Viviendo en una época donde cada vez que tratas de localizar a alguien te estrellas contra un “se fue del país”, te vas dando cuenta rápido que tu círculo de amistades y conexiones profesionales se ha ido limitando y con ello tus capacidades de hacer propuestas o negocios se cierran bastante.
Es como un virus, que va atacando lentamente. Y así, sin que lo notes, te vas quedando en soledad. Hoy fui a dos librerías y no vi ninguna novedad. La historia se repite. No están tampoco los que te atendían en un negocio que frecuentas. Ni el que barre la calle, ni el señor del kiosco.
En el supermercado no
encuentras ese ingrediente que necesitas para hacer un plato. Cuesta ubicarlo,
y cuando lo haces te advierten que es lo que queda en existencia, que no
esperes verlo cuando regreses. Y así, poco a poco, nos vamos convirtiendo en el
país del “no está” o del “no hay”.
En estos días
intentamos hacer una reunión de amigos que estudiábamos en el mismo sitio
durante nuestra época universitaria, sólo para darnos cuenta que íbamos a
asistir únicamente los que aún quedamos en el país. Varios se habían ido. Algunos
recientemente.
Al principio se decía
que se iban los buenos, los imprescindibles. Resulta que ahora se van ellos y
también los otros, incluidos los simpatizantes del partido de gobierno y aquellos
de los que se decía que no iban a servir para nada. Pareciera que nadie quiere
quedarse, ni siquiera a apagar la luz.
Cada uno de los que va
partiendo, va consolando a los que se quedan, diciendo que estarán cerca a
través de las redes sociales, lo cual termina siendo incierto, porque al llegar
a sus nuevos países de acogida, cambian las costumbres, las maneras, los usos,
las estaciones, la ruta del trabajo y hasta la manera de expresarse en un mismo
idioma. Al final la persona termina absorbida en su nueva realidad y el
contacto por las redes va quedando apenas para los familiares cercanos.
El librero con el que
me gustaba conversar sobre cierto autor está en Medellín. El otro con el que
contrastaba la opinión sobre un libro antes de comprarlo está en Argentina. El
que le gustaba la literatura de los beatniks está en Chile. Y así van cambiando
las costumbres y los usos en todos los ámbitos.
Los cuentos que se
oyen son como de la cripta. Jóvenes que se arriesgan a viajar a Chile en
autobús a través de una ruta que los lleva a Brasil, Bolivia y Chile solo
porque el costo es menor que viajar a través de Colombia, Ecuador y Perú.
Alguien de mi edad debe pasar dos días durmiendo al llegar, producto del enorme
cansancio que genera la larga travesía.
Me cuenta una amiga
que su hijo emigró a la isla de Malta, en el Mediterráneo. Allá se encontró en
los tres días que siguieron a su llegada a tres amigos de la infancia que
habían vivido en el mismo barrio de Caracas. Tal parece que donde quiera que
vayas vas a encontrar a un venezolano que ha emigrado de su país.
Emigrar es tan común y
cotidiano que ya ni se cuenta a las amistades. La gente se va y ya. No avisa.
La cantidad no disminuye. A pesar de los cuentos de los que no han podido
“hacer” el nuevo país. Nada los amilana. Ni siquiera el desconocimiento de la
situación laboral en el país de destino. Lo llaman “irse al rompe”, es decir,
con rumbo a lo desconocido. Hay páginas web de los que han hecho la travesía,
advirtiendo a los recién llegados sobre los peligros e inconvenientes que le
esperan y la manera de solventarlos. Todo un manual en constante desarrollo.
Muchos han logrado
insertarse en sus nuevas sociedades como uno más. Otros están sufriendo en
carne propia lo que significa ser extranjero. Y cada vez son menos los que no
están dispuestos a vivir la experiencia. Hay mucha búsqueda de información
relativa al vivir en el exterior. Los pros y los contras. Mucha gente midiendo
los riesgos. Basta ir un día cualquiera al aeropuerto internacional para saber
quién está ganando la partida.
Es como los elefantes,
que antes estaban tranquilos en la pradera, como en una fotografía, y ahora van
con todo, entre el ruido y el polvo, en una gran estampida…
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