Felipe prosperó como comerciante y gracias a su energía y actividad emprendedora el negocio fue creciendo, hasta que decidió invertir en un local más grande en un nuevo vecindario, del cual yo casualmente formaba parte.
Y había de todo como en botica en ese vecindario. Gente buena, gente mala, estudiantes, amas de casa, empleados de gobierno, obreros, abogados, había de todo.
Felipe estaba realmente emocionado, porque tenía ante sí un mercado cautivo. Pero en el fondo Felipe no entendía bien la materia de los negocios. Felipe, más que un comerciante era un amigo, un compadre, un abuelo, un papá, un vecino. Por allí comenzó todo.
“Felipe, quiero comprar varias cosas para la casa, te pago el quince”. Y el hermano Felipe: “¿Cómo no? Pasa y coge lo que necesites, y al final te saco la cuenta y te anoto en esta lista.” Y Felipe comenzó a hacer la gran lista. En ella escribía: “Sr. Fulano, tanto, paga el quince. Sra. Zutana, tanto, paga el viernes. Sr. Florindo, tanto, paga el lunes (cobra los lunes)”, y así la lista se fue extendiendo poco a poco.
Los días fueron pasando plácidamente en el vecindario, con los problemas cotidianos típicos de cuando éramos felices y no lo sabíamos. Pero no todo es felicidad en este mundo tan variado en el que vivimos. La contabilidad le comenzó a fallar a Felipe. Las cifras de la lista superaron con creces a las que entraban a la caja en forma de pagos, muy a pesar de que Felipe, más a manera de costumbre que de aprendizaje, tenía detrás de su puesto en la caja registradora, aquellos famosos retratos en los que aparece el señor flaco y con ojos tristes que vendió a crédito, y a su lado el gordito rozagante que vendió al contado, y el letrero, también popular, que rezaba “Hoy no se fía, mañana si”, claro, todo a manera de costumbre, nada que ver con la dura realidad.
Y llegó el día en que al familiar Felipe le tocó salir a cobrar. Quienes le adeudaban lo veían a lo lejos y cambiaban de acera con rapidez infinita hasta desaparecerse en la multitud.
Un buen día, antes de iniciar una de sus salidas, observó que se acercaba la señora Zutana. La veía venir a lo lejos y sus ojos brillaban mientras pensaba “Voy a cobrar, por fin, qué bueno”. Zutana hacía acto de presencia en un negocio al que hacía tiempo no visitaba, sino que enviaba a sus hijos con los respectivos encargos, eso sí, nada de dinero: “¡Hola Felipe! Los muchachos te mandan la bendición. Voy a entrar a comprar algunas cositas”. Y Felipe, en un principio confundido, pero al final sonriente y esperanzado, musitó: “¿Cómo no? Pase adelante. Usted está en su casa”. Y Zutana pasaba, lo que no había hecho en días, como si nada, y se abastecía de nuevo. Finalmente al llegar a la caja, con voz queda, le dijo: “Felipe, sabes que cobré pero no me alcanzó, tú sabes, el apartamento se lo llevó todo, ¡esa deuda nos va a matar! …pero te pago el último, tú sabes que eso es seguro”. Y el bonachón de Felipe: “Aaaah, tranquila Zutanita, tu sabes que tu eres de la casa, por allí pasaron tus hijos esta mañana y se llevaron unos refrescos, y también han venido de tu parte a llevarse cosas que también te las he anotado en la lista”. Zutana, un tanto indiferente, pero eso sí, muy contenta con el crédito recién obtenido contestaba: “Tranquilo que eso está seguro para el último, también”.
Y así fueron pasando los meses. Felipe, en su afán de diversificar el negocio para de alguna forma revertir las morosidad obtuvo una licencia de expendio de licores. Y comenzó a vender cervezas. Algunas a crédito, claro, se trataba de sus amigos, casi familia. Los viernes, el negocio de Felipe comenzó a presentar una clientela inusitada, caracterizada por unas bolsas de papel en las manos, dentro de las cuales se ocultaba un líquido embotellado, amarillo y espumoso, que minutos antes reposaba a baja temperatura en la poderosa nevera nueva de Felipe, que también la adquirió a crédito (también tenía derecho) a un paisano que confiaba plenamente en él.
Cada uno de esos viernes, al final de la jornada, se escuchaba repetidamente la frase: “Anótame otra caja Felipe”, y cada quién como perro por su casa salía con las cajas del liquido espumante hacia el festejo de turno, o bien a disfrutar en compañía del juego del momento. Y Felipe anotando, y anotando.
Su hija estudiaba conmigo en la escuela del vecindario, y éramos como primos. Porque, como dije antes, Felipe era un padre, un tío, un hermano, un compadre para todos. Y Mariela era mi prima putativa, más que mi amiga.
Como siempre he sido un tío muy observador, comencé a contemplar el rostro de Mariela entristecido, desencajado, no la cara alegre a la que estaba acostumbrado.
“Mariela, ¿Qué te pasa? Te veo como triste”. “No, chico, no es nada, son cosas de mujeres”, y a buen entendedor… Pero sucede que pasaban los días y la cara de Mariela nada que mejoraba. Y nada que me decía, por lo que dejé de preguntar para no pasar por impertinente.
Un día cualquiera, muy soleado, estábamos en el receso de clases, y escuchamos unos gritos e improperios en la calle. Yo miré hacia el lugar de la escena, desde dentro de la escuela, y reconocí rápidamente a los personajes en pugna. Eran Felipe y Zutana, discutiendo acaloradamente. Todos los alumnos de la escuela se percataron del hecho y miraban la escena, con tristeza algunos, con preocupación otros, porque no todos conocían a Felipe y a Zutana, como yo, porque no formaban parte del vecindario.
Zutana insultaba a Felipe con palabras soeces que nunca antes yo había escuchado. No voy a repetir aquí el tenor de los insultos. No viene al caso. Solo puedo agregar que lo único que le escuché a Felipe, entre la lluvia de frases groseras que recibía, era una sola palabra: “¡Págame!”, la cual pronunció repetidas veces entre el vendaval de ofensas.
Cuando terminó el receso, y volvimos al salón de clases, busqué a Mariela, y la encontré en el salón de clases, con los ojos llenos de lágrimas. Me ocultó la mirada por la vergüenza que sentía en el momento. Aprovechamos la breve ausencia de la maestra y los demás alumnos, debido al receso, y conversamos un poco. Me senté a su lado a consolarla. Ella me decía, entre sollozos: “No es posible, luego de todo lo que les ha dado”. Yo le contestaba: “Tranquila Mariela, hay gente así, afortunadamente no todos somos iguales”. Fue cuando me confesó: “Papá no quiere que digamos nada, no se quiere meter en mayores problemas, pero son muchos los casos, y lo van llevando a la quiebra, y es él quien nos mantiene”. Me dolió mucho escuchar eso. Más me dolió saber que la agonía duró muy poco, y al cabo de un tiempo Felipe fue embargado por sus acreedores y perdió todo lo que tenía.
Nunca más vi lo volví a ver, ni a su esposa, mucho menos a los hijos. Su casa de habitación no estaba ubicada en el vecindario, pero prácticamente vivían en él. Luego de ocurridos los hechos Mariela no regresó más a clases. Supe que retiraron sus documentos de la escuela.
Felipe era un hombre bueno, demasiado bueno. Confiado. Y eso fue precisamente lo que determinó su destino como comerciante. Eso y la mala fe de algunos vecinos que hasta hace poco eran sus amigos, hijos, sobrinos, compadres o hermanos, y mios también, pero en falsedad.