Mar azul, abierto, tranquilo como un espejo. Brisa fresca con olor salino, aletear de gaviotas en el fondo, como música celestial, formando una orquesta con las olas, y el cielo que lo cubre todo con su azul infinito.
Mar abierto que me traes tantos recuerdos de adolescencia en las playas más hermosas que he visto. Recuerdos de color plateado en noches de luna llena, de escribir nombres en la arena, dejar que suba la marea y al día siguiente volver al lugar a cerciorarme de que aún están allí, escritos para la eternidad.
Mar azul de acompañante en faenas de pesca que, si el estómago lo permitía y los mareos cedían, se convertían en terreno fértil para la meditación y la reflexión de tantas cosas, interrumpidas solamente por el tirón de un pez que pronto dejará de serlo para convertirse en acompañante de una deliciosa ensalada.
Cielo azul que en horizonte se confunde con el mar y a veces no permite discernir dónde termina uno y comienza el otro. Azul que te pone a pensar si será el mismo cielo que observan tus amigos en otros pueblos y ciudades, o si por el contrario tendrán cielo encapotado, gris y lluvioso.
Cielo abierto, amplio e infinito que de noche se enciende en forma de luminosas estrellas situadas en galaxias innombrables y que inspiran paz, quietud, armonía con el espíritu, amor en su manifestación más simple.
Azul de cielo y de mar, contrastando con el ocre y el blanco de esta arena desde donde sentado los contemplo a ambos, junto con el viento y un pequeño cangrejo que recién afloró a acompañarnos, escuchando el rugido de las olas, y mirando la estela de espuma y el leve susurro de las burbujas estallando, me entrego a la danza del Universo.