La
vida está llena de anécdotas. Cada cual más divertida. Hoy es día del padre, y
como puedo hacer lo que me plazca, les voy a contar esta:
Voy
con mi esposa a un espectáculo de jazz. En la antesala del teatro hay un evento
de una importante marca de cervezas. ¿Resultado? Cervezas gratis para todos. La
barra era una especie de escenario, decorado con la marca de la cerveza y dos
modelos (una chica y un chico) que servían. Me acerco a la barra y pido dos,
para mi esposa y para mí. En la barra estábamos dos en lo mismo. Las mujeres en
la mesa esperando, pero muy atentas a nosotros. ¿La razón? Reformulemos la
pregunta: ¿Las razones? La chica modelo de la cervecera era una mujer rubia,
deslumbrante, con unas tetas inmensas cubiertas trabajosamente por una pieza
que aquí llaman strapless, y que no se traduce en otra cosa que no sea un
escote maravilloso. Nosotros, los esposos, en la barra, muy circunspectos,
pedíamos nuestras cervezas cuando sucede lo inesperado.
Frente
a la barra, y para mantenerla bien iluminada, yo había contado unas siete
lámparas, alrededor de las cuales habían insectos volando (cosa común en
escenarios nocturnos al aire libre). Uno de ellos, una abeja para más señas, se
separó del grupo, y lentamente voló hacia el seno de la modelo, incrustándose
en la cavidad, ante la mirada atónita de los presentes.
Y
digo ´de los presentes´ porque en ese momento me di cuenta que no éramos ya
dos, sino que había llegado un tercero, un gordo que no disimulaba la atracción
que ejercían sobre él (y sobre todos, claro está) los inmensos pechos.
La
chica comenzó a decir (eran como gritos, pero en baja intensidad, para prevenir
el escándalo): “¡Ayúdenme!”, “¡Soy alérgicaaaa!”, “¡Dios mío, muévanse, hagan
algo por favoooor!”. El señor de al lado y yo, detrás de la barra, nos miramos,
a ver quién ayudaba, y al mismo tiempo miramos atrás, a las mesas donde
nuestras mujeres nos esperaban y miraban curiosas, preguntándose por la
tardanza.
Volvimos a mirarnos, sin movernos del sitio, y miramos a la chica,
que se había inclinado un poco, para no ser vista por los asistentes, y nos
miraba suplicante, gimiendo, y repitiendo: “¡Es que soy alérgica y no quiero
que me pique!”, “¡Ayúdenme, por favoooor!”.
Cuando
decidimos enfrentar el suceso y colaborar en la urgencia del caso, vimos como,
con un salto felino, el gordo recién llegado se apoderaba de la escena, atraía
la chica hacia sí y alargaba el tope de la malla que cubría los inmensos pechos
hacia él, metía la mano, lenta y valientemente, para, al cabo de unos largos
segundos, extraer la intrusa, y luego reponer con sumo cuidado la malla en su
sitio original.
La
chica respiro, gimoteó unos segundos, y se incorporó con su sonrisa radiante
como si nada hubiese ocurrido.
El
señor de al lado y yo vimos los dientes del gordo brillar sobre nuestros ojos,
en una sonrisa jactanciosa, mientras retirábamos las cervezas y volvíamos a las
mesas donde nuestras esposas (bien enteradas de que algo había acontecido)
esperaban por la anécdota.
Desde
la mesa, y mientras contaba a mi esposa lo sucedido, veía como la sonrisa
iluminada del gordo, desde su mesa próxima a la barra, sustituía en intensidad
a las lámparas desde las que había partido la abeja entremetida.
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