
Dice Juan Luis Guerra que en los campos de República Dominicana el arcoíris bebe agua en el río y los campesinos ordeñan la noche. Es verdad. Esa gente que no sabe de preocupaciones de la vida moderna, que convive de cerca con la naturaleza y se nutre directamente de ella. Es esa gente que en las noches se acerca a la bodega del pueblo a mirar un aparato de televisión, el único en la aldea. Yo estoy allí. Los miro mientras ellos dirigen sus miradas a la TV. La ven como hipnotizados. Se ríen de casi todo lo que ven. Les causa una gracia inocente que yo, acostumbrado a verla en mi ciudad, no encuentro por ninguna parte.
Lo que ellos ven en la TV es como si no perteneciera a este mundo. Es una caja de fantasía, de cosas que no ocurren en su entorno, o que ellos no han visto nunca. Algunos se atreven a preguntarme si en realidad esas cosas ocurren en la gran ciudad, o si es sólo en la TV. Cuando les digo que si ocurren se ríen incrédulos. Algunos, porque también hay miradas que me dicen que quisieran ir conmigo a ver esas cosas que, por el momento, están limitadas a la TV.
Cuando yo hablo, todos se dan cuenta, si es que no lo habían hecho ya, que soy un forastero. No son sus palabras, aunque pensamos que hablamos el mismo idioma. No son sus gestos, no es su modulación, no es su acento. Unos niños me miran y se preguntan quién soy. Los que saben de dónde vengo aclaran la duda en voz baja. Yo escucho el cuchicheo, pero no los miro para evitar perturbarlos.
Las mujeres del pueblo son lindas, de hermosa mirada y mejor sonrisa. Espléndidas con el visitante, no escatiman en ofrecer un buen café. El café sabe distinto, tiene amor como ingrediente, ni muy dulce ni muy soso. Un poco fuerte, tinto, muy caliente, eso sí. Comparto los sorbos con las sonrisas de agradecimiento. Ellas las corresponden con otras muy bonitas que guardo para siempre en mis recuerdos.
En las tardes, cuando el calor arrecia, me invitan a caminar hasta el río, donde todos se zambullen en sus aguas. Nadie usa traje de baño pero todos se internan en las frescas aguas. Yo también lo hago. El calor obliga a hacerlo. Observo el río hacia el horizonte. El paisaje de la selva me deja mudo. Ese verde tan profundo. El cantar de múltiples aves que no logro identificar. La selva es imponente, sin lugar a dudas. El olor del río es también especial. No puedo describirlo bien, sin comparación posible.
Al final de la tarde regresamos con la ropa húmeda. El olor del rio permanece. Al llegar a la casa ya la ropa está completamente seca. El río tiene una magia que hace que todos volvamos más felices. A esperar la noche. Y a los mosquitos implacables. A ellos, los lugareños, parecen no molestarles cuando llegan en oleadas a picar al forastero. Sangre nueva. Gracias a Dios he traído repelente. No me gusta usarlo pero no tengo remedio. Se enciende una fogata. El humo los espanta por momentos. La brisa se muestra poco colaboradora. Aún así me encanta estar aquí, escuchando los cuentos de los viejos de la aldea, cuentos de fantasmas, de hombres que se han perdido en la selva y nunca fueron encontrados, de jaguares escuchados mas nunca vistos, de anacondas, de amores y de los que ya no están, pero que no han sido olvidados. Miro al cielo, las estrellas todas, respiro profundo el aire denso y puro de la selva en la oscura noche…
*Imagen: www.venezuelatuya.com