Wednesday, January 23, 2019

Sosa



Si abres un mapa de Venezuela, nunca encontrarás a Sosa. Salvo que hagas una búsqueda minuciosa. Sosa queda cerca de El Sombrero, aunque hay gente de El Sombrero que no sabe cómo llegar.

Fui, invitado por mi prima Maritza, que es agricultora y tenía unos sembradíos de maíz en las cercanías. Para regar, tomaban el agua del río Guárico. Quise ver el río y me dijo que no era nada llamativo. Fuimos a ver, y si, pasa como si no quisiera que lo vieran, todo quietud, aguas oscuras, serpenteante entre las cañadas, un siseo.

Maritza vive en Altagracia de Orituco, a 140 kilómetros de Sosa. Yo pensaba que era más cerca. Para ir tomamos la carretera troncal 11 hacia el oeste, pasamos por el pueblito de Taguay y un poquito antes de llegar a El Paso del Cura (así se llama el lugar, y es tan pequeño que no parece que fuera un pueblo), dejamos la carretera y cruzamos hacia el sur. De allí fue rodar y rodar entre sabanas y sembradíos. Pasamos San Francisco de Cara y Barbacoas, el pueblo de Simón Díaz, autor de “Caballo Viejo”, hasta encontrarnos con la Troncal 13, que va a El Sombrero.

Luego de pasar El Sombrero, aparece del lado izquierdo la carreterita que va hasta Sosa. Es angosta, de dos canales. En el trayecto se pasa por casas que están en la orilla, eso cuando la vista no es sino sabanas o sembradíos. Los vecinos ponen muchos reductores de velocidad en el pavimento (los llaman policías acostados). Ellos lo justifican diciendo que han atropellado a varias personas, conductores ebrios o conduciendo a exceso de velocidad. Entonces no se puede correr mucho. 

Un día lo olvidé y le pasé por encima a uno. La camioneta voló por los aires y al caer se apagó. Me quedé varado cerca de unas casitas funerarias que ponen a los lados de la vía. Mi prima fue a refugiarse en una casa cercana al tiempo que yo revisaba. Mientras pensaba lo que iba a hacer, me detuve a ver el nombre del fallecido, inscrito en la casita funeraria. Me pregunté cómo alguien podía haber muerto en una carretera tan desolada como esa. Y me reí. Pensé que había que estar bien salado para que la muerte te viniera a buscar hasta allí, mucha mala suerte, y seguí riéndome al borde de la carretera. De repente un ruido. Un crepitar de hojas, un polvero levantado, y un carro viniendo hacia mi. Pensé que era el fin. El carro salió de la nada, y con el polvero detrás se me venía encima. Intenté correr pero las piernas no obedecieron. Me aferré a la casita del muerto. Y el carro en última instancia recuperó la carretera y siguió, dejándome sumido en una nube de polvo. Prometí no volver a burlarme del difunto. Ni de ese ni de ningún otro. La muerte llega a donde uno menos piensa.

Con el salto al chocar con el reductor, mi camioneta se apagó. Revisé y eran unas mangueras sueltas. Conecté una. La otra se rompió y la tuve que reparar en sitio. Luego seguimos el camino, esta vez con más cuidado.

Cuando llegamos a la casa de la finca de mi prima, nos recibió su suegra. Había hecho el almuerzo. Una sopa de arvejas con carne, y bastante comino. Nos sentamos en la mesa grande, con otros primos que habían llegado antes. Me gustó mucho la sopita. Y me cayó muy bien la señora. Llanera por todo lo alto. Era la época de cosechar maíz. Alguien había recogido unas cuantas mazorcas que reposaban sobre otra mesa. Mi prima dijo que eran para hacer unas cachapas. Había que quitar las hojas a las mazorcas y sacar los granos. Todos los que estábamos allí nos dedicamos a eso, después de comer. A cada uno le dieron un cuchillo. La suegra de mi prima explicó cómo hacerlo a los que no sabían. Las hojas no se botan. Se usan para cubrir el maíz, una vez amasado, para hacer bollos. Para las cachapas no hacen falta las hojas. Me gustan los bollos y las cachapas. Con queso blanco son una delicia. Nos pusimos a trabajar.

Todo el mundo contaba anécdotas y chistes mientras deshojábamos el maíz. Alguien gritó: “¡Un alacrán!”. Yo solté el maíz y me levanté de la silla. La mayoría permaneció sentado, como si hubiesen visto una hormiga. Pero no, era un alacrán negro, del tamaño de mi mano, caminando sobre las mazorcas, buscando donde esconderse. Vino mi prima y con una paleta lo lanzó al piso y le puso una bota encima. El bicho crujió. Y no se movió más. Mi prima veía mi cara de asombro. Me dijo: “Y eso que no has entrado a la siembra. Allá hay bastantes”. Yo le pregunté cómo hacía para cosechar y evitar las picadas. Me dijo que no le ponía mucha atención. Si alguno la picaba, con matarlo, triturarlo y pasárselo por la picada como antídoto era suficiente. De inmediato supe que no iría por nada del mundo a la siembra. Pregunté si había visto culebras en la siembra. Dijo que sí. Como si le hubiese preguntado si había visto hormigas. Es que mi prima creció en el campo. Muchas cosas que a mi me asustan le parecen naturales.

Unas mujeres de la finca molieron el maíz e hicieron cachapas y bollos para todos. Les quedaron deliciosas. Hacía calor, pero también había mucha brisa, que mitigaba. Todo alrededor eran plantaciones de maíz. Las matas eran más altas que yo, organizadas en hileras por donde yo no habría de pasar. Las rubias espigas coronaban, como estrellas en el firmamento.

Entró un olor a café, desde la cocina. Al rato teníamos la taza humeante en las manos. No sé porqué es tan sabroso el café negro en el llano. Lo endulzan con papelón. Y la taza de arcilla. Huele divina la mezcla de la arcilla, el papelón y el café.

Aquí fue cuando le propuse ir a ver el río Guárico. Ya se sabe que no me impresionó. Aguas muy quietas y oscuras.

Al caer la tarde regresamos a Altagracia en caravana. Algunos primos se quedaron en Sosa. Compraron unas cervezas. Intentaron seducirme con una fría pero no quise quedarme. El haber visto alacranes no me dejaría dormir allí. Ni siquiera en hamaca.

Llegar a Altagracia fue como volver a la civilización. La TV encendida. El aire acondicionado. El jardín bien cuidado. Allí si acepté la cerveza. Mientras me la tomaba, pensaba en Sosa. En todo lo que viví. La sopita de arvejas con comino. Los bollitos deliciosos y las cachapas. El papelón con limón que bebimos. Las mazorcas. El alacrán. La casita funeraria en la carretera, con el nombre del difunto en el frente y la fecha de su muerte. El susto que pasé por estar con la burla de su mala suerte. Y me convencí de que si, que la muerte no se pierde, y llega a esos caminos donde hasta el viento se devuelve.

Imagen: www.tripmondo.com

2 comments:

RosaMaría said...

Qué relato apasionante y cuánto aprendí, salvo algunos términos y recetas que me gustaría saber... Gracias por compartirlo. Abrazo grandote.

Oswaldo Aiffil said...

Hola Rosa María. Gracias, gracias. Lo que quieras saber, escríbeme a ozzieaiffil@gmail.com Un beso.