El mundo gira. La vida pasa sin parar. Lejos está ya la época en que como estudiantes universitarios, veíamos que el mundo giraba en torno a nuestra rebeldía juvenil, aquella que nos impedía quedarnos en la casa los fines de semana, y nos impulsaba a salir con las chicas que se atrevían a acompañarnos a interminables rondas de música, alcohol y conversaciones variopintas, que tenían como temas la solución a todos los problemas del mundo moderno, rivalizando con los taxistas y los barberos, aunque (es lo que pensábamos) nuestras ideas eran más atrevidas, más novedosas, más audaces, menos acartonadas, más revolucionarias (sin la acepción política que dicha palabra tiene actualmente).
Un día de alguna de nuestras infinitas salidas podía comenzar en un café de la universidad, cambiar de ambiente y pasar de improviso a una tasca (taberna) de Sabana Grande, hasta la madrugada, y terminar en una playa del litoral central, lavándonos la cara con agua de mar y disfrutando de la fresca brisa marina de la mañana.
En esos días no existía el teléfono celular, y me había ganado la confianza de mis padres, quienes nunca (hasta donde yo se) se angustiaron de mi desaparición de fin de semana, que muchas veces alcanzaba desde el viernes en la mañana, cuando partía a las clases, hasta el día domingo por la tarde, cuando regresaba pleno de felicidad y nuevas experiencias y cuentos por contar, “mucha tela para recortar” como diría mi madre en ese entonces.
Fue en la universidad cuando por primera vez sentí lo que significaba la independencia, establecer mi propio horario de hacer las cosas, el ser libre, poder moverme a mis anchas por el mundo, por el pequeño mundo que yo mismo me había construido, y tallado justo a mi medida.
Fueron cinco años fabulosos, donde aprendí tantas cosas de la mano de profesores magníficos unos, huraños otros, unos simpáticos, otros muy serios, o amigables, pero siempre dispuestos a incrementar nuestros conocimientos técnicos, con uno que otro “tip” sobre cosas de la vida que teníamos por delante, y que nos encontraba en plena etapa de madurez.
El día que me gradué, estuve extrañamente silencioso, nostálgico, un poco ausente. Luego de los abrazos y fotografías de rigor, para luego eternizar el momento, fuimos a cenar, mis padres, algunos amigos y yo. Bueno, no se si yo estuve allí, porque me sentía ausente, invadido por pensamientos y sentimientos encontrados. Era como ver la película de esos cinco años pasando por mi mente sin parar. Flashes de imágenes aparecían por todos los rincones de mi mente, y producían en mí sonrisas furtivas, lágrimas, momentos de seriedad, angustias vívidas, y sobre todo, unas ganas inmensas de salir corriendo a parar el mundo, rebelde aún, y volver a esos tiempos que se escapaban de mis manos sin que yo pudiese hacer nada.
Al día siguiente volví a la universidad, caminé por los pasillos, miraba los edificios e instalaciones, y ya no era lo mismo, y nunca más ha vuelto a serlo.
En alguna parte quedó esa magia que viví por tanto tiempo (nunca me senté a pensar en que algún día terminaría, dicha sea la verdad) y que me hizo sentir la vida a plenitud. Mis días de estudiante, que intento revivir cada vez que vuelvo a la universidad y camino por sus anchos pasillos, inmensos, que aún me susurran tantas anécdotas ocurridas en éste o aquel lugar y me alborotan los recuerdos.
*Fotografía del Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, con los famosos platos de Alexander Calder, via photobucket.com