El
hombre que camina en la calle y no sabe para dónde va se detiene a mirar al
cielo, como quien busca una estrella.
El
cielo está despejado, casi sin nubes, y es de un azul precioso. Pero no se ven
las estrellas. Porque las estrellas no se ven de día. O es más difícil. Todo se ve azul, un azul uniforme, como el
de una marca de cigarrillos.
Siendo así, ¿qué ve el hombre en el cielo? ¿qué lo hace detenerse a
mirar?
La gente pasa por su lado y ralentiza la marcha. Unos
cuantos observan disimuladamente hacia arriba. Pero no hay nada extraño en el
cielo. Por lo menos nada de que sorprenderse.
Desde ese día, pasar por esa calle y en ese preciso
lugar no es posible sin mirar al cielo, hacia el sitio en que aquel hombre que
no sabía para donde iba miró esa tarde.
El cielo cambia cada vez. Unas veces está nublado y
gris. En otras tiene tonos diferentes de azules y una que otra nube se asoma
aquí y allá, tal vez más allá. Pero, a pesar de que el tiempo pasa, no se
muestra nada extraño en su extensión. O no nos percatamos. Como si lo hizo el
hombre aquel que no sabe a dónde va.
Digo que no sabe a dónde va porque lo he visto muchas
veces. Y no lleva prisa. Parece andar sin rumbo, sumido en sus pensamientos.
Mirada fija hacia el frente. Si llevase un bastón y un perro guía diría que es
ciego. Pero no lo es. Me he dado cuenta que mira porque evade los obstáculos,
como un hidrante que está en esa calle atravesado. Lo rodea y retoma la línea
sobre la que venía caminando.
Viste siempre casual, camisa de algodón y pantalón de
tweed. Los zapatos de tela están muy limpios. A ojos vista no es un hombre de
la calle, un vagabundo, no. Parece un profesor de la Universidad. Aunque allá
no lo he visto. Puede que se haya retirado antes de que yo pasara por primera
vez por esos predios. Nunca nos hemos topado.
Salvo en esa calle donde de cuando en vez lo veo mirar
discretamente hacia las alturas, como midiendo algo, como cerciorándose que aún
está allí ese algo que más nadie puede ver.
Yo a veces me siento en un banco cercano, al principio
de la calle. Que no siempre está vacío, hay gente a la que también le gusta
sentarse allí. Si lo veo ocupado camino un poco más adelante, hasta un café,
donde intento ocupar una mesa de dos que está cerca de la salida, y a través de
un vidrio veo la calle. Es en esos momentos de solaz que lo veo pasar.
Puede que haya habido días en que me distraigo con una
lectura, y el hombre pasa y no lo noto. Puede ser. Es más bien cuando me pongo
a pensar en cosas y a divagar mirando la calle cuando aparece esa figura de
pantalón de tweed de colores claros que lo identifican. Y llegado a cierto
punto voltea hacia el cielo. Da la idea de que copia algo o que recibe una
instrucción, o un mensaje breve y continúa, evadiendo el hidrante de más
adelante, dando entonces la apariencia de un ser normal, como tantos otros que
cruzan por esa acera.
Al salir del café y en ese punto, también miro al
cielo. A veces hay nubes y trato de ubicar en su forma una figura, un mensaje.
Muchas veces la vista me hipnotiza y he tropezado con el hidrante, cosa que no
le ocurre a él, que mide bien el tiempo de recibir la señal y retoma la visión
del horizonte.
El cielo tiene el enigma. Y muy probablemente la
respuesta que busco con curiosidad, y aún no llega.
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