Sunday, April 24, 2011

La luna de Pascual


Luna llena;

Vago a través de la noche,

En torno al estanque…

(Matsuo Basho, poeta japonés)



La luna de agosto, gigante en el cielo, se refleja íntegra en el centro del lago, con su redondez que es un espectáculo natural para un muchacho solitario que, sentado en la arena, la contempla desde la orilla.

Es Pascual, quien esa noche ha apostado por escribir la poesía que tiene atragantada desde hace varios días, cuando se encontró en la bodega del pueblo con Elisita, la Elisa de sus sueños.

Porque llegado este punto hay que advertir que hay dos Elisas. Una, la Maestra severa de cuarto grado en la escuela rural, la misma que no vacila un segundo para pedirle la mano a cualquier alumno indisciplinado y asestarle, con la regla de madera, directo a la palma, una vez que queda claramente demostrado que el día anterior lo que hizo fue jugar y holgazanear, en vez de estudiar la tabla de multiplicar, tal como se lo había exigido ella.

Esa es una Elisa. La otra, es su hija, todo amor, toda diva, toda dulce, toda estrella, incapaz de hacer daño a nadie, y a su vez dueña de los corazones de todos los alumnos de cuarto grado que han tenido la dicha de verla.

Como Pascual, quien no ha vuelto a ser el mismo desde que la vio durante aquellas fiestas del pueblo, que ella no suele perderse, y que la hacen trasladarse desde la capital, donde realiza sus estudios universitarios, hasta el pueblo de sus amores, y de Pascual.

En agosto hay vacaciones, y la escuela se queda sola, íngrima, desamparada y privada de las risas de los alumnos y los regaños de la Maestra Elisa. Tan solo Elpidio, el celador, permanece en ella, conviviendo con fantasmas de alumnos de otras épocas que, cuenta la leyenda, permanecen en los pasillos esperando no se qué clase ni cual maestro de otros años. Elpidio los conoce, y cuando las clases comienzan suele asustar a más de un párvulo, con cuentos como el de Serafín, del cual se dice que murió de rabia, tras ser llevado a la dirección de la escuela halado de las orejas por el propio director de ese entonces, un tal Profesor Rendiles, tras haberlo sorprendido, escapado del salón, besando a la hija de la cantinera en un pasillo. Desde allí, Serafín es escuchado llorar de rabia en los pasillos, y más de un alumno ha llegado pálido al patio de recreo luego de haber oído el lloriqueo mientras se hallaba en el baño.

Justamente en agosto son las fiestas patronales, y las calles se llenan de gente venida de otros pueblos y ciudades pero con vínculos que los unen a esta villa rural perdida en medio de la nada, donde nada pasa, nada ocurre fuera de lo normal, salvo en las fiestas, donde todo cambia.

A Pascual nunca le han gustado las fiestas del pueblo, ni la elección de la reina, ni los toros coleados, ni la retreta de la plaza Bolívar ni cualquier cosa que implicase grupos grandes. Nada. Dada su timidez, prefería encerrarse esos días en su cuarto a leer los clásicos de la literatura, como le inculcó su padre antes de morir.

En realidad odiaba en silencio el simple hecho de que llegara esa fecha de mediados de agosto. Hasta aquel verano en que, mientras traía la vasija metálica con leche de vaca recién ordeñada, tal y como se lo había ordenado su madre, se detuvo en la bodega del pueblo a comprar caramelos, y se encontró con la Maestra Elisa y Elisita. Saludó a su Maestra con mucho respeto, y la misma le presentó a su hija, dejándolo boquiabierto, sorprendido, al mismo tiempo que la observaba detenidamente sin atinar a responder tan siquiera su nombre. Nunca se había visto en el pueblo tanta belleza junta en un solo ser. Maravillosa belleza que lo dejó mudo, como ausente. Elisita le preguntó de nuevo por su nombre pero él, absorto como estaba, no la escuchó.

Elisa, la Maestra, lo conminó, dándole palmaditas en la espalda:

–¡Vamos muchacho, conteste que le están preguntando su nombre, vamos!

Fue allí, al escuchar la voz firme de su Maestra, cuando Pascual salió del trance y contestó sin titubear:

–¡Pascual! ¡Pascual Martínez, para servirle!

Ella lo miró sonreída unos instantes, que para él fueron eternos y con efecto paralizante, y le preguntó si se uniría a los muchachos del pueblo que esa noche iban a la orilla del lago a contemplar la luna reflejada en las plateadas aguas.

–¡Claro que si voy, allí estaré señorita! –dijo, aún sin tener la seguridad de poder ir, pues su madre no estaba acostumbrada a verlo salir en ésta época, mucho menos de noche, y no sabía si le darían el permiso. Sin embargo mantuvo lo que había dicho y decidió marcharse.

Recogió sus caramelos del mostrador, pagó y se dirigió a la puerta de la bodega, desde donde miró hacia el sitio donde había dejado a las dos Elisas, quienes conversaban animadamente con el bodeguero, y agitó la mano en el aire, cual péndulo invertido, como signo de despedida

–¡Adiós Pascual! –le contestaron al unísono, tras lo cual traspasó el umbral de la puerta y siguió su camino a casa con una sonrisa triunfal pintada en el rostro. Por fin alguien había logrado, y de qué manera, motivarlo a salir de la casa durante una fiesta patronal.

Como era de esperarse, su madre le negó el permiso para salir en la noche, temerosa como estaba de los peligros que entrañaba dejar salir a un muchacho que manifestaba miedo a la oscuridad y timidez ante las reuniones de grupos grandes.

Pascual rechazó decir cuál era el motivo de su repentino cambio de hábito. Permaneció estoico, callado y obediente, aunque por dentro se moría de la tristeza de saber que esa noche no se iba a dar el encuentro con la Elisa de sus sueños.

Seguro como estaba de que, aún obteniendo el permiso, no se atrevería a acercarse y unirse al grupo que pernoctaría a orillas del lago, quizá por timidez, quizá por temor a las burlas de sus amigos de la escuela, quienes sabían de su encierro durante las fiestas, quizá por miedo a las oscuras calles del pueblo, camino al lago, Pascual se acostó a soñar con Elisa.

Elisita, sin proponérselo, había logrado sembrarle la semillita del amor, que todo lo puede. Esa noche lo que hizo fue soñar que había acudido a la cita, y que se separó del grupo y paseó con Elisita, agarrados de manos, por la orilla, conversando y contemplando ambos la hermosa luna de agosto reflejada como espejo en el centro del lago.

Unos días después, al llegar la noche, Pascual se acostó más temprano que de costumbre, y allí permaneció hasta escuchar a su madre retirarse a su habitación. El sabía que los muchachos ya no estarían en el lago, trasnochados como estaban, luego de haber amanecido en sus orillas por las fiestas. Se fue llenando de valor, y una vez que su madre se quedó dormida salió a hurtadillas de la casa, camino del lago, venciendo cual Quijote su miedo a la oscuridad y a la soledad de la noche.

La oscuridad, para ser francos, no era tanta, por la claridad que aún aportaba la luna, pero esa valentía demostrada por Pascual solo podía haber sido generada por ese sentimiento que lo mantuvo despierto y soñando durante varias noches.

Llegó hasta el lago, donde la luna esperaba pacientemente, reflejada como estaba en las aguas calmas. Se sentó en la arena mirando la superficie plateada y sacó de su bolsillo lápiz y un papel en blanco, cuidadosamente doblado. Comenzó por fin a escribir, solo y en medio de la noche, un poema que pugnaba por salir desde aquel día en la bodega, y que tituló, como la composición de Beethoven, “Para Elisa”.

* Fotografía de Ghabetler en http://www.mi9.com/

Friday, April 22, 2011

Reencuentro

(Cuando nos graduamos, en 1986)

Nos conocimos apenas comenzando en la Universidad. El trabajaba y estudiaba al mismo tiempo, y por eso yo le prestaba mis cuadernos para que copiara los apuntes de las clases. Por allí se empezó a colar el hilillo de una sólida amistad.

Fueron cinco años de vivencias, de mucho estudio, de compartir en mi casa o en la suya. Su familia era la mía y viceversa. Cuando íbamos a mi casa a almorzar, mi madre hacía la comida para los dos, y lo mismo pasaba si íbamos a su casa.

Fueron esos unos años inolvidables, llenos de armonía, sacrificio, estudios y también fue esa la época de los viajes en carpa a las playas de Venezuela, desde Adícora, en Falcón, hasta Boca de Uchire, en Anzoátegui. También los de las celebraciones con gaitas en Navidad. No hubo sitio que se nos escapara, con Maracaibo 15, Gran Coquivacoa, Melody Gaita y tantos otros conjuntos musicales. La rumba y la playa era el complemento perfecto a los días de dedicación estudiantil, los de la Geometría Descriptiva, los Análisis Matemáticos, Concreto Armado (Hormigón), Acero Estructural, Puentes y otras materias por el estilo, que nos fueron esculpiendo el perfil profesional a medida que avanzábamos.

Cuando nos graduamos el contacto empezó a reducirse en la misma forma en que nuestros destinos profesionales se fueron diversificando. El se dedicó a la construcción de obras y yo, que comencé por ese sector de la ingeniería, pasé luego al de la consultoría y proyectos.

Por diversas razones, personales y profesionales, nos fuimos alejando, cada uno inmerso en su trabajo, y en las vidas que decidimos compartir con nuestras esposas. Vinieron los hijos, en mi caso dos, y en el de él tres, que aún hoy no se conocen.

 
(25 años despues del grado, en pleno reencuentro)

La separación terminó hace pocos días cuando nos descubrimos de nuevo a través de una red social de internet. Hicimos el contacto y prometimos un nuevo encuentro, que acaba de llevarse a cabo. En él nos dimos cuenta que la amistad, cuando es sincera, no importa los años que pasen, ni la distancia, ni las vicisitudes que ocurran, ella permanece allí, incólume ante el paso de los años, con su misma solidez inicial.

Hicimos un voto porque no vuelva a ocurrir un alejamiento tan grande. Vivimos en diferentes ciudades que debemos conectar más frecuentemente. Tenemos pendiente presentarnos a nuestros hijos, que ya conocen nuestra historia común. Dios nos ha permitido un reencuentro y no lo vamos a desperdiciar. Los verdaderos amigos lo son para siempre. No albergo dudas al respecto.

Saturday, April 16, 2011

Librería Centro Plaza


Cuando una librería muere causa dolor en los lectores, mucho más si son asiduos a la misma. En mi caso pasaba semanalmente, bien a comprar algún título interesante, bien a conversar con Maritza, Asunción o con Eduardo Castillo, el librero durante muchos años de la misma.


Con Eduardo tengo vínculos que datan de la educación secundaria, donde coincidimos en uno que otro salón de clases, así que se pueden imaginar lo nutrida de nuestras tertulias semanales.

El sabía bien de mis gustos por los autores japoneses y cuando llegaba alguna novedad me esperaba para mostrarme el ejemplar.




Su última recomendación literaria fue uno de los libros de la saga Millenium de Stieg Larsson, “Los hombres que no amaban a las mujeres” (Destino, 2005). Parece una recomendación fácil a juzgar por el status de “best seller” del libro en cuestión, pero cuando se trata de Eduardo, y sabiendo todo lo que ha pasado por sus manos en materia literaria, hubo que tomarla en cuenta.


Esta semana pasé a dar mi acostumbrada visita y, sorpresa, la Librería Centro Plaza ha sido cerrada definitivamente. Los detalles los desconozco. Aún tengo pendiente conversar con Eduardo. Pero no puedo disimular la profunda tristeza que me ha causado ese cierre.

Tengo la idea de que se están apagando las luces y yo insisto en no darme cuenta. Una librería menos, como sucedió recientemente con “Lectura” y ahora con “Centro Plaza” es una puerta menos a la cultura, un acceso menos a la literatura, un golpe bajo a la educación de un país.

La “Centro Plaza” ya no está. ¿Vendrán más?






Saturday, April 09, 2011

Un día cualquiera

Un día cualquiera decidimos seguir el rumbo de la felicidad. Deambulamos del timbo al tambo, buscando algo que está dentro de nosotros mismos. Hasta que un buen día miramos hacia adentro y voilà, allí está.

Esa felicidad está asociada generalmente a un estado de ánimo, a un estado de las cosas tal que ahuyenta las preocupaciones (así sea momentáneamente), todo se ve como más nítido, se escucha más bonito, huele más rico, y algunas veces incluso se deja de escuchar el exterior (por más ruido que haga) y escuchamos nuestra voz interior (esa a la que siempre tenemos que hacer caso pero no siempre lo hacemos).





A veces tendemos a asociar la felicidad a cosas, a una imagen, a un paisaje, a una melodía, y eso no es más que una repetición en flash de un instante previo de felicidad que nos quedó marcado como huella indeleble, en la forma de un olor, un sabor, un color, un paisaje, un rostro, o un conjunto de los anteriores.



Yo, por ejemplo, tiendo a asociar la primera imagen del post con la felicidad, y claro, eso tiene sus razones. Algunas me las reservo, pero otras las puedo compartir: era la primera vez que veía unas flores rojas de Aloe Vera. Son realmente hermosas y simbólicas para mí.


Otras veces, la misma felicidad puede estar asociada a una melodía, y esa melodía asociada puede cambiar con el clima, con el estado de ánimo del momento, con la persona que te acompaña, y entonces la asociación a la felicidad se convierte en varias melodías.
Dependiendo del instante que se vive viene una a la mente (una a la vez), vívida, nítida, con un sonido limpio, como nunca lo habías escuchado antes, ni en el mejor de los sonidos estereofónicos. Nada se compara a lo que escuchas en tu mente, y nada reproduce mejor tu felicidad que esa sonrisa espontánea que descubres al mundo, no importa que nadie sepa a qué se debe. Lo sabes tú y es lo que importa.


Una vez, hubo una melodía asociada a un momento sublime. Se llama “My funny Valentine”. Quedó grabada en ese compartimiento de la mente reservado a momentos especiales. Después ha venido otras veces, proveniente de grabaciones de Ella Fitzgerald, Chet Baker y Miles Davis.

Ayer volvió, saliendo armónicamente del saxo tenor de Víctor Cuica, la guitarra de Roberto Jirón y el bajo de Gerardo Chacón, improvisada, a pedido mío. No se puede adornar, engalanar mejor un momento de felicidad. Gracias muchachos, nunca los voy a olvidar, ni a ustedes, ni al momento…

 
(Con Víctor Cuica)




Saturday, April 02, 2011

Rebeldía Natural



Una larga hilera de vehículos se mueve lentamente, cada uno con un destino diferente. Dentro moran seres con diversos pensamientos que se suceden a la par que la hilera se desplaza sin prisa pero sin pausa.

Son 18 kilómetros que me separan de mi sitio de trabajo. En tiempo se puede traducir en hora y media, que se pasa lenta, despacio. Siendo ésta mi rutina diaria no me queda más que aprovechar ese tiempo. Jugar con el de manera de no perder la paciencia, de no vociferar, de no colisionar con otros vehículos que conforman el interminable gusano metálico de las mañanas.

Y lo hago de mil maneras. Escucho mucha música, canto algunas canciones, leo una que otra letra de las mismas, y aunque ustedes no lo crean, me llevo mi libro de cabecera y el tiempo alcanza para leer unas cuantas páginas dentro del trayecto.

Hay días en los que planifico lo que voy a hacer, y cuando entro en la autopista el tránsito del gusano metálico es raudo y veloz y me hace pedazos mi recién planificada rutina. Es impredecible. Pero igual sigo planificando al día siguiente, a ver si, como casi siempre, se cumple lo planeado.

Hay días que decido observar la ciudad. Con lo lento del desplazamiento he descubierto parajes que nunca había podido ver bien. Calles desconocidas se abren, se muestran en toda su longitud, con sus casas y sus gentes. Son calles que, en condiciones normales, no tendrías tiempo de observar cuando se maneja a velocidades normales. Allí están, agradeciendo silenciosamente la atención que le prestas entre bocinazos.

El Ávila, majestuoso como siempre, se nos muestra en mil tonalidades de verdes, azules y grises, revolucionando nuestros pensamientos. Caracas, sin él, no sería la misma. El Ávila es su novia, su símbolo natural. Y entre tanto hormigón, tantos puentes, edificios, industrias y vallas publicitarias, de vez en cuando se abre paso una imagen natural, lo que yo llamo un “spot”, un escenario pequeño pero formidable, que te cambia la vida, y te saca una sonrisa.

Esta semana ese árbol de la fotografía que adorna este post se convirtió en el “spot”. Estaba sumido en la desesperación de saber que se aproximaba la hora de una reunión pendiente, y el tráfico de ese día estaba imposible. Nada se movía mucho. Amagos de avance que no duraban mucho, cuando de repente apareció él, muy erguido y orgulloso, en medio del humo de los coches, de la hilera metálica multicolor, de los puentes, apareció mágicamente. Sentí un potente “Stop!” y me quedé anonadado observando tanta belleza, estática, estética, un color rosado o lila, o la mezcla de ambos, su frondosidad, su amplitud me atrapó, y todo lo demás pasó a un segundo plano.

Me salí de la hilera y lo plasmé, tan rápido como pude, pero no quise dejar pasar este momento, este breve instante de la vida. Los sentidos agradecen profundamente tanta rebeldía natural en ese árbol.