Ya estaba allí cuando llegué. Apenas
se hizo notar. De color negro azabache. Echada en la acera, como agazapada. Una
presencia nueva en el vecindario.
—¿De quién es? —pregunté al
vigilante.
—No lo sé, llegó esta mañana y se
sentó allí, desde entonces no se ha movido.
Estaba sentada al borde de la acera, cabeza
erguida, atenta a todo. La miré bien. Ojos tristes.
—La han abandonado —le dije al
vigilante. Se le ve en los ojos.
Al día siguiente me vine más temprano
de la oficina, con la curiosidad a millón. Y si, estaba aún allí, sentada. Los
mismos ojos tristes. Me estacioné y me bajé. Quise acercarme.
Ella me vio aproximar, sin hacer
gesto alguno. Le dije que era bella, muy bella, que lo sentía, que entendía su
situación.
El vigilante me dijo que le habían
dado comida a hurtadillas, porque la asociación de vecinos no estaba de acuerdo
con su presencia.
—Déjenla quieta allí, suficiente con
que la hayan botado de su casa —dije.
En la calle donde vivo hay unos seis
edificios. Y vive mucha gente que ama a los perros. Imagino que cada uno fue
pasando, y preguntando, y colaborando.
Poco a poco fui notando los cambios.
Un día la vi más limpia. Como recién bañadita. Luego me dijeron que la habían
llevado al veterinario. Después un espectacular collar rojo. La confianza con
los vecinos no tardó en aparecer. Vi que le gustaban los niños. Quizás en su
casa previa convivía con niños. Se notaba la inclinación hacia ellos. —¿La van
a echar? —pregunté al vigilante.
— No, como que se queda. No han
venido más.
Y así fue como mi Muñeca encontró un
nuevo hogar. Después del abandono de una familia, sus primeros amores, que tal
vez ya no estaban en el país.
Luego vi que le pusieron un nombre.
Jackie. Para todos, Jackie. Menos para mi. No me gustó ese nombre. La bauticé
Muñeca. Lo siento, pero es lo que viene a mi mente cuando la veo.
Había dos vigilantes en la garita.
Uno joven y uno viejo. Y, como suele suceder, con uno de ellos tenía más
empatía que con el otro. Es cuestión de química. Con el joven se entendía más.
Cuando uno estaba de guardia, el otro no estaba en la garita. Y la cara de
Muñeca cambiaba. Le gustaba más el joven. Aunque el viejo la trataba bien. Pero
es cuestión de entendimiento entre dos seres.
Conmigo fue especial después del
primer día, en el cual solo nos miramos, y tratamos de comprendernos sin
acercarnos mucho, sin tocarnos, solo con la mirada. Funcionó.
La segunda vez que vine se acercó
espontáneamente. Allí si hubo caricias. Y una buena conversa. Le dije que ellos
se habían ido, la habían dejado sola, y si no hubiese sido así, ella no habría aterrizado
aquí y no estuviéramos conversando. Solo me miraba. Como asintiendo.
Un año pasó rápido. En ese período
fue esterilizada, se repuso bastante, la mirada triste cambió poco a poco a una
miradita alegre, de perra bien tratada y consentida. Pude ver que salía de la
garita con vecinos, que se la llevaban por ratos a sus casas. Luego volvía.
Caminaba a sus anchas por la calle, y entraba y salía de los edificios de
manera natural. Hizo de la calle su nueva casa.
Un día me enteré que el vigilante
joven se marchó. Dejó el trabajo. Reapareció en Muñeca su semblante triste.
Conversé con el vigilante viejo acerca de las pérdidas. De cómo la afectaban,
recordando a la familia que la abandonó.
Imagino que el vigilante joven quería
llevársela. Pero hay que tener recursos para mantener a una mascota. Tal vez no
los tenía. Quizá lloró en su despedida. Los perros tienen un sexto sentido
para saber cuándo alguien se va y no volverá. Tal vez lloraron ambos. No se
supo.
El vigilante viejo hizo esfuerzos por
recuperarla de la segunda pérdida. Tuvo éxito a medias. Yo también ayudé.
Decidí bajarme todas las tardes y acariciarla un rato. Ella se volteaba para
que acariciara su vientre. Es el lenguaje del amor entre dos que se comprenden.
No me importaba pasar media hora allí, sentado en el piso, acariciando y
conversando.
Un día pasé y no estaba. Pregunté y me
dijo el vigilante que se había ido con un vecino a su casa, que más tarde
volvería. Y así fue, porque luego volví a verla en la garita. Y vi vecinos
visitándola allí. Pendientes de ella. Le traían comida.
Volvió a estar bien luego de dos
pérdidas familiares. La carita triste recuperó la alegría.
De vez en cuando me bajaba a
acariciarla. Sé que ella lo necesita. Y yo también.
Esta semana, me dieron la noticia de
que habían cambiado la compañía de vigilancia de la garita de la entrada. Un
frío me recorrió el cuerpo. Quise pensar que, aunque la compañía había
cambiado, mantendría al vigilante viejo en su puesto de vigía. Pero no. Pasé y
vi a un vigilante joven, con otro uniforme. Le pregunté por Muñeca y me la
señaló, acostada sobre su manta, dentro de la garita. La llamé, y sin moverse,
apenas me miró a través de unos ojos tristes que ya me eran familiares. Estaba
muy deprimida.
Ahora paso y me bajo cada vez que
puedo. Ella viene hacia mi para que la acaricie un rato y le diga cosas. Cosas
que quizás no tienen sentido para ella. Porque igual ya sabe que los humanos
son seres que vienen y van. Sin apego. Seres que rompen corazones, a veces
hasta sin proponérselo.
Noto ahora un cierto cambio en su
mirada. Como más seria, diría yo. Más seca. Yo la acaricio y le digo que la
amo. Y pienso que yo podría en algún momento ingresar a la lista de los que
estuvieron y ya no están. De los que aparentaron amarla, que sí la amo, pero
luego se fueron sin dejar huella. Y esa visión me pone triste.