Estamos en marzo de 2019.
Mi hija vive en España. Es
médico. Se fue del país como una forma de escape de la situación actual. En el
sector de la salud es más palpable el desastre. Ausencia de insumos que
dificulta enormemente el ejercicio de la medicina, complica los tratamientos y
los médicos se ven impedidos de recetar a sabiendas de que no se encontrarán los
productos en las farmacias.
Llegó al país el 4 de
marzo, horas antes que Guaidó, lo que implica decir la esperanza de tener un
país mejor.
Todo estaba tranquilo en
un día normal del aeropuerto. Nadie esperaba que Guaidó llegara por allí, tal
como él mismo lo había anunciado. Los rumores decían que ya estaba en Caracas.
Y eran creíbles ya que no había quien admitiera que se atrevería, pues sería
apresado por el gobierno. Y llegó. Yo estaba allí. El frenesí no fue normal.
Algarabía. Gritos de Libertad. Guaidó es sencillo. Se acerca, abraza, se toma
selfies. Tiene un discurso muy simple, muy llano, que llega a la gente. Yo
tenía miedo de que lo apresaran. Había muchos militares en y alrededor del
aeropuerto. Pero nada pasó. Guaidó llegó, como lo prometió.
Mi hija llegó horas más
tarde. Dos años sin venir al país. 24 meses que no han sido tales. En realidad
han pasado como 10 años de sucesos. “La cosa ahora está más dura” diría Ruben
Blades. Ya lo comprobaría por sí misma. El abrazo fue muy sentido. Prolongado.
Un funcionario se acercó a pedir que nos moviéramos de sitio. No se atrevió a
hablar. Se retiró lentamente. Yo lo vi. Mi hija no. Después le expliqué. Ella
se disculpó. El funcionario no aceptó la disculpa y le dijo: “Bienvenida a
Venezuela”. Después de dos años sin venir. O quizás diez.
El día 6 celebramos el
cumpleaños número 24 de mi hijo. En petit comité pues muchos de sus amigos ya
dejaron el país.
Hay mucha escasez de
productos básicos. Ni qué decir de los otros. En algunos sitios se consiguen,
pero a precios exorbitantes. Algo nunca visto es que los supermercados se
hallan muy vacíos. Pasillos completos donde no ves un alma a una hora en la que
típicamente se hallaban repletos. La crisis. Ya no se ven las amas de casa que
te daban un consejo acerca de cómo cocinar un producto. Datos invalorables. Esa
escena ya no existe.
Y así nos llegó el 7 de
marzo. Día normal de trabajo. En la empresa, de 150 que éramos, quedamos 30.
Las actividades se han reducido al mínimo posible y los 30 hacemos lo que
podemos para continuar sin tirar la toalla. El horario de salida es a las 4:30
pm. Muchos se van en punto, por las dificultades de transporte. Unos pocos nos
quedamos a extender el día.
Recuerdo muy claro que a
las 4:40 se fue Morela. Hasta mañana y un beso. No pasó mucho tiempo cuando
quedamos sin electricidad. Paramos el trabajo, que se hace con computadores. Se
supo por twitter que el corte fue en toda Caracas. Pronto supimos que en todo
el país.
Regresé a casa con la
esperanza de que la luz volviera y que fuese uno más de tantos cortes parciales
que ocurren. 30 minutos. Una hora. Dos horas. Los teléfonos celulares aún
funcionaban y así supe que los míos estaban bien. Las horas fueron pasando y
con ellas se fue diluyendo la esperanza de que la luz volviera. Recordé el
famoso hashtag #SINLUZ en twitter, para informar de los cortes prolongados de
electricidad. Dejé luces encendidas en la casa para poder detectar la llegada
de la electricidad. Nada.
Amaneció el viernes 8 de
marzo y las lámparas seguían sin encender. Fue un viernes lúgubre. Casi sin
noticias. El ministro de información denunció sabotaje. El ministro de
electricidad ya lo había hecho el día anterior y puso plazo a los trabajos de
reparación. 3 horas, pasadas las cuales no hubo otro informe. Él también se
sumió en la oscuridad. Revisé twitter y la gente que está en el exterior
manifestó su alarma por no tener noticias de sus familias en Venezuela. La
angustia se iba acrecentando en la medida en que los celulares se quedaban sin
baterías, al igual que las celdas de telefonía.
Poco a poco fuimos
entrando en la oscuridad total. En la tarde del viernes algunos sectores
recuperaron la energía. Todo parecía ir resolviéndose, en lo que ya de por sí
era el apagón más grande que había vivido Venezuela. No duró la dicha en casa
del pobre y la luz volvió a irse, tal como vino. Y no ha vuelto a esos
sectores. Lo grave es que no hay comunicación telefónica. Nadie sabe nada a
menos que salga y se entere a viva voz. Todos con la misma pregunta: ¿Hasta
cuándo? Sin respuesta.
El sábado 9 de marzo
cumplió años mi mamá. 84. Con la presencia de mis hijos fuimos a cantar
cumpleaños. Sólo al llegar nos enteramos que tampoco tenía luz. Subimos las
escaleras y le tocamos la puerta. Cantamos, en el ya usual petit comité. Con
sus amigas de la misma edad. Muchas no vinieron porque no pueden subir ni bajar
las escaleras. Regresamos temprano, antes de que oscureciera.
Vivo en un punto alto de
Caracas desde donde pude ver la ciudad entera en tinieblas. El viernes en la
noche había algunos sectores alumbrados. El sábado ya no. La ciudad estaba
convertida en una enorme mancha negra. Y un silencio. Una pena.
El 10 de marzo es un
domingo atípico. Muchas preguntas en la mente. Más tarde saldré a pescar
noticias de boca a boca. Ni siquiera hay tambores que anuncien algo. La luz del
día y la falta de distracción electrónica me han servido para hacer dos cosas
que tenía tiempo postergando.
Organizar y limpiar la
biblioteca. Y leer en papel. Ya terminé “El Lago”, de Banana Yoshimoto, hermoso
libro que parece extraído de los sueños, como todos los libros de la autora. Y
ahora empecé con “Ciencias Morales” de Martín Kohan (Premio Herralde de
Novela). Por esa parte estoy feliz.
Le doy gracias al cielo
que mi esposa no me hizo caso cuando le propuse cambiar la cocina de gas a una
eléctrica. No hubiese podido cocinar. La falta de agua comienza a ser un
problema. Las bombas no funcionan sin electricidad por lo que no hay
abastecimiento a los tanques y por ende no llega a las casas. Hay vecinos abajo
llenando los baldes. Yo tengo un tanque en casa que aún tiene capacidad para
unos días. ¿Qué llegará primero? ¿La electricidad o el vacío total del tanque?
Se oyen voces contando de
los fallecidos que estaban en terapia intensiva en los hospitales. De los niños
sin incubadoras. Me vuelvo sordo ante esos cantos que me hacen llorar. Eso sin
contar con la gente infartada subiendo escaleras, las farmacias cerradas, las
emergencias de los hospitales, los accidentes de tránsito y las bombas de
gasolina cerradas. Algún día se oirán esas cifras, y las voces en las zonas del
desastre. Muchas cosas que contar. Qué terrible. Todos esperamos el chispazo
que anuncie la llegada de la electricidad (en muchos casos, salvadora).
Vivíamos en un país
moderno, mirando al futuro. Ahora, y por lo pronto, permanecemos en la sombra.
Sigo leyendo a Kohan y sus Ciencias Morales mientras cocino un arroz y luego
unas lentejas. Lo que no es perecedero se va perdiendo poco a poco. La nevera
ya no enfría.
Fui a ver a mi madre. Ayer
cumplió años y hoy volvimos a comer un pescado que preparó. Fui con mis hijos.
Luego los llevé a casa y regresé a la mía. No vivimos juntos.
Cuando llegué a casa había
luz. Pensé encontrar todo oscuro, pero no. Alguien me dijo que acababa de
llegar. Me alegré. Llamé por teléfono a mis hijos para darles la buena nueva.
Arreglé las cosas en la nevera. La limpié. Luego me senté a revisar twitter. A
ponerme al día luego de 75 horas sin luz. Pasada la media noche volví a quedar
a oscuras. Se trataba de un abrebocas. Mañana no sé si iré a trabajar. Ya se
verá.
Es lunes 11 de marzo y no
acudo al trabajo. Razones obvias. Pasé todo el día sin luz. Sientes como que
vas perdiendo la serenidad. La luz llegó, finalmente, el martes 12 a las 5:30
am. Había protestas cerca de mi trabajo y decidí no ir, por segundo día.
Amenazaban con saquear un automercado que está al lado, en la misma cuadra de
mi oficina. La Guardia Nacional tuvo que intervenir. Mañana intentaré regresar
a trabajar. Cada día surge una complicación distinta.
Hoy es miércoles 13 de
marzo. Volví a la oficina. En la calle la gente cabizbaja y meditabunda. Nunca
nada será igual.