Difícil de entender la naturaleza humana. Ayer estuvieron por aquí, como hordas, haciendo largas filas desde antes de amanecer.
Esta vez nos despertaron ellos a nosotros. Por lo general es al revés.
Se notaban ansiosos. Las filas eran largas. Reclamaban furiosamente si alguien osaba acercarse a las entradas.
Bien raros que son estos humanos.
Tan raros que algunos son capaces de entender que yo puedo hablarles.
A uno de esos me acerqué a preguntar qué pasaba.
“Viernes Negro” respondió parcamente, mientras dejaba caer parte de su sándwich de madrugada, lo cual yo aprovechaba para desayunar antes de la hora, claro, si estaba despierto y en la fila, siempre movido por mi curiosidad.
Todos en el árbol nos levantamos temprano, movidos por el ruido. Hacía mucho frío esa noche. A esta hora en que reina el silencio en días normales, hoy había ruido. Como yo puedo hablar con los humanos, fui el único que salió del árbol y se acercó. Los demás quedaron despiertos, en las ramas, un poco confundidos por el ruido y la falta de luz.
Insistí con el humano que entiende que hay un pájaro que habla: “¿Y a cuenta de qué este ´Viernes Negro´?.
“Bueno, es día de ofertas, todo más barato, así podemos ahorrarnos algo en las compras”.
“¿Y que vienes a comprar?” insistí, tratando de parecerle simpático.
“No lo se” respondió el humano. “Nos dijeron que habían buenas ofertas y aquí estamos”.
A medida que transcurrían los minutos la fila se hacía más larga, y la ansiedad aumentaba, ya tirando hacia el nerviosismo. No se veía ningún empleado de la tienda en el exterior. Ni una luz desde el interior. Tan solo un anuncio que indicaba que abrirían a las seis, cuando ya la fila tendría, en el caso del amigo que entiende que hay un pájaro que habla, tres largas horas.
Detrás había una familia completa. La madre, el padre y los niños que dormían en sus brazos. El padre no dejaba de bostezar cada minuto, con cara de enfado. La madre hacía lo mismo, pero con cara de angustia, y así podría ir describiendo los sentimientos de los humanos de la fila.
La madre, de la familia de atrás, balbuceaba de vez en cuando al padre: “¿cuando diablos irán a abrir esto?”, a lo que el respondía entre dientes. “es a las seis, faltan dos horas todavía”. “Es que la beba me pesa demasiado y se me están durmiendo los brazos”. “Pues siéntate en el piso, no hay nada que pueda hacer” respondía entre dientes el padre con el otro bebé en brazos.
Y así fue pasando el tiempo en este inusual “Viernes Negro”, hasta que a falta de poco para las seis comenzaron a encenderse las luces internas, y yo comenzaba a preguntarme si los empleados habían dormido dentro del local, porque nunca ví a nadie acercarse con uniforme de la tienda.
A medida que esas luces internas se encendían crecía el ruido afuera, y el nerviosismo, y la angustia, y la desesperación no tardó en aparecer.
El hombre que habla con los pájaros ya había terminado su sándwich y conversaba con los de la fila, ignorándome, no se si a propósito: “Ya pronto van a abrir, espero encontrar algo que valga la pena”, les decía. Y yo me metí en la conversación, claro que sólo él podía entenderme: “¿Qué crees que vas a encontrar allí adentro?”, pregunté. “No se, cosas, una cámara, aunque yo tengo una muy buena, pero puede ser que encuentre una a buen precio, y no lo pienso desaprovechar”. Y el humano de atrás, el de la familia y el niño en brazos respondió, quizás sintiéndose aludido por la afirmación del único que me entiende: “las ofertas hay que aprovecharlas porque no son todo el tiempo, aquí estoy con toda mi familia desde las tres, como tú, y no se que voy a comprar allí adentro, pero hay que sacar provecho de las rebajas”.
Finalmente hubo ruidos en la puerta de acceso, se abrió exacto a las seis, y la fila comenzó a entrar desesperadamente, furiosamente, en busca de las ansiadas ofertas de “Viernes Negro”. Hubo un gran tumulto en la puerta, casi la rompen por tratar de entrar varios al mismo tiempo, nada de orden, nada de disciplina, solo las ofertas importaban.
Adentro se diseminaban como hormigas, en busca de los objetos del deseo.
Yo no entré. Se que allí corro peligro. Tan solo me limité a esperar al hombre que habla con los pájaros. Volé a un árbol cercano, desde donde observaba la puerta.
Luego de varias horas de espera, lo vi caminar hasta su auto, con el carrito de compras, que no llevaba muchas bolsas para el tiempo que se había pasado allá adentro.
Volé hasta él, y me posé en el carrito de las compras: “¿Y bien? ¿Has tenido buena pesca?” intenté una vez más ser simpático con el. “Nada, todo caro, pocas rebajas en cosas que no me interesaban. Llevo una cámara buena, como la mía. Quizás venda la vieja y me quede con ésta. Mejor vuelvo en diciembre” dijo mientras abría el baúl de su auto y metía las pocas cosas que había comprado.
“Encárgate de él” dijo en tono de burla mientras se marchaba, dejándome en el carrito de las compras, atravesado en el aparcamiento. El sabe que yo no podría mover el carrito, pero igual partió raudo, y yo me he quedado de una pieza, posado sobre el carrito, pensando en lo extraño que es a veces el espíritu humano.