Transcurren
las horas y no termino de convencerme de querer salir de casa a pasear
librerías. No tengo la fe de encontrar sosiego en aquellos anaqueles que hoy
lucen tristes y muestran lo mismo que hace tres meses.
Tampoco
quisiera encontrarme con ese señor que acude con mucha frecuencia a la librería
que más visito. Aquel que me espera como fiera al acecho para, cuando apenas
entre, volar hacia mí y decirme que tal libro está en oferta en tal parte, o
que leyó tal otro y no terminó de gustarle. Que si tal autor está escribiendo
muy mal y un fastidioso y largo etcétera.
Es
tan solo mirarlo y ver el aburrimiento reflejado en sus ojos. Es intuir que quizás
lo han echado de casa, donde ya no lo soportan y se ha venido derechito a la
librería a sentarse al acecho de los asiduos, de los que como yo no tardarán en
caer en ese oasis en busca de una conversación gratificante con el librero, que
es tan sabio y sereno.
Allí está, listo para verter sobre el ambiente sus anodinas palabras, y en el tono
pétreo de su voz discernir su punto de vista sobre tal o cual literatura, o
sobre éste o aquel autor.
Si,
una vez caído en sus redes, por más que intente profundizar en lo que dice, no
pasará mucho tiempo sin que perciba que lo que hago es sumirme aún más en esa
espesa neblina que lo rodea, y que como tela de araña y sin ningún pudor suelta
sobre mí.
El
librero, conocedor ya del fenómeno, escapa sigilosamente, aprovechando la
distracción del saludo, a tomarse un café al tiempo que soy devorado lentamente
por el sujeto que minutos antes acechaba desde el sofá.
Allí
yacía, agazapado por horas, esperando pacientemente a su víctima que sabía no
tardaría en aparecer. Y no era otro que yo.
Y
sin atisbo de inocencia, sabía que estaba dentro de las posibilidades la de encontrarlo
y caer en sus garras. Pensar que el solo hecho de abandonar el recinto por
días, quizás meses, deseando que el individuo olvidara mi cara, o los temas de
la última conversa que había dañado y se fuera a esparcir su telaraña en otros
lugares.
Durante mi ausencia, cada tarde volvía al sofá donde se
situaba a la espera y comenzaba a tejer su gran red algodonada.
Mientras
más tardaba en volver, más espesa encontraría la telaraña. Me tiene el tiempo
tomado. La trampa consiste en la necesidad que tengo de sentarme a conversar
con el sereno y sabio librero sobre los temas comunes a ambos, la política y la
literatura oriental. Y el sujeto al acecho sabe que lo disfruto, y que en breve
voy a volver a caer en su nívea red.
No
importa que, a manera de precaución, me alce sobre la vitrina tratando de
detectar su presencia desde afuera. Es menudo, difícil de advertir desde el exterior.
Como
la araña en su tela, me espera pacientemente.
Las cosas no siempre salen como me
las imagino.
*Imagen de Carmela Lozzia en www.revistaohlala.com
Un personaje que existe, lo encontramos a menudo, lo bueno es encontrar la estrategia para ahuyentarlo. ¿Cuál será? Saludos.
ReplyDeleteHola mi bella RosaMaría! El hombre está en su derecho de estar donde quiere, lo que debo afinar es la estrategia para evadirlo o no tener que soportarlo. Un beso grande mi querida RosaMaría!
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