Ir
a Araya fue un sueño que tuve durante mucho tiempo. La tierra me había sido
esquiva hasta que un día me instalé en Cumaná y en las cálidas arenas de la
Playa de San Luis la pude ver, cercana y misteriosa al mismo tiempo.
Decidí
hacer el viaje de una buena vez. Me informaron de dos vías para lograrlo. La
primera es navegando en un viejo ferry llamado “La Palita”, y la otra por
intermedio de unas embarcaciones pequeñas, parecidas a un viejo autobús, los
cuales son conocidos como los “Tapaítos”.
Preferí
estos últimos porque la travesía es más corta (20 minutos versus dos horas en
el ferry), aún cuando llegan a la población de Manicuare, quedando Araya a 10
minutos por vía terrestre.
El
muelle desde donde salen los “Tapaítos” está un poco abandonado. Son viejas
instalaciones bastante destartaladas, donde la gente se arremolina a esperar la
llegada de las embarcaciones.
Abordarlas
es lo más parecido a entrar en otra dimensión. Tiene asientos continuos en los
laterales y otros transversales a cada tanto. La gente entra con lo que puede
cargar: sacos de frutas, una torta gigantesca para un cumpleañero que esperaba
en la península, hortalizas y maletas de viaje se alternaban con nosotros. Durante
el viaje se hacen chistes, alguien canta y la gente lo acompaña, mientras que
el resto disfruta del vaivén de las olas y la fuerte corriente del Golfo de
Cariaco. El timonel va adelante, guiando el camino y en la parte posterior hay
un maquinista encargado de poner a funcionar cuatro poderosos motores fuera de
borda. Si miras alrededor parece una pequeña fiesta improvisada en altamar.
Queda demostrado que se
puede ser feliz con muy poco. En 20 minutos exactos ya estaba
caminando por el pequeño muelle de Manicuare, pueblo de pescadores en la costa
sur de la península.
Desde
allí tomé un taxi hacia Araya. La carretera te hace sentir que has sido transportado directamente hasta Marte. La tierra árida y rojiza que la circunda lo confirma.
Bien podría la NASA hacer las pruebas de los vehículos espaciales en esas
praderas infestadas de plantas xerófilas y tierra roja y reseca por todas
partes.
A
poco de llegar encuentras las montañas de sal aun sin procesar en las famosas
salinas y una enorme Laguna Madre, desde donde se extrae la sal. A no ser por
las instalaciones, podría seguir pensando que estoy en las estepas de Marte.
De
repente el turquesa hace su aparición, en diversas tonalidades. Es el Mar
Caribe que besa la península en su lado oeste. Es una vista muy hermosa, que
paraliza. A un lado están las ruinas del viejo fuerte de piedra, desde cuya
altura se aprecia la costa oeste. El paisaje bien vale la pena. La vista se
pierde en la inmensidad del mar.
Camino
entre las ruinas y me imagino la inmensa cantidad de episodios históricos que
allí han sucedido. Los barcos piratas atacando frente a la bahía y el resonar
de los cañones en la defensa del territorio.
La
playa es encantadora, aguas transparentes, muy limpias, de un azul que
hipnotiza en el horizonte.
Es
Araya, en Venezuela. Valió la pena haber venido.
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