La tristeza me toca de cerca cuando
me entero esta semana de dos amigos que se han ido, hecho que me recuerda que si algo tenemos
bien cerca, aunque no queramos mirarla, es la muerte.
La señora de la guadaña también se ha
llevado la misma semana a un médico oncólogo infantil en un hecho trágico, atribuido en principio
a la delincuencia. Cuánto daño hacen cuando se llevan a personas valiosas, que
luego hacen falta a tanta gente que las necesita para, y como en este caso,
lidiar con la enfermedad. Eso pasó con el galeno y con uno de mis amigos, que
entre otras tareas, tenía la de llevar a su esposa a la terapia donde se
recupera de un accidente cerebro vascular. Ella vive sola, y así le tocará ir a
la terapia. Los niños del hospital, que adoraban a su médico, ya no podrán
verlo más. Seguro alguien les cambia la historia, para evitar el impacto
emocional. Así las cosas, ellos nunca sabrán que se los han quitado para
siempre. Ni porqué.
Hay otra historia que no es de muerte,
que sí de separación. La de los amigos que se van del país. Cada vez son más. Y
así nos vamos quedando sin generación de relevo. Ahorita mismo, los que
quedamos hacemos malabares. Enseñamos a los más jóvenes. Pero ellos no están
pendientes de hacer una carrera aquí. Hacen las diligencias administrativas y
legales que son requeridas para cuando llegue el momento, la llamada, o el
correo con la señal de partida, que los hará marcharse y separarse de la
familia. Es preocupante cuando son tantos. Y saber lo difícil que será
recuperarse si alguna vez las cosas llegasen a cambiar.
En estos días también llovió. Fueron
dos los días. La lluvia mojó un poquito la tierra seca de tanto tiempo.
Amainaron los incendios forestales. Un poquito de agua cayó del cielo para
limpiar el aire denso del humo de los incendios. Y de una arena que, según
dicen, vino del Sahara, a través de una tormenta que la subió, y del viento que
la ayudó a cruzar el océano hacia estas tierras. La lluvia cayó y volvimos a
ver El Ávila con transparencia. Algo que ya se extrañaba. Antes de eso, se veía
como se ve a través de un vidrio sucio. La tierra aprovecho para mojarse. Las hojas
de las plantas para reverdecer un poquito.
Hoy fui al cine. Había bastante gente
allí. Se sigue confiando en el celuloide como entretenimiento. No había
película de drama en exhibición. Tocó ver una de acción. Un tanto fantasiosa. A
lo James Bond. Igual uno se divierte con el niño que aún le queda dentro.
Curiosamente, el final de la película es una despedida a uno de los actores que
murió durante el rodaje. De nuevo la muerte y sus afiladas garras, dejando
huella. En la cinta hay muchos accidentes de auto donde nadie sale mal. Unas
pocas magulladuras, la ropa rota y uno que otro raspón. Pero la realidad es
otra, menos fantasiosa, y el protagonista muere en un accidente de auto. De
aquel lado (el de la fantasía) pudo sobrevivir a aparatosos accidentes. De éste
(el de la realidad) no pudo salvarse.
Tenía un amigo, ya fallecido, que
cuando era pequeño sus padres lo dejaban mucho tiempo solo en casa, con la
única compañía del televisor. Lo dejaban encendido en un canal donde pasaban su
programa favorito de comics: Superman. Tanto le gustaba que un día sacó una
toalla roja de la alacena, se la amarró al cuello y saltó por la ventana del
apartamento. Por fortuna vivía en el primer piso. Igual, fue forzoso el
aterrizaje. Resultado: ambulancia, hospital, médicos y diagnóstico. Se
desprendió el bazo. Pudo salvarse. Esa tarde, la señora de la guadaña perdió
una batalla. Al menos una.