¡Hola a todos! Aquí estoy de nuevo, comprobando que han estado por aquí, como siempre, trayendo su buena vibra.
Como ya les expliqué en el post anterior, estoy cargado de trabajo, por lo cual se me hace un poco difícil “bloguear” durante la semana. Pero he aquí, que Dios nos regaló el fin de semana, el cual aprovecho para hacer otras actividades que me permiten desahogar mi mente de los problemas típicos de la ingeniería.
A pesar de la gran cantidad de trabajo pendiente, las dos últimas semanas me han dejado una gran alegría y satisfacción, porque pude encontrarme con tres grandes amigos, con los cuales no me reunía desde hace quince años, en el caso de dos de ellos, y con el otro tenía como unos cuatro años sin vernos y hablar. Es impresionante saber como, a pesar de la distancia y el tiempo, las amistades bien cultivadas se mantienen con los años.
Uno de ellos siempre me hablaba de su pequeñita de seis años, de la forma cómo la consentía a diario, los cuentos de la espera al lado de la puerta, los abrazos y el compartir los dulces y caramelos con ella. Pues la niña ya tiene 21 años, y hasta novio tiene. ¡Cómo pasa el tiempo!
Con el otro, la última vez que nos habíamos encontrado, el estaba dirigiendo la construcción de un puente, mientras que yo coordinaba la construcción de una tubería, un acueducto. Recuerdo que nos encontramos en un sitio, en medio de la nada, donde se podía comer con algo de decencia. Allí, comiendo aprisa para volver a los compromisos de trabajo, nos encontramos, nos sentamos en la misma mesa y compartimos una larga conversa. Ayer nos abrazamos como hermanos, como grandes amigos, pude conocer a su familia, muy bonita, e intercambiamos teléfonos para cuadrar futuros encuentros, prometiendo no dejar pasar tanto para el próximo encuentro, que, con seguridad, será familiar.
El tercer amigo lo fui a buscar directamente a su casa, después de muchos intentos por comunicarme con él a través de su teléfono residencial. Qué de cosas pueden pasar en cuatro años. Me encontré con la noticia de la muerte de su madre, oriunda de Cataluña, que como era común en aquellos tiempos fungía también de madre de todos nosotros, los compañeros universitarios, como mi madre, que aún recuerda a mis compañeros como hijos suyos. Recordé en ese momento aquella canción que dice:
“Murió mi madre, yo estaba ausente,
yo ausente estaba, yo no la ví,
pero dijo mi padre que en su agonía de muerte
alzó su mano, y me bendijo a mi.”
Resulta que mi amigo, antes de ser ingeniero, era carpintero, afición que desarrolló con un amigo de su padre, que tenía una carpintería, y le enseñó a trabajar la madera. El alumno terminó aventajando al maestro, y, a pesar de haberse graduado de ingeniero, decidió ejercer la primera de sus pasiones.
Tuve la dicha de contemplar sus obras, cocinas empotradas maravillosas, creadas en conjunto entre él y los propietarios, quienes quedaban muy satisfechos con el trabajo. Cuando fui a verlo, me enteré con tristeza, de que padece de cáncer, enfermedad con la que batalla exitosamente, con la misma entereza que le he conocido siempre, con la que, a partir de un montón de madera apilada, pudo hacer obras maestras de cocinas, bibliotecas, puertas y tantas obras de calidad insuperable. Fuimos juntos a tomar un café al prestigioso Vómero, que queda cerca de su casa, y aprovechamos para visitar la biblioteca del colegio “Francia”, obra suya que me deslumbró y que mostraré próximamente en un reportaje fotográfico.
La amistad verdadera es una bendición, algo que permanece intacto, a pesar de los años y los acontecimientos, y que proporciona una gran satisfacción, aquella que sólo sabe quien la ha vivido.
*La fotografía: mi biblioteca, obra de mi amigo carpintero, José María Planas.
Como ya les expliqué en el post anterior, estoy cargado de trabajo, por lo cual se me hace un poco difícil “bloguear” durante la semana. Pero he aquí, que Dios nos regaló el fin de semana, el cual aprovecho para hacer otras actividades que me permiten desahogar mi mente de los problemas típicos de la ingeniería.
A pesar de la gran cantidad de trabajo pendiente, las dos últimas semanas me han dejado una gran alegría y satisfacción, porque pude encontrarme con tres grandes amigos, con los cuales no me reunía desde hace quince años, en el caso de dos de ellos, y con el otro tenía como unos cuatro años sin vernos y hablar. Es impresionante saber como, a pesar de la distancia y el tiempo, las amistades bien cultivadas se mantienen con los años.
Uno de ellos siempre me hablaba de su pequeñita de seis años, de la forma cómo la consentía a diario, los cuentos de la espera al lado de la puerta, los abrazos y el compartir los dulces y caramelos con ella. Pues la niña ya tiene 21 años, y hasta novio tiene. ¡Cómo pasa el tiempo!
Con el otro, la última vez que nos habíamos encontrado, el estaba dirigiendo la construcción de un puente, mientras que yo coordinaba la construcción de una tubería, un acueducto. Recuerdo que nos encontramos en un sitio, en medio de la nada, donde se podía comer con algo de decencia. Allí, comiendo aprisa para volver a los compromisos de trabajo, nos encontramos, nos sentamos en la misma mesa y compartimos una larga conversa. Ayer nos abrazamos como hermanos, como grandes amigos, pude conocer a su familia, muy bonita, e intercambiamos teléfonos para cuadrar futuros encuentros, prometiendo no dejar pasar tanto para el próximo encuentro, que, con seguridad, será familiar.
El tercer amigo lo fui a buscar directamente a su casa, después de muchos intentos por comunicarme con él a través de su teléfono residencial. Qué de cosas pueden pasar en cuatro años. Me encontré con la noticia de la muerte de su madre, oriunda de Cataluña, que como era común en aquellos tiempos fungía también de madre de todos nosotros, los compañeros universitarios, como mi madre, que aún recuerda a mis compañeros como hijos suyos. Recordé en ese momento aquella canción que dice:
“Murió mi madre, yo estaba ausente,
yo ausente estaba, yo no la ví,
pero dijo mi padre que en su agonía de muerte
alzó su mano, y me bendijo a mi.”
Resulta que mi amigo, antes de ser ingeniero, era carpintero, afición que desarrolló con un amigo de su padre, que tenía una carpintería, y le enseñó a trabajar la madera. El alumno terminó aventajando al maestro, y, a pesar de haberse graduado de ingeniero, decidió ejercer la primera de sus pasiones.
Tuve la dicha de contemplar sus obras, cocinas empotradas maravillosas, creadas en conjunto entre él y los propietarios, quienes quedaban muy satisfechos con el trabajo. Cuando fui a verlo, me enteré con tristeza, de que padece de cáncer, enfermedad con la que batalla exitosamente, con la misma entereza que le he conocido siempre, con la que, a partir de un montón de madera apilada, pudo hacer obras maestras de cocinas, bibliotecas, puertas y tantas obras de calidad insuperable. Fuimos juntos a tomar un café al prestigioso Vómero, que queda cerca de su casa, y aprovechamos para visitar la biblioteca del colegio “Francia”, obra suya que me deslumbró y que mostraré próximamente en un reportaje fotográfico.
La amistad verdadera es una bendición, algo que permanece intacto, a pesar de los años y los acontecimientos, y que proporciona una gran satisfacción, aquella que sólo sabe quien la ha vivido.
*La fotografía: mi biblioteca, obra de mi amigo carpintero, José María Planas.