Los
días de diciembre en Caracas son a mi entender los más bonitos del año. Para
empezar el cielo toma una coloración azul muy intensa. Las nubes se esconden.
La luz solar se incrementa y el Ávila acrecienta la variedad de verdes,
dependiendo de la incidencia de los rayos solares.
No
importa lo que suceda abajo, el caos de la ciudad y sus habitantes, el tráfico,
el deterioro de las fachadas de las casas. No importa. Cuando la miras de
lejos, desde un punto alto. Cuando contemplas el valle en su extensión, no
puedes hacer otra cosa que admirar la belleza que el Ávila le da a mi ciudad.
Casi
siempre hay unas lluvias que vienen rezagadas y caen sin compasión sobre el
valle en los meses de octubre y noviembre. La naturaleza reacciona muy rápido y
lo que hacía poco estaba amarillo se pone verde, como si supiera que viene
diciembre y no quisiera que se le viese opaco y apagado.
El
clima mejora mucho. La brisa fresca es omnipresente.
Lo
malo está abajo. Dentro del valle. Mucha violencia. Agitación. Sensación de
intranquilidad. Criminalidad. Contaminación. Caras largas. Incertidumbre.
Basta
mirar al norte para mantener la esperanza. Solo mirar el cielo azul para
proveerse de una energía divina. Aires frescos de cambio que insisten en darnos
un mensaje entre líneas.
Y
abajo, justo en medio de ese caos, hay puntos que oxigenan. Como las librerías
que permanecen. A pesar del desastre se alzan como el Quijote a luchar contra
los molinos de viento… y de fuego.
Muy
a pesar de ese caos, hay gente que el solo hecho de conocerlas te hace repensar
el desastre, que te reconfigura y te carga de buena energía. Esa gente está
allí, en el medio, resistiendo los embates, y al mismo tiempo disfrutando los
colores que los rayos del sol y las nubes le dan a nuestro Ávila.
Es
Caracas en diciembre. Es esa ciudad con la que el caos aún no ha podido.
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