Sunday, June 29, 2014

Vida de motel


Acabo de terminar un libro hermoso. Se llama “Vida de motel”, de Willy Vlautin (La otra orilla, 2007).

Es un libro extraordinario, a mi parecer, porque trata de la cotidianidad, contada de una forma que enaltece al escritor porque, sin ocultar nada de lo malo que nos pasa en esta vida, logra bordar una tela saturada de belleza expresada en la forma de sentimientos que afloran a cada tanto y que te dejan pensando mucho.

El amor de madre, la solidaridad, la amistad verdadera, el enamoramiento de una chica, el dolor de una pérdida, todas esas pinceladas que no se ven a la primera leída, pero que nos marcan de forma indeleble.

Recordé, mientras lo leía, a “En la carretera” de Jack Kerouac, a “Kitchen” de Banana Yoshimoto, a “El guardián en el centeno” de J.D. Salinger, a “Vivir” de Yu Hua, a “Triste vida” de Chi Li, a “Cartero” de Bukowski…

Hay una magia en esos escritores que hace que, a partir de acontecimientos que sumen en la tristeza a cualquier ser humano, contados desde la óptica de lo vivido, entretejer una prosa ecuánime, bien hilada, que nos identifica como seres humanos ante la adversidad.

Narrado en primera persona, el protagonista Frank Flannigan nos cuenta su vida a través de una serie de situaciones que rodean el accidente fatal de un adolescente, causado por su hermano Jerry Lee. El sentimiento de culpa de Jerry Lee, la fraternidad, la ausencia de la madre, que murió cuando apenas eran adolescentes de 14 y 16 años, el padre irresponsable que huyó de casa acosado por las deudas en apuestas, dejándolos sumidos en la pobreza, el amor a una chica (Annie James, que también sufre una vida patética), la amistad, afloran como sentimientos humanos en una narración que vives, gozas y sufres como tuya.


El autor, Willy Vlautin, es cantante de un grupo de rock llamado “Richmond Fontaine”. Se apasionó (afortunadamente para nosotros) por la escritura y ya lleva cuatro libros editados en Estados Unidos. 

Es una recomendación que me permito hacerles hoy, último domingo de junio, cuando todos tienen la mente en el fútbol, ¿no es así? Si lo ven en el anaquel, por favor, no lo dejen.

Sunday, June 15, 2014

La abeja y el gordo.


La vida está llena de anécdotas. Cada cual más divertida. Hoy es día del padre, y como puedo hacer lo que me plazca, les voy a contar esta:

Voy con mi esposa a un espectáculo de jazz. En la antesala del teatro hay un evento de una importante marca de cervezas. ¿Resultado? Cervezas gratis para todos. La barra era una especie de escenario, decorado con la marca de la cerveza y dos modelos (una chica y un chico) que servían. Me acerco a la barra y pido dos, para mi esposa y para mí. En la barra estábamos dos en lo mismo. Las mujeres en la mesa esperando, pero muy atentas a nosotros. ¿La razón? Reformulemos la pregunta: ¿Las razones? La chica modelo de la cervecera era una mujer rubia, deslumbrante, con unas tetas inmensas cubiertas trabajosamente por una pieza que aquí llaman strapless, y que no se traduce en otra cosa que no sea un escote maravilloso. Nosotros, los esposos, en la barra, muy circunspectos, pedíamos nuestras cervezas cuando sucede lo inesperado.

Frente a la barra, y para mantenerla bien iluminada, yo había contado unas siete lámparas, alrededor de las cuales habían insectos volando (cosa común en escenarios nocturnos al aire libre). Uno de ellos, una abeja para más señas, se separó del grupo, y lentamente voló hacia el seno de la modelo, incrustándose en la cavidad, ante la mirada atónita de los presentes.

Y digo ´de los presentes´ porque en ese momento me di cuenta que no éramos ya dos, sino que había llegado un tercero, un gordo que no disimulaba la atracción que ejercían sobre él (y sobre todos, claro está) los inmensos pechos.

La chica comenzó a decir (eran como gritos, pero en baja intensidad, para prevenir el escándalo): “¡Ayúdenme!”, “¡Soy alérgicaaaa!”, “¡Dios mío, muévanse, hagan algo por favoooor!”. El señor de al lado y yo, detrás de la barra, nos miramos, a ver quién ayudaba, y al mismo tiempo miramos atrás, a las mesas donde nuestras mujeres nos esperaban y miraban curiosas, preguntándose por la tardanza. 

Volvimos a mirarnos, sin movernos del sitio, y miramos a la chica, que se había inclinado un poco, para no ser vista por los asistentes, y nos miraba suplicante, gimiendo, y repitiendo: “¡Es que soy alérgica y no quiero que me pique!”, “¡Ayúdenme, por favoooor!”.

Cuando decidimos enfrentar el suceso y colaborar en la urgencia del caso, vimos como, con un salto felino, el gordo recién llegado se apoderaba de la escena, atraía la chica hacia sí y alargaba el tope de la malla que cubría los inmensos pechos hacia él, metía la mano, lenta y valientemente, para, al cabo de unos largos segundos, extraer la intrusa, y luego reponer con sumo cuidado la malla en su sitio original.

La chica respiro, gimoteó unos segundos, y se incorporó con su sonrisa radiante como si nada hubiese ocurrido.

El señor de al lado y yo vimos los dientes del gordo brillar sobre nuestros ojos, en una sonrisa jactanciosa, mientras retirábamos las cervezas y volvíamos a las mesas donde nuestras esposas (bien enteradas de que algo había acontecido) esperaban por la anécdota.


Desde la mesa, y mientras contaba a mi esposa lo sucedido, veía como la sonrisa iluminada del gordo, desde su mesa próxima a la barra, sustituía en intensidad a las lámparas desde las que había partido la abeja entremetida.

Tuesday, June 03, 2014

Despegue


La tarde cae serenamente. No así los recuerdos que me invaden en cascada. Nunca había visto el aeropuerto de forma tan detallada como ahora. Las obras no parecen haber terminado luego de tanto tiempo desde que comenzaron las ampliaciones.

El estacionamiento da la impresión de ser un depósito de vehículos de gente que ya no va a regresar, que se ha marchado en vuelos sin retorno.

Adentro hay una fila inmensa para buscar el pase de abordar. Nadie dice cual es la fila de cada aerolínea. No hay avisos ni señales. La gente enmudecida mientras espera su turno. Algunos no quieren mirar a nadie mientras pasean su mirada por las rendijas de las baldosas del piso. No me atrevo a interrumpir ninguno de esos silencios y me dirijo a la taquilla para informarme.

Ahora sí llego a la fila que me corresponde, y después de un tiempo accedo a mi pase. Pago el impuesto (porque para salir de aquí hay que pagar también) y me voy a inmigración. Allí me encuentro de nuevo con algunos pasajeros cuyas caras, aunque esquivas, ya me son familiares por lo de las filas.

Descubro que sus miradas son ahora más tristes, como prediciendo el momento que se aproxima. Me advierte el guardia que debo quitarme los zapatos, el cinturón, el reloj, la cartera y hasta el teléfono, los cuales deben pasar por el scanner y comprobar que no soy un terrorista en potencia. Casi desnudo, paso por el detector de metales mientras mis pertenencias pasan en paralelo por otra vía.

Retomo las cosas, me pongo de nuevo las prendas y me acerco a la sala de espera de la puerta de embarque que me corresponde. De nuevo mis vecinos de fila, esta vez con las lágrimas impidiendo ver la pantalla que anuncia los vuelos por despegar. Confirmamos la hora y nos enteramos que, por suerte, la puerta no ha cambiado. Cerca de ella una empleada de la aerolínea parece jugar con su celular haciendo tiempo. Luego suena un teléfono cercano. La empleada atiende e inmediatamente se pone en guardia y llama a formar filas para embarcar.

Pararme de ese asiento me ha costado. Me incorporo y pongo el asa de mi bolso sobre mi hombro. Miro alrededor procurando quedarme con una fotografía instantánea de la escena de la sala, de los asientos que comienzan a quedar vacíos a medida que la fila crece.

Entramos al avión y ocupamos nuestros puestos. Me toca ventana. Desde allí veo a las aeronaves vecinas, como inmensos pájaros aletargados, esperando su turno para volar.

Abajo, en la pista, los empleados se afanan en dar los últimos toques mientras yo miro al horizonte. A lo lejos se ve el mar, la costa, la montaña llena de casas, el edificio del aeropuerto, la pista gris que se confunde con la línea azul del mar en el infinito. Y las lágrimas que comienzan a salir, nublando mi visión.

Me paso las manos por los ojos para dejarlas salir y que no me impidan ver lo que queda de mi país.

La azafata anuncia la partida. El pájaro de acero carretea por la pista con un ruido que semeja un silbido sin fin. Se aproxima el despegue definitivo.

Se escuchan tres campanadas en la cabina, y de inmediato tomamos velocidad y nos elevamos.

Yo miro por la ventana como último intento para retener paisajes, colores. Hay cosas que no veo por la ventana, pero que siguen cayendo en cascada por mi mente. Son risas familiares, llantos, abrazos, palmadas, miradas tristes, otras alegres, adioses.

Las lágrimas insisten en seguir su caída libre sobre mis mejillas hasta que, finalmente, retiro la mirada de la ventana cuando ya solo quedan nubes blancas y un cielo medio azul medio gris que lo cubre todo.

El pájaro de acero se estabiliza y vuelve a emitir su silbido infinito, mientras yo quedo con la mente en blanco, sabiendo que mi historia en el país quedó sellada en los breves segundos que duró el despegue.


Cierro los ojos para darme cuenta de que sí, que el país no se quedó en la pista como pensaba, no. El país sigue allí, conmigo en el avión, y no me abandonará nunca, aunque habite para siempre en tierras muy lejanas.

*Fotografía: www.minci.gob.ve