Saturday, March 29, 2008

Bebel, samba y amor...


¡Hola a todos! Antes que nada muchas gracias por permanecer en esta casa virtual que los recibe siempre con los brazos abiertos. Su buena vibra se siente por estos lares de Dios, y eso se agradece.
Les cuento que esta semana conseguí un CD de Bebel Gilberto, adorada cantante brasileña, hija del grandioso cantautor Joao Gilberto y de la famosa cantante Miucha. Hijo de gatos caza ratones, Bebel es sedosa al oido, con una cadencia única, belleza de voz y de poesía. El CD es una verdadera bendición, y se los recomiendo.
Todas las canciones me encantaron, y las letras, ¡qué letras tan bonitas!

Aquí les dejo una de ellas, titulada “Samba e amor”, con mi traducción al español. El video está en youtube, una preciosidad de mujer y de canción…


Eu faço samba e amor até mais tarde,
e tenho muito sono de manhã,
escuto a correria da cidade,
que arde e apressa o dia de amanhã.
De madrugada a gente ainda se ama,
e a fábrica começa a buzinar,
o trânsito contorna a nossa cama, reclama
do nosso eterno espreguiçar.
No colo da bem-vinda companheira,
no corpo do bendito violão,
eu faço samba e amor a noite inteira,
não tenho a quem prestar satisfação.
Eu faço samba e amor até mais tarde
e tenho muito mais o que fazer
escuto a correria da cidade, que alarde
¿Será que é tão difícil amanhecer?
Não sei se preguiçoso ou se covarde,
debaixo do meu cobertor de lá,
eu faço samba e amor até mais tarde,
e tenho muito sono de manhã.
♥♥
Yo hago samba y amor hasta muy tarde,
y estoy soñolienta cuando llega la mañana.
Escucho el ruido de la ciudad, que arde,
y trae el día de mañana más aprisa.

De madrugada aún hacemos el amor,
y las sirenas de las fábricas comienzan a sonar.
El tráfico hace círculos alrededor de nuestra cama, quejándose
de nuestra eterna pereza.
En el regazo de mi compañera bienvenida,
en el cuerpo de mi guitarra bendita,
yo hago samba y amor la noche entera,
no tengo que explicarle mi satisfacción a nadie.
Yo hago samba y amor hasta muy tarde
y tengo muchas más cosas que hacer.
Escucho el ruido de la ciudad, que hace alarde,
¿será que es tan difícil amanecer?

No estoy seguro si soy perezosa o cobarde,
debajo de mis sábanas de lana,
yo hago samba y amor hasta muy tarde,
y estoy muy soñolienta cuando llega la mañana.

Thursday, March 20, 2008

¿Y de dónde será que soy?



Mi nombre es José Fernando Rodriguez Restrepo, pero desde que tengo uso de razón me llaman “Nando”. Vivo en San Antonio del Táchira, Venezuela, desde hace muchos años. Antes viví en Cúcuta y en Rubio, es decir, a ambos lados de la divisoria de países, la frontera, una línea que sólo he visto en los mapas porque aquí no la he podido encontrar jamás.

Hay que vivir en la frontera para saber pronunciar mi nombre. Si, ya sé que parece fácil, pero es que para los andinos, la pronunciación de la ene tiene algo diferente de la que pronuncian en otras partes de Hispanoamérica. Cuan familiar me suena ese "Nando" cuando me lo dicen en San Antonio o en Cúcuta.

Nací en Rubio, estado Táchira, Venezuela, o mejor dicho, nací en el Hospital Universitario de Cúcuta, Colombia. La verdad absoluta nunca la sabré porque, aparte de que nunca me fue revelada, tengo dos partidas de nacimiento y dos documentos de identidad, uno de Venezuela y otro de Colombia.

Crecí escuchando por igual el vallenato y el bambuco andino, los cuales me gustan por igual, me encanta la chicha criolla y la cola Postobón, el bocadillo de guayaba y los abrillantados merideños.
Soy fanático de “La Vuelta” ¿No les suena? La famosísima vuelta ciclística al Táchira y también de la “Clásica RCN”. Aquí todos somos amantes del ciclismo y del fútbol. ¿Mis equipos? El Deportivo Táchira y el Cúcuta Deportivo. Rojinegro y aurinegro, pues a ambos los vivo y los siento por igual.

Les cuento de mis padres: mi papá nació en Venezuela, en Petare, una parte de Caracas donde dicen que habita mucha población colombiana, y se vino para acá muy joven, escapando de su familia, pues su padre, mi abuelo, era de férreo carácter, cosa de la que mi padre terminó cansándose. Al llegar aquí, después de mucho trajinar, se puso a trabajar en construcción de casas, y así fue como conoció a mamá, quién era cocinera de los obreros del campamento de construcción. Mamá nació en Barrancabermeja, Santander, Colombia, y nunca supe cómo vino a parar a Rubio. Papá tampoco me habló de esa historia, aunque mis tías me dicen que él iba mucho a Cúcuta los fines de semana, y uno de esos fines regresó con ella, agarraditos de la mano, y desde ese entonces nunca más volvieron a separarse.

Se casaron aquí y se fueron a Colombia por un tiempo, a conocer la familia de ella. Iban y venían con regularidad. En ese ir y venir nacimos mi hermana Luz Stella y yo. Luz también tiene dos documentos de identidad, y tampoco sabe decir si es colombiana o venezolana. Nunca ha entendido, al igual que yo, la diferencia.

Tengo que revelarles que, al igual que nosotros, muchos de nuestros vecinos y amigos de aquí tienen doble nacionalidad, y todos se sienten colombianos y venezolanos por igual.

Cuando tienen hijos, y alguno de ellos destaca una característica venezolana, rápidamente lo apodan “El Veneco”, y si ésta característica es más apropiada del otro lado del puente (Puente Internacional “Simón Bolívar”), lo apodan “El Cachaco”. Esto me trae más confusión, porque nunca puedo discernir cuál de ellos es “El Veneco” y cual “El Cachaco”, por lo cual ambos, con risa cómplice, se burlan de mi enredo.

Me casé hace diez años con una venezolana, María, llanera para más señas, de Calabozo, estado Guárico. Ella vino a parar aquí por uno de esos avatares de la vida, y yo, al verla por primera vez, supe que era la mujer de mi vida. Cuando se percibe la mirada del amor no hacen falta muchas explicaciones, es una magia que te envuelve, y eso es lo más hermoso de la vida.

María y yo tuvimos dos hijos, Luis Carlos y John Jairo, que nacieron en San Antonio, y ahora estudian la primaria en un internado de Cúcuta. Los vemos los fines de semana, cuando están libres. María los va a buscar y los trae a casa.

Hace unos días, cuando llegué a casa, encontré a María angustiada entre noticias de cierre de frontera y movilización de unidades de combate del ejército de Venezuela. Los tambores de la guerra resonaron en el Táchira. Lo que hicimos fue llorar toda la noche, pues nuestros hijos estaban del otro lado, posiblemente con mayor angustia que nosotros. No supimos qué hacer, dónde ir, ni siquiera entendíamos los motivos de la lucha. Tenemos tantos amigos en ambos lados que nos aterrorizaba la mera posibilidad de vernos enfrentados. Nos conocemos de toda la vida, y somos hermanos de sangre, de destinos y circunstancias.

Gracias a Dios los tambores dejaron de sonar, y en su lugar retumbó un concierto multitudinario, realizado en el propio puente, al que llamaron, muy apropiadamente, “Paz sin fronteras”.

Claro que nos fuimos todos, junto a los niños, que no tuvieron clases el lunes siguiente, y una enorme legión de vecinos y amigos.

Allá nos encontramos con multitud de amigos y conocidos, brindamos con ron y aguardiente, bailamos, cantamos, reímos, nos abrazamos, nos sentimos uno en medio de una raya fronteriza que ninguno de nosotros, ni antes ni después, atina a ver.
Apoteósico el concierto, muy bonito, María y los niños lo disfrutaron muchísimo. A mi me pareció que era un sueño hermosísimo, del que no quería despertar jamás. Los artistas que vinieron estuvieron fenomenales, maravillosas actuaciones que no olvidaré jamás en mi vida.
Somos un solo pueblo, y para saberlo, hay que venir a San Antonio y ver la cantidad de personas que cruzan el puente a ambos lados, todos los días de la vida, unos viven aquí y trabajan allá, y viceversa. Aquí cada quién tiene un cuñado colombiano, un sobrino venezolano, una comadre, un compadre, dos documentos de identidad, aquí todos somos uno solo…

Sunday, March 16, 2008

Tepuy, el triunfo de la tenacidad


Es para mí un gran orgullo darles la noticia de que mi viejo amigo Henry González ha editado su primer libro de fotografías, titulado “Una aventura llamada Tepuy” (Criteria Editorial).


Conozco a Henry desde hace más de 30 años. Era un niño meditativo, siempre pensativo e inteligente, cosa que llamó mi atención. En ese tiempo de la infancia, cuando hablaba con él, el tema era siempre la naturaleza, especialmente la descripción de sus experiencias en excursiones a El Avila y al Parque Nacional de Guatopo.


De adolescente tuvo sus primeros contactos con la escalada, acercándose cada domingo al Parque “Las Cuevas del Indio”, en El Cafetal, Caracas, donde existe una pared montañosa que permite la práctica del ascenso vertical. Recuerdo mucho cuando me decía que estaba reuniendo dinero para comprarse su propia cuerda de escalar, lo que me demuestra que Henry es una persona de grandes logros, con la persistencia y tenacidad que muy pocos tienen, pues hoy por hoy es uno de los mejores representantes del montañismo y el ascenso vertical (Sub-Campeón Suramericano de Escalada Deportiva en Curitiba, Brasil), convirtiéndose al mismo tiempo en uno de los mejores fotógrafos de la naturaleza a nivel mundial.


Las más de 12.000 fotografías que enriquecen su colección, las cuales se han expuesto en diversos lugares de América y Europa, y que son solicitadas por diversas entidades, medios de comunicación y publicaciones a nivel mundial, hablan de la calidad de su trabajo.


Henry conoce el Parque Nacional “La Gran Sabana” , aquel que inspiró a Sir Arthur Conan Doyle en su novela “El Mundo Perdido, como la palma de su mano y ha ascendido a la cumbre de todos los tepuyes que se encuentran en la zona. Para los que no saben del término, un tepuy es una formación natural muy antigua (de origen precámbrico), un tipo de meseta montañosa de paredes verticales y cumbre aplanada, de apariencia imponente, cuyo nombre es una derivación del original, en idioma pemón, tepu, que significa montaña de los dioses.




Tener en mi pequeña colección de libros de fotografías de la naturaleza la obra de Henry, es para mí un motivo de gran alegría, no sólo por tenerlo entre mis amigos de la infancia, sino porque representa un ejemplo de la Venezuela que debe prevalecer, de la victoria del temple y el talento por encima de las adversidades que nos pudiesen bloquear el camino; es un triunfo de la tenacidad, es el demostrar que hombre y naturaleza pueden integrarse y convivir de la mejor manera posible.


Además de la fotografía y la escalada, Henry organiza excursiones a cualquiera de los tepuyes y diferentes escenarios naturales de “La Gran Sabana”, un parque natural único en el mundo, donde se concentra una energía natural sin precedentes, una magia que envuelve en esos lugares al visitante y lo transforma. La vida nunca vuelve a ser igual al asistir a la experiencia de ascender y coronar un tepuy, y mirar desde allá arriba la naturaleza alrededor. Todos los testimonios que poseo lo confirman, y es para mí un poderoso sueño el poder coronar el Roraima Tepuy este mismo año, acompañado de mi hijo Andrés, y bajo la guía de mi amigo de tantos años, Henry González, siempre sencillo, de conversaciones interesantes, de tenacidad a toda prueba.


A aquellos a los que les gustan las fotografías de paisajes naturales, no pueden perderse el disfrute de éste libro, un verdadero colirio, en el cual, a través de la ventana de Henry, veremos paisajes únicos, irrepetibles, increíblemente espectaculares, que atraen a científicos y exploradores de todo el mundo, todo el año, todos los años.


*La página web de Henry González es http://www.exploratreks.com.ve/

*El e-mail de la editora del libro es criteriaeditorial@cantv.net

Saturday, March 08, 2008

Divagando...

Así se llama un programa de radio de mi filósofo favorito Pedro León Zapata, artista plástico, y Miguel Delgado Estévez, músico. Ellos empiezan hablando de un tema en particular y nunca se sabe dónde terminan porque de un tema pasan a otro, y a otro con una sencillez y un conocimiento de muy pocos. Y eso es precisamente lo que significa divagar, según el diccionario de la Real Academia Española: “Hablar o escribir sin concierto ni propósito fijo y determinado”. Eso es muy sabroso y estimulante para mi.

En estos días entré a una librería, cuya particularidad es la apuesta hacia los libros de escritores chinos y japoneses. Me gusta ir a buscar novedades, y en estos días busco específicamente “El Rumor del Oleaje” de Yukio Mishima, recomendación de mi amiga Waipu Carolina. No estaba. Entonces me puse a mirar los libros en exhibición. Hubo uno que llamó mi atención, se llama “Seda” (Editorial Anagrama), del escritor italiano Alessandro Baricco. Lo que llamó mi atención fue una cinta roja que cubría la portada, en la cual se leía, entre fabulosos comentarios de la crítica, “41a edición”. Dios, para que un libro tenga 41 ediciones, es porque algo bueno debe tener en sus páginas, y basado en ese criterio simplista lo compré, y lo leí rapidísimo, porque es muy sencillo y fácil de leer.

En la contraportada hay una pequeña reseña, que, entre otras cosas, dice: “Todas las historias tienen música propia. Ésta tiene una música blanca. Es importante decirlo, porque la música blanca es una música extraña, a veces te desconcierta: se ejecuta suavemente y se baila lentamente. Cuando la ejecutan bien es como oír el silencio, y a los que la bailan estupendamente se les mira y parecen inmóviles. La música blanca es algo rematadamente difícil.” De nuevo por aquí los sonidos del silencio…

Pues bien, la paradoja consiste aquí en lo que pensé cuando la compré, “voy a leer algo que no tenga que ver con Japón, para variar un poco”, y comencé. Nunca relacioné el título de la novela con otra cosa que no fuese la suave tela que todos conocemos. En la página 19 me quedé perplejo, y leí una y otra vez:

-No hay elección. Si queremos sobrevivir tenemos que llegar hasta allí.

Silencio.

Verdun, apoyado en la barra, levantó la mirada hacia los dos.

Baldabiou se empeñó en encontrar todavía un sorbo más de Pernod en el fondo del vaso.

Hervé Joncour dejó el cigarrillo en el borde de la mesa antes de decir:

-¿Y dónde quedaría, exactamente, ese Japón?

Baldabiou levantó el extremo de su bastón, apuntando con él más allá de los tejados de Saint-August.

-Siempre recto.

Dijo.

-Hasta el fin del mundo.

Pues bien, Japón está metido en la novela de Alessandro Baricco. Y yo, sin saberlo, he terminado leyendo un libro más relacionado con mi querido país del lejano Oriente. ¿Causalidad?

La novela es increíble, fantástica, maravillosa, y todo en apenas 125 páginas de lectura sencilla, muy sencilla, y de profundo contenido, al mismo tiempo. Recomendada.

Una vez que la terminé, porque la leí en un par de días, le quité la cinta roja y pude ver que la portada es un grabado de unas flores, sobre el cual está el ideograma chino de la seda. No lo había visto antes sino cuando finalicé y me puse a detallar la edición y otros detalles del libro.

Ahora me dispongo a terminar con “La perla y otros cuentos” de Yukio Mishima, un auténtico maestro del cuento. Son diez cuentos, de los cuales ya he leído 8, y son todos excelentes. Uno de ellos se llama “La Perla”, y les digo algo, ojalá puedan comprar el libro y leerlo, porque es simplemente magistral.

Saturday, March 01, 2008

La ranita y el escarabajo

Me encontraba una vez saliendo de casa, y al mirar a un jardín, pude captar una hermosa ranita, mimetizada en las hojas de un naranjo, inmóvil, atenta a mis movimientos. Me encantó esa imagen, espectacular imagen, y quise volver por mi cámara, ¿por qué será que uno no sale siempre con su cámara a cuestas?, pero al final desistí, y me quedé a mirar unos instantes a la ranita, minutos tal vez.

Ella permaneció inmóvil, impertérrita, mirándome y pensando quién sabe qué cosas; ¿qué pensarán los insectos y animalitos de las acciones de los humanos, siendo muchas veces tan antagónicos, con tantas fobias entre si y para con ellos?

Me fui pensando en la ranita hermosa, y otras tantas veces he pasado por el mismo naranjo, pero nada que aparece, o al menos no se deja ver por mi. Ya me la imagino, dentro del follaje, susurrándole a otras ranitas, entre risas: “allí va el que perdió su única oportunidad de fotografiarme”.

Otro día salí de la oficina a despejar la mente, a cobijarme en un buen café y apareció, frente a mis ojos, un escarabajo verde. Lo miré, como quien mira a un extraño más, y seguí adelante. Pero su intenso color verde nubló mi vista, y me hizo retroceder.

El me esperaba, intuía que volvería sobre mis pasos, se sabía de antemano el centro de la atención. “Nadie puede ser indiferente a mi elegancia, a mi hermoso traje verde de domingo”, pensaría.

Desafiante, permaneció posado sobre la verja blanca, que, en complicidad con el sol, hacía relucir más su espectacular traje verde.

De nuevo estaba sin mi cámara. La había dejado en la oficina. Pensé en volver por ella, pero intuí que este señor de los insectos no me iba a esperar. Lo miré. Me miró. Le pedí esperarme. Sonrió maliciosamente. Mi sexto sentido me dijo que, de alejarme, no volveríamos a vernos nunca más, como la ranita del naranjo.

No, esta vez no, miré a mi alrededor, nadie conocido; mi teléfono celular vino a salvar el momento. Acerqué la cámara, no mucho para no perturbarlo. Pero el sabía de mis intenciones, o al menos eso creí. Ni siquiera atinó a moverse. Lo fotografié. Permaneció con la misma indiferencia, todo orondo, envuelto en su llamativo traje verde, quizás pensando en la estupidez humana, que le ha dado su nombre a un vehículo que nada tiene, a su real saber y entender, que ver con el, que ha prestado, sin su consentimiento, por supuesto, su sobrenombre mas famoso, “el coco”, a un objeto de miedo para obligar a los niños de su especie a comerse la tan odiada sopa.

“¡Bah!”, habrá pensado, “¿Qué pretenderá este humano al engañarme, como si me fuese a pasar una llamada, ¡habráse visto!, engañar a un tipo tan elegantemente trajeado como yo y luego tomarme, sin mi permiso ni consentimiento, una instantánea?”. “Seguro que lo hace con uno de su especie y tendría serios problemas”.

No se por cuanto tiempo permanecí contemplando la singular escena, hasta que recordé la razón por la cual había abandonado la oficina, y seguí mi senda hasta el café de la esquina.

Al volver la vista atrás puede notar que se mantuvo en su puesto de vigía, contemplando mi partida, murmurando quién sabe qué cosas. Volví mi vista y fingí ignorarlo. Digo que fingí porque mientras caminaba, no dejaba de pensar en él. Me lo imaginé divagando: “No me importa lo que haya hecho este señor, yo soy un tipo elegante y refinado, y por nada del mundo perderé la compostura ante un humano. Nada puede hacerme perder el glamour. Total, no todos los días sale un humano a la calle y se encuentra a un singular escarabajo como yo, vestido con un llamativo y elegante traje verde de domingo”.

Me alejé a paso lento, seguí pensando en cómo habría ido a parar sobre esa verja blanca, habiendo tantos árboles alrededor. Y justo cruzarse en mi camino. Y yo sin mi cámara, pero con mi celular salvador, gracias a Dios.

Demás está decir que al volver de la cafetería el ya se había marchado, molesto quizás por mi osadía de fotografiarlo, volando elegantemente con su hermosísimo traje verde, en su afán de descubrir nuevos lugares de la jungla de concreto.

Yo he pasado miles de veces por el mismo lugar, al igual que por el naranjo aquel del jardín, pero tanto la ranita como el escarabajo verde, muy esquivos, no han querido volver a posar.

Por lo visto odian las fotografías, o tal vez mi atrevimiento de querer llevármelos en imágenes, en vez de disfrutarlos así mismo como los encontré, al natural…