La
conocí en Araya. Antes de que todo sucediera tuve la intuición de que algo
como eso iba a pasar. En el momento no sabes con quién, ni cómo, mucho menos
cuándo, pero hay algo que precede al encuentro.
Yo
había venido por segunda vez a esta playa hermosa, fascinado por la variedad
del turquesa y el verde que pone ante mis ojos el mar; por lo bonita que se ven
las aguas en el mar tranquilo de la tarde; por la arena blanca que contrasta en
la orilla.
Estoy
solo, bajo una sombrilla grande, sentado frente a una mesa con una cerveza y
dos libros haciéndome compañía.
Mientras el sol baja y la intensidad del calor
hace lo mismo, yo leo a ratos mientras contemplo la escena natural para
grabarla nítida en mi retína. Me había llevado “1Q84” de Murakami y “Los platos
del diablo” de Eduardo Liendo. Leía un poco de uno y algo del otro cuando
escuché su voz a mi espalda.
“¿Que
lees?”, inquirió. Por el tono supe que era mujer, y, acto seguido volteé a
mirarla. Contemporánea, pensé. No me miraba a mí sino a mis libros. Se acercó
hasta la mesa y tomó uno de ellos, hojeándolo mientras indagaba sobre mi
lectura.
Yo
no miraba los libros sino a ella, y escuchaba su hermoso tono de voz, al tiempo
que respondía sus inquietudes. Me contó que también había sido seducida por la
lectura pero que allí, en Araya, no eran muchos los libros que llegaban a sus
manos.
Tomó
una silla y en confianza se sentó a escucharme. Yo comentaba mis impresiones de
cada uno de los libros, de mi sorpresa por el libro de Liendo, de mi admiración
por Murakami, y ella escuchaba con atención.
Luego
la conversación se extendió a otros temas de la vida, al amor. Y no sé porqué
me sentí en confianza para intercambiar con ella partes importantes de mi
historia personal, igual que ella de la suya.
Supe
que se casó a los 16, siendo apenas una niña, con un hombre mayor que ella. No
tenía idea de lo que era amor y tampoco pudo llegar a saberlo en la unión.
Conoció de lujos, de manicure, de pedicure, de salsas para pastas y de
ossobuco, de panettone y tiramisú, pero no de amores.
Aislamiento
fue la palabra más cercana mientras veía la vida transcurrir a escondidas, a través
de la ventana. Veía pasar rebosantes de felicidad a las que fueron sus amigas
de la escuela, con los amigos del pueblo, tras la cortina pues se moría de la
pena de ser vista por ellos, convidada y no poder salir.
“Amor,
hay fiesta en la plaza, ¿podemos ir?”, le decía al italiano en un vano intento
por escuchar de cerca a sus amigas y ver el mundo desde un lugar distinto a la
ventana furtiva. Un no como respuesta se hizo común, y cuando intentó alguna
vez ir sola la paralizó un “Si sales por esa puerta no vuelves a entrar jamás”.
De
lejos oía la fiesta, y las risas, y los imaginaba bailando y bebiendo, en una
experiencia que nunca pudo compartir.
Estuvo
nueve años prisionera y durante el confinamiento llegaron dos hijos que le
alegraron en parte la vida pero no aliviaron la sensación de aislamiento.
Hasta
que un día decidió extender sus alas y volar, con sus pensamientos claros en
que nacemos para ser libres.
Antes
de traspasar el umbral de la prisión había viajado, me contó, a través de los
libros. Fueron ellos los que le enseñaron el valor de la libertad. A través de
ellos, me dijo, “Conocí cada rue y cada caffé de Paris. Soy capaz de ir y
decirte dónde están los más famosos, ya Hemingway me los mostró”. Yo escuchaba
absorto, con el ruido del mar como fondo musical.
Conoció
una buena parte de mi vida, que resumí como pude, sabiendo que el momento es
ahora y no se sabe si pueda repetirse. Y preguntaba, se interesaba, reímos y
lloramos juntos. Me contó que volvió a casarse, pero esta vez sí se sintió
comprendida, libre, mujer. Conoció el orgasmo y también supo, tristemente, que
muchas de sus amigas se iban a morir sin conocerlo. Su pareja es un artista
plástico y es músico también.
En
algún momento de la cháchara se acercó hasta nosotros y lo pude conocer. Creí
ver en su rostro (¿ideas mías?) el desagrado que le causó el tiempo y el
interés que su mujer me había dedicado. Luego se fueron. Ella se atrevió a
preguntarme si volvería luego de regresar a Caracas. Cuando lo afirmé me dijo
“Me traes un libro”.
Al
día siguiente el cielo de Cumaná amaneció despejado augurando un día bonito, y
regresé a Araya.
Estando
en la playa pude verla de nuevo, a cierta distancia. La saludé con la mano y
correspondió tímidamente al saludo, sin acercarse. Su expresión facial, aunque
lejana, dijo mucho.
No era idea mía la impresión que tuve cuando conocí a su
pareja. Eran celos en su mirada. Momentos bonitos como ese quedan para siempre
en la memoria de ambos. Allí, donde florecen los pensamientos, que es donde
mejor se siente la libertad.