El tiempo. Así de implacable. Nunca se detiene. Y a veces tendemos a perder el control. Sabemos cuando comienzan las cosas pero nunca cuándo ni cómo terminan.
La mayoría de las veces pensamos que vivimos en una eterna rutina donde una cadena de acontecimientos se repite sin cesar. Hasta que la vida nos demuestra que no es así.
Para esos seres privados de libertad, por errores que han cometido en sus vidas, el tiempo pasa a perder su significado primitivo, es decir, el de la duración de los acontecimientos. Ellos saben mejor que nadie cuando entran a la cárcel pero ni siquiera saben si saldrán vivos, así que para ellos, la vida es un momento a la vez, un encuentro a la vez, una simple mirada y la interpretación que se le da.
Para el piloto de un avión en problemas a diez mil metros de altura, el valor de un segundo es inmensurable. Y la velocidad en que múltiples alternativas de solución se pasan por su mente más aún. La misma velocidad en que se cotejan y desechan soluciones. Una decisión cambiará el destino de 180 personas que muchas veces ni se dan cuenta del percance.
Un hombre en caída libre, cuyo paracaídas tarda mucho en abrir, puede ver claramente los principales acontecimientos de su vida en un abrir y cerrar de ojos. La velocidad de sus pensamientos es inversamente proporcional a la velocidad en la cual caen sus lágrimas sabiendo el destino que, de no abrir el artefacto que porta en su espalda, le espera irremediablemente.
La madre que cuenta los días que faltan para el regreso de su hijo, quien presta el servicio militar en el frente de batalla, mira el reloj, y detalla cuidadosamente la fecha del mes, la hora, los minutos y hasta los segundos que transcurren mientras mantiene su mirada en la esfera del tiempo, y calcula con precisión matemática el tiempo que falta, si no hay noticias fatales, para su regreso.
El joven abandona el naufragio y se lanza en medio del río, pensando que tendrá fuerzas suficientes para llegar a la orilla, y luego de nadar y nadar un largo tiempo, y darse cuenta que la orilla aún está lejos, le fallan las fuerzas, y no sabe, en medio de su angustia, qué cosa medir: si el tiempo que le falta para tocar la orilla o el instante en que sus fuerzas menguarán y sucumbirá ante la corriente.
El amante que, luego de muchísimos intentos, por fin logra estar a solas con su amada, compartiendo sábanas en una noche interminable, con pasión desenfrenada. Una noche que ambos desearían que fuese eterna. Como en la canción de Roberto Cantoral:
"Reloj, no marques las horas, porque voy a enloquecer,
ella se irá para siempre, cuando amanezca otra vez.
No más nos queda esta noche, para vivir nuestro amor,
y tu tic-tac me recuerda, tu irremediable dolor.
Reloj, detén tu camino, porque mi vida se apaga,
ella es la estrella que alumbra mi ser,
yo sin su amor no soy nada.
Detén el tiempo en tus manos, haz esta noche perpetua,
para que nunca se vaya de mí, para que nunca amanezca."