Tengo que tomar un avión a mediodía.
Cosa rara, cuando lo común era tomarlo a tempranas horas. Quizás alguien
pensaba que era la mejor forma de aprovechar el tiempo. Y de reducir los días
invertidos en el viaje. Y los costos.
No sé cómo piensa el que planea el
viaje. Antes de salir sólo llevo unos objetivos que cumplir. Y a veces, como
todo es tan aleatorio, no sé si lo voy a lograr en ese tiempo que otro ha
planeado. De repente él tampoco lo sabe.
Ahora no se vuela temprano. Muchas
veces es después del mediodía. No sé si lo que estamos es evitando a los
bandidos en la carretera al aeropuerto. Cuando ellos lo sepan cambiarán el
hábito. Todo es cuestión de costumbre. Si sobreviven.
El cielo está oscuro. Quiere llover.
Somos tres en el plan. Cuando llaman a embarcar somos dos. Alguien falta. Lo
llamo y no contesta. Una chica de la línea aérea me dice que no llegó al
aeropuerto. Llamo a Seguridad de la empresa para que rastree. No se sabe qué
puede ocurrir. Nos vamos. Ahora somos dos.
En la ciudad de destino hace calor.
El cielo está despejado. Caprichos del clima. Allá me entero que el tercer
hombre apareció. Perdió el vuelo y viene por tierra. Traerá su historia. Dejo
mis cosas en el hotel y voy a ver librerías. Es mi vicio. Hay cuatro en
cercanías. Hoy no vamos a campo. Iniciaremos mañana. Voy entonces a marcar mis
coordenadas.
La primera vende libros usados.
Quiere ser café y librería al mismo tiempo. Aún no logra ser ninguna. Los
libros expuestos no me atraen. Hay uno de Villoro. Está inmundo. Me imagino al
lector previo y lo dejo en el anaquel. Soy el único cliente. Las muchachas me miran
con un hilo de esperanza. Me paro en la puerta, sonrío y digo adiós.
La segunda vende ediciones piratas.
Lo noto como si de un billete se tratara. La luz es deficiente. Ningún vendedor
se mueve. Nadie sonríe. Tampoco hay clientes. Igual husmeo la oferta. Decido
irme. Todos inmóviles. Hay un aire fúnebre allí adentro. Nadie muestra un
diente. Ni yo.
Entro en la tercera. Es una cadena.
En Caracas hay varias. Antes se caracterizaban por las ofertas. Ya no. Mucho best seller. Buena iluminación. Hace un
frío agradable. Me quedo a temperar y a ver la oferta, aunque sé que no
encontraré novedades. Es como ver la misma librería en varios lugares. Me hace
dudar de dónde estoy. Ah, aunque postizas, también hay sonrisas. No compro
nada. Salgo.
Encuentro a la cuarta cerrada. Debo
volver al día siguiente. Hay corte de electricidad por cuatro horas. El guardia
del edificio me dice que no cree que vuelvan a abrir cuando pase el corte. Regreso
al otro día. La atiende un viejo amigo. Es de mi edad. No sé porqué me parece
conocerlo. El siempre ha dicho que no hay coincidencia. Pasa el tiempo. Vuelvo
a verlo y la sensación es la misma. ¿Viajero del tiempo? Me habla de las islas
del Caribe. Autores del Caribe. Naipaul. El intuye mi origen. La oferta es
poca. Típico de esta crisis. Pero tiene buen tino. Escojo una reedición de “Ana
Isabel, una niña decente” de Antonia Palacios. Un libro que asomó por vez
primera en 1949. Y que aún se habla de él. Es bueno. Me ha gustado mucho. Sigue
funcionando el tino de mi amigo para escoger las lecturas. Salgo contento.
Ahora tengo cuatro libros en la
maleta. Uno que terminé de leer en el viaje de ida. “Malacara” de Guillermo Fadanelli.
También llevo a “Los señores” de Gonzalo Tavares, “Los transparentes” de
Ondjaki y la novela de Antonia Palacios.
Siempre es así. Viajo con varios
libros que leo según me provoque. Y a donde voy ubico las librerías que voy
haciendo puntos obligados de paso en cada visita. Así no me gusten las visito.
Es como presentar un saludo y agradecimiento por estar ahí y ser punto de luz
en la oscuridad.
Cuando vuelvo a Caracas, vengo entonces
con dos experiencias. La real, que es la que vivo cuando me conecto con los
demás y la ficticia, que es la que proviene de mis lecturas. Dos savias que me
alimentan. A veces vivo más de la segunda.