Carga
al niño en una especie de sabana que se amarra al cuello. Camina con seguridad
por caminos que conoce desde que tiene uso de razón.
Sus
pies salvan piedras, charcos, animales y objetos dejados a propósito. Va al
mercado a vender arroz. Es su medio de subsistencia. Y el del niño, que aun no
va a la escuela y que tampoco conoce la figura de un padre.
El
niño se aferra a lo que constituye su mundo, y que no es más que una manta que
lo envuelve y lo sostiene, pegado como está a una espalda de la que, de vez en
cuando, emerge un crujido de huesos, cansados como están de ir y venir al
mercado.
El
infante no ve la espalda, solo la siente. En su lugar hay unas trenzas de pelo
que cubren una tela plagada de arabescos de muchos colores, sobresaliendo el
rojo y el amarillo. Es una tela muy fina y suave. El niño aferra su mejilla y a
través de la misma siente el ritmo de respiración de su madre, a veces ajetreado,
a veces tranquilo, según vaya andando por los caminos o descansando a la sombra
de un árbol de las orillas.
Cuando
se siente intranquilo, o con un poco de hambre, el sabe que solo tiene que
aferrarse a esa espalda que es su mundo, y escuchar los latidos del corazón de
mamá: pum, pum, pum, pupúm. Ellos lo aquietan, lo ponen a soñar despierto, y a
veces, cuando se rinde, lo domina un sueño que es interrumpido siempre con un
alboroto de los muchos que se suceden a diario en el mercado. Y despierta.
Esta
vez le han quitado el saco de arroz a su madre que, cansada como está, no puede
correr detrás del juvenil ladronzuelo que se pierde entre los puestos con la
velocidad de una gacela.
La
madre se desespera y grita, llora, pide una ayuda que nadie presta. Cada quien
está en lo suyo. Apenas algunos voltean a ver a donde apunta su dedo y la miran
después con lástima.
No
solo se ha ido el arroz del sustento sino también el dinero recogido en las
pocas ventas que había hecho. A falta de cartera lo había guardado en una
pequeña bolsa de papel dentro del saco de arroz.
Ya
en las afueras del mercado, con las piernas cansadas por la corrida, se deja
abatir por la pena que la embarga, y llora amargamente, sentada como está sobre
una caja de madera llena de desperdicios cuyo olor no percibe, pero que
alcanzan a poner al niño a estornudar.
Llora
y se cubre el rostro con sus manos sucias y callosas. Gime y se desahoga. El
niño atrás no comprende lo que dice, pero lo siente. Ya conoce esa vibra. Ya
sabe pegar su oreja y escuchar el gemido desde su propio origen. Le pasa su
manito por los hombros, intentando en vano consolarla. Sabe que no comerán esta
noche otra cosa que desperdicios de frutas que pronto recogerá mamá de la
basura.
Así
y todo, retoman el camino a casa. El sol ya cae y lo llena todo de tonos
rojizos y amarillentos. El niño mira por sobre los hombros de su madre el
camino polvoriento que recorren. Una carreta les pasa por un lado y todo se
cubre de polvo. El tose, igual que su madre, y le arden los ojitos. Mira hacia
los lados y contempla los arrozales llenos de agua, adonde habrán de volver
para de nuevo iniciar la cosecha. Se entristece y de nuevo pega su mejilla a la
espalda de su madre y se va dejando embrujar por el ritmo de unos latidos quejumbrosos:
pum, pum, pum, pupúm. Pum, pum, pum, pupúm.
Ya está oscuro y el sueño lo vence
de nuevo, a pesar de los crujidos de su estómago, que se confunden con los de
su madre. Ella, por su parte, prosigue su largo peregrinar, con la frustración
en puertas, y las lágrimas que silenciosamente van cayendo y desapareciendo
entre las piedras del camino.
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