Ruido de
fondo del mar batiéndose contra las piedras del malecón. Me salpica el agua y
me refresca al mismo tiempo. El calor y la humedad en una noche de poca brisa
amenazan con sofocarme. Menos mal que está el mojito con hielo para salvarme,
ah, y el rocío proveniente del batir de las olas en las piedras, que me baña a
ratos de olor a mar mientras camino.
Del otro
lado la hilera de edificios en la oscuridad de la noche, compitiendo con sus oscuras
y vetustas siluetas con las estrellas de un cielo completamente despejado.
Edificios inertes, cuyos silencios gritan al unísono, como ruido de mil voces con
bastante que decir, voces que aunque no sean escuchadas dicen muchísimo, y si acaso
lo fuesen, la gente igual calla y es prudente. Todos menos Orestes. Excepto
hoy, que lo encuentro en silencio.
Está sentado
sobre el propio malecón. De él se dice que estaba allí aún antes de que el mar
existiera. Y sigue estando.
Contempla el
mar ad infinítum, sin perturbarse, inmerso en sus pensamientos. Ni siquiera se
inmuta cuando me le acerco.
Solo cuando
lo tengo a tiro me doy cuenta que tiene un radio a su lado, y una fina melodía,
fiel a sus oídos, se debate con el batir de las olas en la noche oscura. Es
Chan Chan, de Compay Segundo. La reconozco en el instante en que las mismas olas
también se detuvieron a escuchar.
“De Alto Cedro voy para Marcané.
Llego a Cueto, voy para Mayarí…”
Repica el
tres y la trompeta se deja colar en la poca brisa del lugar. Orestes mueve los
dedos levemente, como marcando el compás, inmerso como ha estado en sus
cavilaciones.
Epa Orestes –lo
saludo –¿Cómo anda todo?
Un “umjúuu”
más bien nasal es todo lo que recibo de respuesta.
Ese “umjú” quiere decir todo
y nada al mismo tiempo.
“El cariño que te tengo
No te lo puedo negar
Se me sale la babita
Yo no lo puedo evitar…”
Orestes es
todo canas, todo sapiencia, todo sencillez en la piel agrietada por el sol, en
los ojos que miran al infinito, en sus manos con cicatrices derivadas de duras
faenas de pesca.
Palmea mi
pierna sin desviar la mirada y continúa silente, como esperando una respuesta
que no acaba de venir con el vaivén de las olas.
“Cuando Juanica y Chan Chan
En el mar cernían arena
Como sacudía el 'jibe'
A Chan Chan le daba pena…”
El radio
transistor es pequeño, y de vez en cuando parece perder la onda, pero vuelve
con renovados bríos, dejando a Compay Segundo y su tres cubano dominando sobre
el rugir del oleaje.
La brisa ha
vuelto desde el inmenso mar, y ahora es menor el sofoco que provoca la humedad.
El olor a mar lo cubre todo, excepto cuando la brisa cambia, vira paralela al
malecón, y me trae el olor de Orestes, olor a barco pesquero, a óxido, a escama
de pescado, a salitre, a almizcle y tela vieja, mojada y vuelta a secar mil
veces en agua de mar.
“Limpia el camino de pajas
Que yo me quiero sentar
En aquel tronco que veo
Y así no puedo llegar…”
El viejo
descansa, sentado en el malecón, en una noche interminable, sin tiempo,
buscando respuestas al sentido de la vida, esperando que el mar, que todo le ha
dado, se las traiga y las deje sobre la arena húmeda. Son respuestas que han
ido quedando a lo largo de inmensas faenas, en el mar y fuera de él, sobre
adónde se habrá ido su mujer, dónde vive ahora, si es que vive, ella, que un
día se fue mientras él estaba de faena, para más nunca volver, sin dejar
huellas visibles, dejando toda su ropa y pertenencias, ni una carta, nada.
Nunca más se supo de ella y la leyenda se ha alimentado desde entonces.
Muchos la
han visto de la mano de un marino de otras tierras, otros en cambio la vieron
en una finca del interior, donde ahora es ama y señora. Hay quien la vio
ahogarse. Un denominador común, ningún testimonio ha podido comprobarse, al
final nadie sabe, nadie supo. Desde entonces Orestes deambula, en completa soledad,
por el malecón, quizá esperando un barco que un buen día la traiga, así sea de
la mano de otro, para al menos poder morir en paz.
“De Alto Cedro voy para Marcané.
Llego a Cueto, voy para Mayarí…”
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