Entro al bar. Fuera lloviznaba. El
aire acondicionado enfría aún más las gotas que tengo prendidas en la ropa y en
el cabello. Me sacudo mientras camino hacia la barra. Muchas risas alrededor. Conversas
de alto volumen por doquier. Veo caras que no reconozco en la penumbra. No se
alcanza a entender a nadie porque ante tanto ruido y bajo la influencia
alcohólica todos gritan al unísono. Fragorosa la escena en el momento de mi
entrada.
Atravieso las mesas y por fin llego a
la barra de madera, pasando entre las piernas de cerdo que cuelgan por todas
partes. Hay un rincón donde estos jamones hacen las veces de barrera contra el
ruido. Es en una esquina donde apenas hay dos bancos en la barra. Fui hacia
allá con la mera intención de evadir tanto ruido y la esperanza de sentarme en
alguno. Los dos bancos estaban vacíos a esa hora, cosa extraña. Unas copas a
medio beber, una de ellas con pintura de labios, unas servilletas y una factura
olvidada me indicaron que dos acababan de irse a otro sitio menos estruendoso.
Quizá más íntimo.
Me siento y pido una cerveza. A esa
hora ya no la sirven, me indica el barman. Me dice que pida otra cosa y no se
me ocurre sino un whisky. Parece que ya es tarde.
Me quedo desde ahí mirando al barman
y sus frenéticos movimientos mientras prepara con la rapidez del caso todo tipo
de bebidas para la concurrencia que está en su momento más álgido. Las risas y
los gritos lo certifican. Yo escucho un ruido uniforme gracias a la barrera de
jamones colgantes. No logran amainar toda la bulla pero se agradece un poco.
Tengo ya rato sentado en la barra.
Desde mi bunker contemplo lo que sucede en las mesas más cercanas a ese lado de
la barra. Típicas escenas producto de la ingesta de alcohol. Corbatas ladeadas
y a media altura, manchas de rouge en las hasta hace poco blancas camisas. Muchas
risas y manos sueltas aquí y allá. El barman pasa a revisar como anda mi trago
e intercambia algunas palabras, genéricas, como es de esperarse cuando se trata
de alguien que no es habitual en el lugar. Que si la lluvia y la situación del
país. Luego se marcha a seguir su trajín con las bebidas.
Estaba distraído con las marcas de
las botellas de vino cuando sentí un roce, un delicado aroma perfumado y un ruido a mi
lado. Se había sentado una dama. El barman voló a nuestro lado y se saludaron
con confianza. El ya venía con lo que parecía una margarita. Hizo un gesto como
de aprobación y ante un movimiento de cabeza de la dama se la sirvió, manteniéndole
un tanto la mirada.
Me hice el distraído observando el hielo de mi whisky pero
no funcionó. Una vez que el barman se hubo marchado la dama continuó la
conversa como si yo hubiese sido el interlocutor inicial.
¿Los temas? Los de siempre. Que la
situación. Que cómo llegamos a esto. Que si habrá salida, ¿Qué opina usted? Así
comenzamos un diálogo tibio, como corresponde a dos seres que no se conocen
previamente. Hasta llegar a ese momento donde el nivel de alcohol en la sangre
es capaz de derribar cualquier barrera. Y vaya que la derribó.
“Usted me da mucha confianza. Algo me
lo dice.” Yo dije “gracias”. Y entonces no tardó el “tengo que confesarle algo…”
seguido de una frase que me secó la garganta de un tirón: “Tengo una hija presa”.
“¿?”
Tuve que atravesar un largo trago de
whisky antes de soltar un “¿Cómo así?”. La historia fue larga y dura, contada entre lágrimas (algunas mías), retoques de maquillaje, ofrecer un pañuelo
que no tenía, pedir servilletas que se agotaron en el lugar y en el país, whiskies
que van y margaritas que vienen. La dama se fue liberando de algo que tenía
atravesado por dentro, muy apretado. Un dolor inmenso. Muchas lágrimas de por
medio. Como las que ahora brotaban con algunos intervalos de conversación. “¿Puedo
tomar su mano” me pidió con respeto. “Es que necesito agarrarme de algo
mientras le cuento”. Las manos que me sostenían y se sostenían eran suaves y
firmes al mismo tiempo. Ahora, mientras hablaba, se percibían las vibraciones,
la fuerza de los sentimientos.
Su hija protestaba pacíficamente
cuando la detuvieron. Dentro de poco cumple un año tras las rejas. “Yo también
estoy presa” dice la madre. “Vengo y bebo para olvidar, para dejar correr la
pena, pero mi corazón está allá, con ella, desde el día en que se la llevaron.
Desde allí mi vida gira en torno a abogados, tribunales, documentos, visitas en
su celda, compras de las cosas que necesita, preparación de la comida, procura
del agua, elección de los libros que leerá.”
“He oído y visto tantas cosas que
alcanzaría para escribir un libro. En la calle, en el edificio donde vivo, en
el tribunal de la causa, en la radio y la televisión, en la Universidad donde
estudia mi hija, en la celda. Todos hablan. Todos dicen. Muchos callan. Amenazas
(veladas y solapadas). Nadie sabe cuándo saldrá mi hija en libertad. Nadie me
lo ha podido decir con certeza.”
Le digo que están soltando a muchos detenidos
en estos días. Que tenga fe. Que todo tiene un final. Que cuando menos lo
espere ya estará con su hija en la casa. “Dios te oiga” dice mientras me
aprieta la mano. Apura su margarita y llama al barman para pedir la cuenta. Le
digo que yo me encargo y lo agradece.
Se para y antes de irse me abraza fuerte.
Escuché (o creí escuchar) algo así como un sollozo pero muy leve. Me dijo que nunca había entrado a ese
bar antes de lo de su hija. El despacho del abogado que le lleva el caso está
cerca y por eso ha venido varias veces a tomar sus margaritas. Que nuestro encuentro
no fue casual. Que le transmití mucha paz. Yo la abracé más fuerte. Nos miramos
a la cara, me dijo: “Bueno, adiós, me tengo que ir ya” y se marchó.
Fue muy emocional el encuentro. Tanto
que no le pregunté su nombre. Ni el de su hija. Ahora estoy pendiente de las
muchachas que liberan. Rezo por ellas. Me entero por twitter de las noticias. Y ruego a Dios porque se haya reencontrado con su hija en
libertad.
La vida sigue.
*Imagen: bebedoresmagazine.wordpress.com
Vaya! si... la Vida sigue!... Pasé a leerte como siempre y a dejar mi huella por aquí
ReplyDeleteHola Pansy!
ReplyDeleteGracias por pasar. Gracias por permanecer. Un beso grande.