Quisiera hacer muchas cosas pero no he podido. Tanto que leer. Pendiente es la palabra. Un paso a la vez.
Dos años sin visitar el odontólogo pesan en una persona que, como yo, come tanto dulce y no ha aprendido a cepillarse aún a los 47 años.
La dentista repite lo antes escuchado: no debes cepillarte de esa manera abrasiva. No se porqué me cuesta tanto aprenderlo. Y después lo pago en cuotas de dolor por un esmalte que ya no es tal.
Voy al dentista con mi dolor a cuestas. Casi ciego. Casi mudo. Casi sordo. El dolor es expansivo. Llega hasta el oído y prosigue su marcha destructora hasta los límites de mi cabeza, y en la parte inferior hasta el cuello.
Diagnóstico, infección en la encía, antibióticos. Después Dios dirá.
Mi historia con el dentista, o estomatólogo (como graciosamente -para mí- lo llama la amiga Martha, la cubana) es digna de una novela de Stephen King. Para mi representa el dolor y el sufrimiento en sus más terribles expresiones. El cuento es largo, no me extenderé en él, no quiero hacerlo. Recordarlo me trae a la mente una cámara de tortura; eso, nada más.
No pude llenar la planilla del impuesto. Mañana es el último día del plazo que da el gobierno. Mañana entonces pagaré, y como siempre pensaré que mi dinero no va al saco roto sino que va camino a convertirse en beneficio para mis conciudadanos. De esperanzas e ilusiones también se vive.
Como algo que ha caracterizado mi vida, soy muy reacio a seguir reglas. Lo han dicho mil veces en la televisión, como todos los años: “No lo dejes para último momento”. Pero yo no cambio. Ahora voy a dormir un poco. Mañana les sigo contando…
Pasé una noche incómoda. A pesar de los calmantes y el antibiótico, el dolor me despertó casi a las 3:00am. Son como latidos infernales, que van in crescendo sin dejarme respirar. Me levanté y fui por más calmante. Mientras hacía efecto me vine a divagar, pero los latidos no me lo permitieron. Abrí mis páginas habituales y leí (o releí) mientras pasaba la molestia. Finalmente volví a la cama.
Hoy me he levantado temprano, pendiente de la planilla del impuesto (latecomer, last day). Luego de desayunar, y tomar el antibiótico y los calmantes, me dispuse a llenarla. No tuve problemas. Me toca ir al banco a pagar. Primero una buena ducha. Sin eso no salgo porque me siento adormitado. Ya se verá después.
Salí a pagar el impuesto. El nombre le va muy bien. Suena a obligado. O algo así. El banco estaba vacío. Pocas personas, igual que en la calle. Miércoles santo. No pude pagar en el banco. Problemas con el tipo de planilla. Me indican que debo ir al SENIAT (ente recaudador). Pasé por Arábica Coffee pero no me atreví a probar café. No quise agregar calor a mis encías. Tuve miedo. Evadí el café. Cosa rara. Seguí mi camino.
Mucha gente en el SENIAT. Muy bien organizado el proceso. En tres minutos estaba sentado frente al empleado de rigor. Muestro mi planilla. Me hace preguntas. Respondo. Se cae el sistema y no puede registrarme. Menos mal que traía un libro de ingeniería (la ficción no me va con el dolor presente). Me puse a estudiar. Me dio sueño. Mucha gente alrededor. El vecino pagador, y además conversador, me aborda: “Hace años que no pagaba. Me dieron un tiro en un robo y pasé seis meses en silla de ruedas. Nadie me ayudó. Me sentí solo en el mundo. Después dejé de pagar un tiempo. Ahora estoy de vuelta”. Historias. Intuyo que quiere contarme los pormenores del robo pero, muy sutilmente, lo evado. Mi libro, la excusa perfecta. Pasa el tiempo. El sistema sigue sin funcionar. Sigo estudiando.
Finalmente se reanuda el sistema. No sé cuantos minutos llevaba frente al empleado. El quemaba el tiempo conversando por teléfono con alguien. Me indica el monto. Pago. Aún estoy bajo los efectos del calmante. Pienso en ir al supermercado. Paso antes por la tienda de CDs. No sería yo. Me hago con uno de Alcione. Me encanta su portentosa y melódica voz. Muchos años escuchándola. Veinte quizás. Ahora suena en mi auto. Mientras manejo hago percusión con la caja del CD. Me encanta Alcione. Llego al super.
Encuentro al super abarrotado de clientes. Media Caracas decidió ir allí, al mismo sitio. Pienso que el efecto del calmante está llegando a su fin. Más que pensar, lo siento en mi encía. Doy media vuelta. Regreso a casa.
En el camino las primeras puntadas. Me concentro y manejo. Alcione canta y casi no la escucho. Poco tráfico afortunadamente. Ya en casa voy con el antibiótico. Espero un rato para el calmante. Craso error. El dolor estalla de repente.
Es como una espada caliente que, saliendo de mi encía, me quema el oído por dentro, y el ardor llega hasta los confines de mi cráneo. Y abajo, hasta el cuello y la mandíbula. Me agarro la cara con ambas manos. Me duele el oído profundamente, tanto como la encía, los ojos, todo. Quiero llorar y no tengo lágrimas. Solo dolor, y más dolor. Ahí va el calmante. Tarde, muy tarde. Me duele todo el lado izquierdo de mi cara. Creo que quisiera estallar en pedazos. Me aprieto con ambas manos la cara. Respiro profundo. El dolor me mata. Mojo la encía con Listerine. Nada que se calma. Agua con sal marina. Ligeramente mejor. El calmante comienza a hacer efecto. Ya mi cara no estallará. Siento que mi cerebro se recompone muy lentamente. Vuelven los pensamientos. Extraño a Alcione. Ya pronto nos volveremos a encontrar. Si el antibiótico hace su trabajo.
¿Cuál es la función verdadera del dolor en el organismo? Mi hija dice que es avisar cuando algo anda mal en el cuerpo…aparte de destruirme mentalmente y desligarme del mundo exterior.
*Imagen: es.engadget.com