Transcurrían los años de mi adolescencia, y a mis amigos se les ocurrió
que todos debíamos ponernos a criar peces, un pasatiempo muy interesante con
unas mascotas que ni ruido hacen en casa.
Así las cosas, fuimos a una tienda de mascotas que quedaba cerca de la
Plaza Tiuna, cuya especialidad eran los peces ornamentales. La tienda
impresionaba por sus enormes acuarios que reproducían diversos ambientes
submarinos, con piedras, algas, una especie de noria que generaba burbujas y
oxigenaba el agua, facsímiles de barcos hundidos y otros pequeños objetos para
que los peces se sintieran como en casa, eso decían.
Las atracciones principales eran los acuarios con peces cebra, con sus
rayas blancas sobre fondo negro, o rayas grises, o plateadas, según les llegara
la luz solar. Y las carpas doradas o “Goldfish”, unos peces color
naranja con unas aletas grandes muy vistosas.
Antes de comprar los peces había que comprar el propio acuario, que era
costoso para nosotros, y después los objetos que creaban el ambiente propicio
para los peces tales como el filtro del agua, la grava y
la arena, las algas, el generador de oxígeno, el anti-cloro y la comida de los
peces.
Una vez que está funcionando, el acuario se convierte en una fuente de
relajación total en la casa. Todos los días, apenas llegar de la escuela o del
trabajo, te puedes sumergir (en el sentido imaginario, claro está) con los
peces, observar sus movimientos y reacciones, la convivencia entre ellos, el
movimiento del agua con las burbujas de oxígeno y tantas otras cosas.
Mi acuario fue poblado inicialmente con una pareja de peces cebra. Yo
los veía iguales pero la señora del Acuario Tiuna los sabía diferenciar y me
juró que se trataba de un macho y una hembra. Ya en casa, disfrutaba al verlos
compartir sus días con tranquilidad, muy felices. Cuando les ponía la comida no
se la disputaban, sino que uno de ellos esperaba que el otro comiera y luego se
acercaba a hacer lo suyo. Una existencia en total armonía que me daba mucha
paz.
Cada mes lavaba el acuario, y para ello sacaba a ambos peces con un
colador y los introducía a un acuario más pequeño mientras limpiaba la grava,
cambiaba el agua, restregaba las paredes y luego de llenarlo de agua, agregaba
el anti-cloro hasta que, después de un tiempo prudencial, regresaba los peces a
su ambiente original.
Un día decidí agregar un nuevo miembro a la comunidad conyugal y compré
un goldfish, que aportó
belleza al acuario con sus colores, a veces rojo, a veces naranja o dorado,
según la incidencia de la luz. Aparte de la extrañeza que genera la llegada de
un nuevo inquilino, que ocurre igual para los peces, hubo aceptación de parte
de los cebras. El nuevo pez se acostumbró a convivir sin inconvenientes. La
pareja en lo absoluto varió sus hábitos. Y no puedo negar que estaba pendiente
de algún día ver a la hembra preñada y luego una nueva camada de pececitos
cebra en el acuario.
Un día estaba haciendo la limpieza y mientras trasladaba a los peces al
acuario pequeño, uno de los cebras cayó a través de las rejillas en el albañal.
Como éste tiene un sello de agua, el pez estaba vivo, nadando en la incomodidad
del sello mientras yo hacía esfuerzos inútiles por sacarlo sin hacerle daño.
Vanos fueron mis intentos. Ningún colador cabía por la hendidura. No pude. Como
no soportaba verlo allí, encerrado y desesperado, vertí una gran cantidad de
agua en el albañal hasta que desapareció del pocito del fondo. En realidad no
creo que haya sobrevivido en las cañerías mucho tiempo.
La tristeza mía se contagió rápidamente al pez cebra que quedó en el
acuario. Ni siquiera volvió a nadar igual. Se volvió taciturno, quedando por
largos ratos inmóvil, apenas moviendo las aletas para respirar, como en una
eterna espera por su pareja. Mientras, el goldfish permaneció indiferente, ajeno a su nueva realidad, como si nada hubiese
sucedido.
No volví a ver el acuario sin que la tristeza me perturbara. Igual
seguía alimentando y cuidando a los peces pero el entusiasmo fue mermando.
Uno de mis amigos viajaba con frecuencia al oriente del país y se trajo
a casa unos peces pequeños que capturó en un río. Los crió en un acuario y al
tiempo comenzaron a reproducirse en gran medida.
Eligió compartir con sus amigos algunos de las nuevas camadas porque su
acuario estaba saturado. Yo los fui a ver y me gustó su aspecto, por lo que me
traje tres para mi acuario.
Recuerdo que fue una noche cuando los coloqué junto al cebra y el goldfish. Al día siguiente, cuando fui a ponerles la comida encontré al goldfish flotando, malherido, y al cebra
destrozado por completo.
Los nuevos peces eran agresivos y durante la noche atacaron a los viejos
habitantes y los mataron. La agresividad no es algo que pueda ser visible para
que yo vislumbrara lo que podía ocurrir, y como los puse de noche no pude
evitar la tragedia. Cuando los vi en la mañana, ya no había mucho que hacer.
Devolví los peces asesinos a mi amigo, que también estaba asombrado por
lo que pasó pues en su acuario no sucedió nada extraordinario. Claro, todos los
peces eran de la misma especie asesina. "Tigre no come tigre", dice
un refrán.
El acuario y la cría de los peces pasaron a ser una experiencia triste
en mi vida.
A veces veo los acuarios en los restaurantes chinos, cerca de la entrada
y me detengo brevemente a ver los peces nadar apaciblemente, rodeados de algas,
luces, norias oxigenantes, barcos hundidos y esbozo una media sonrisa antes de
seguir hacia las mesas…
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