Eduardo es Arquitecto. Es
decir, un ser que no se parece a ningún otro. No se trata de la profesión. Sino
más bien de una combinación de cosas que distinguen a un Arquitecto de
cualquier otro ser humano. La sensibilidad artística, la observación minuciosa
de los pequeños detalles, entre otras cosas.
Desde hace mucho tiempo
tiendo a asociar a los Arquitectos con los gatos. No tengo idea clara de porqué
es así, pero siento que hay algo de similitud entre ambos procederes, el humano
del Arquitecto y el gatuno.
Volviendo a Eduardo,
trabajamos juntos en una oficina de ingeniería donde el hacía las veces de
dibujante y no de arquitecto. Por la forma como dibujaba, y por ese detalle de
andar siempre con una plumilla en la mano, como retratando todo lo que decía, le
pregunté una vez si había estudiado Arquitectura, y me respondió que, en
efecto, era Arquitecto.
Yo ya lo intuía, por su
proceder gatuno, más no entendía por qué prefería dibujar. Me lo aclaró una
vez, aludiendo que ganaba más dinero por su experiencia como dibujante que por
la de Arquitecto. Además, decía, para diseñar esas estructuras cuadradas que
hacen los ingenieros en estas plantas es mejor que me quede tranquilo
dibujando, y paso menos rabia.
En cierto modo lo
entendía. Las plantas petroleras no dan pie para que el Arquitecto desarrolle
su arte. Todo es cuadrado, o plano, o demás de simple. Y mientras más rápido
realices el diseño, pues mejor para el proyecto. No había espacio para la
expansión de las ideas de Eduardo el Arquitecto.
Conversábamos mucho, de
todos los temas, pero el arte, la filosofía, la política y la literatura eran
los que llevaban la batuta.
Todos los días componíamos
y descomponíamos al país. Un día nos dio por crear una cartelera en la oficina.
En ella plasmábamos nuestros escritos sobre pensamientos y citas de gente
célebre, descubrimientos científicos, ensayos literarios extraídos de revistas
y periódicos. Todos los posts los
agregábamos de común acuerdo. Había un poco de humor en lo que escribíamos o
adosábamos. Era una ventana a nuestra expresión como personas. En ella se
reflejaba nuestra forma de ver la vida. Pero esta actividad no sustituía
nuestras conversas post almuerzo. Yo las disfrutaba muchísimo y él parecía
hacer lo propio.
Almorzábamos en casa de
una señora asturiana que quedaba cerca, a dos cuadras. La señora (María, se
llamaba) era muy exigente en la puntualidad para la llegada. Si lo hacíamos
tarde éramos objeto de recriminaciones y regaños. Sin embargo la doña entendía.
Sabía que por la naturaleza de nuestro trabajo el horario también era exigente.
Por eso, luego del regaño respectivo ponía en práctica su fino humor español.
Eduardo y yo bromeábamos con ella sin hacerla enfadar. Decíamos las cosas como
entre dientes, para que ella se viese forzada a preguntar. Y a partir de allí
entablábamos nuestro diálogo, que versaba, entre otros temas, de la comida, lo
difícil que era para ella conseguirla, traerla a la casa porque vivía sola, y
la política. En eso ella era un as, y no aceptaba contradicciones. Solía subir
el tono de la voz para insistir en sus puntos de vista, que Eduardo y yo
poníamos en duda con cierta picardía. Cuando a ella le parecía que la estábamos
contradiciendo y preguntaba, nosotros respondíamos en línea con su punto de
vista, dejándola un poco confundida, mientras nosotros nos reíamos hacia
adentro.
Ante la menor queja del
sabor de la comida nos respondía, sin titubear: “Esto no es restaurant”. Ante
la menor mención de la temperatura nos reprochaba sobre la hora en que habíamos
llegado. En realidad no es que nos importaba sino que queríamos escucharla,
hacerla molestar un poco. Y muchas veces lográbamos hacerla reír. Mucho después
nos dimos cuenta que sólo reía los días en que nos correspondía pagar y que lo
hacíamos puntualmente. Ese día era toda gracia, y hasta nos obsequiaba con
raciones adicionales de comida. Todo un poema la señora María.
Recuerdo el día en que nos
mostró donde guardaba los granos. Era un saco grande, como de 20 kilos. Le
preguntamos de cómo hacía para que a los granos no les cayeran gorgojos. Nos
explicó tranquilamente que el saco era doble. Compraba los granos en un saco y
tenía otro en casa, que estaba vacío. Lo fumigaba con insecticida y procedía a
meter el saco de los granos dentro del fumigado. La ausencia de gorgojos estaba
garantizada. Casi morimos de la impresión. Y tuvimos que callar nuestra
sorpresa porque sabíamos que la señora María era férrea ante las críticas. A
pesar de ello, nunca enfermamos mientras comimos allí.
Pronto, las anécdotas del
mediodía, en el restaurant, pasaron a ser el segmento central, y el más
entretenido de la cartelera. Algunos compañeros esperaban con ansias nuestra
redacción de las anécdotas, que solíamos hacer en conjunto al final de la faena
diaria, antes de regresar a nuestras casas.
Así de apacible transcurría
la vida en la oficina con mi amigo Eduardo.
Y llegó el tiempo en que los negocios de la empresa comenzaron a venirse a menos. Y la empresa fue reduciendo poco a poco el
personal. A Eduardo le tocó mucho antes de que yo me fuera. Eso me dolió porque
alteró una rutina muy sabrosa que llevábamos paralela al trabajo, y que
disfrutábamos muchísimo.
Yo me fui dos meses
después a otra empresa, donde a pesar de mis intentos, no logré encontrarle una
plaza. Y con ello empezó el alejamiento.
Sin embargo, Eduardo se
acercaba de vez en vez a compartir un café en las cercanías. En esos cafés
añorábamos nuestros tiempos en la oficina, y en el restaurant de la señora
María, que no era restaurant propiamente.
En algún momento se ausentó y dejó
de llamar. Y cuando lo hice, nadie contestó el teléfono de su casa. Yo sabía
que tenía una novia que era de Apure, en pleno llano venezolano. Estaba muy
enamorado y tenía planes de casarse. Comenzó a viajar a San Fernando en un
todoterreno Toyota que había comprado sin saber manejar. Le pregunté cómo había
hecho para sacarlo de agencia y me dijo que un amigo le había acompañado y lo
manejó hasta su casa, desde donde, poco a poco el empezó a tripularlo, y fue
aprendiendo sobre la marcha.
Tiempo después me encontré
con otro amigo, que también era dibujante de la oficina anterior. Fue el quien
me dio la noticia. No tenía mayores detalles, pero le dijeron que Eduardo se
había matado en la carretera hacia Apure. No supe nada de la suerte de la novia.
Y no volví a verlo, a pesar de que esperaba encontrarlo un día y que la
noticia, que nunca pude confirmar, no fuera cierta.
Por allí conservo algunos
posts de nuestra cartelera. No sé qué habrá sido de la vida de la señora María,
la asturiana que nos daba comida, pagada a plazos, en su casa que no era
restaurant. Guardo en mi memoria esos recuerdos. Están en un rincón donde la
tristeza tiene prohibido entrar. Donde solo hay alegría, anécdotas de los tres,
comiendo en el restaurant que no era tal, o bien redactando after hour los posts de la cartelera, o
conversando amenamente de lo que habíamos leído o escuchado en algún programa.
“Si tu fueras colombiano
(como él) serías del Partido Verde” solía decirme Eduardo en las tertulias. “Es
por tu personalidad.” Y yo me alegraba de que el me estudiara porque yo también
lo estudiaba a él, y a sus principios de vida, que eran los míos. Y así aprendí
también a querer a su país (Colombia), y a su ciudad natal (Bogotá).
Ahora que he podido
visitarla, caminar por sus calles, hablar con sus gentes, he sentido su
presencia, y su alegría de verme allá, con su gente, que es la mía, como la mía
(Venezuela) fue su patria (dicho por el mismo). Pisar Bogotá, muchos años
después, me hizo reencontrar con un verdadero amigo. Lo vi en todas partes, en
cada rincón, en la sonrisa de la gente y en el sabor del ajiaco santafereño.
Gracias Eduardo por recibirme y estar presente en ese homenaje a tu persona que
para mí fue visitar Bogotá.