“No llores más nube de agua,
silencia tanta amargura.
Que toda leche da queso
Y toda pena se cura…”
Trato de consolarme pensando en esa
tonada. Canto de ordeño que es tan profundo. Se nubla un poco mi vista y aspiro
hasta que el aire lo inunda todo. Cierro los ojos y voy dejando salir ese aire que
me consuela, poco a poco.
Tiempo sin escribir. Ocupo la mente
en tantas cosas. En mi hija, una flor que ya está lejos. Luchando. haciendo su
papel de extranjera. Algo que no definen las palabras, pero se siente muy
adentro.
Leo, si, leo mucho. Escapo a esta
realidad asfixiante. Y estudio. Porque dentro de mi hay dos. Un escritor y un
ingeniero. Y cada uno reclama su tiempo. Y al templo, que es el cuerpo, no le
queda más remedio que compartir, dar a ambos de la misma agua. Un tiempo para
uno, otro tiempo para el otro, y a convivir, no queda otra.
“Aguacero, aguacero, aguacero
aguántate aguacero
mira que estoy ordeñando
a la vaquita Lucero…”
Ya no es el Cruz-Diez que adorna el
piso del aeropuerto. No. A éste no lo dejan ver las lágrimas. Y como esos
amores que ya no son, y se dejan por otro, hay un nuevo símbolo de despedida.
La Esfera de Caracas, del Maestro Jesús Soto. Marejadas de jóvenes van a diario
a despedirse de su país. Los veo de lejos y trato de no fijarme en sus caras,
no vaya a ser que reconozca a algunos y me roben unas lágrimas. Pronto estarán
navegando hacia otras tierras. Unos con más y otros con menos suerte.
Multiplicando las historias de la huida. De la diáspora. Los avatares del
camino. Las penas del alma, las propias y las ajenas.
“Lucero de la mañana
Préstame tu claridad,
Para alumbrarle los pasos
A mi amante que se va.
Caridad, Caridad, Caridad..."
Préstame tu claridad,
Para alumbrarle los pasos
A mi amante que se va.
Caridad, Caridad, Caridad..."
Y poco a poco se va inundando todo de
historias. Te lo cuentan las señoras cuyos hijos solo ven por Skype. Cuyos
nietos nunca han cargado. Los que han perdido a sus padres sin acudir a sus
entierros. Las reuniones familiares de los que se quedan. Y en otras tierras
las de los que no están. Las lágrimas de aquí y las de allá. Los que ya se
sienten de otras partes y los otros que tienen al país atragantado, y cuando
intentan sacarlo lo que hacen es llorar. Los que sienten los ruidos de los
fogones mientras caminan soñando despiertos, y los olores, y los sabores que
allá no encuentran. Los que besan otras bocas imaginando las que dejaron,
aprendiendo que no sabrán nunca a lo mismo. Los que se quedan y los que se van,
como canta Horacio Blanco.
“El que bebe agua en tapara
y se casa en tierra ajena,
No sabe si el agua es clara,
Ni si la mujer es buena.
Yerba Buena, Yerba Buena…”
El joven no se reconoce ya en estas
ruinas. Dice que se va. Que esto no es vida. Y te mira a los ojos, buscando una
respuesta que no está en ti. Nada tienes que agregar. Sabes que el día vendrá.
Lo acompañarás al aeropuerto. Y más lagrimas brotarán. Se harán promesas. Unas
verán la luz y otras nadie sabe. La última imagen será la del morral
atravesando la puerta de inmigración. Y volverás con la sensación amarga del
desprendimiento. De que ya no estás completo.
“Nube de agua Lucerito
Ya viene la mañanita
cayendo sobre el palmar.
Y el cabestrero prosigue
con su doliente cantar…
Ajáaaa…”
Y todo suponiendo que tú mismo no te
adelantes. Que el morral no sea tuyo. Un morral donde no cabe tu vida. Que va
más lleno de recuerdos que de otra cosa. Que pesa más que lo que registra la
balanza. Y no tendrás paz hasta que el joven te siga. Hasta que puedas volver a
abrazarlo en otras tierras. Extranjeros ambos. Como el cometa cuyo hilo se ha
roto y ahora vuela más allá del mar.
“Mañana cuando me vaya
quien se acordará de mi
solamente la tinaja…
Por el agua que le bebí
Lucerito,
nube de agua…”