento que recorren. Una carreta les pasa por un lado y todo se cubre de polvo. El tose, igual que su madre, y le arden los ojitos. Mira hacia los lados y contempla los arrozales llenos de agua, adonde habrán de volver para de nuevo iniciar la cosecha. Se entristece y de nuevo pega su mejilla a la espalda de su madre y se va dejando embrujar por el ritmo de unos latidos quejumbrosos: pum, pum, pum, pupúm. Pum, pum, pum, pupúm. 

Ya está oscuro y el sueño lo vence de nuevo, a pesar de los crujidos de su estómago, que se confunden con los de su madre. Ella, por su parte, prosigue su largo peregrinar, con la frustración en puertas, y las lágrimas que silenciosamente van cayendo y desapareciendo entre las piedras del camino.

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