Luminosa mañana de domingo. El hombre
recién llega de España deseoso de trópico. “Allá hace mucho frío ahora –dice– y
prefiero estar por aquí estos meses.”
Pues resulta que aquí la cosa ha
cambiado, y no hallo como explicarle. Me pide que lo lleve a la playa. Al
litoral, pues no quiere tomar mucha carretera. Comienza entonces el suplicio.
¿Dónde llevarlo? No tengo la menor idea. He oído muchos cuentos de terror, pero
no le digo nada. No me atrevo. Y por demás no me cree. Piensa que exagero. Que
la prensa es amarillista. No puedo convencerlo de que es la realidad en que
vivimos.
Así nos vamos. Montamos las cosas en
el carro y tomamos la autopista. Bajando. Mucha cola. De todas partes hay unos
ojos que nos ven. No nos quitan la mirada. Tampoco puedo explicarlos. Finjo
ignorarlos. Noto que él los ve. Tampoco pregunta. Están en todas partes. En los
muros. En los edificios y las casas. Los mismos ojos. El mismo personaje.
Al fin avistamos el mar azul. Dice
que estos azules y esta claridad no se ven en España. “Que aquí hay mucha luz”
piensa él. Es el sol del mediodía. “Y oscuridad también hay” pienso yo. Podemos
ir al este o al oeste al final de la autopista. Creo que es mejor al este. No
lo pienso más. Vamos al este. Unas playas que no visito desde hace años. En
1999 hubo un deslave. La forma del litoral cambió. Rodamos sobre un cementerio.
Abajo, en el subsuelo, hay gente enterrada. No lo menciono ni por azar. Solo
vamos a la playa. No sé a cual, pero a la playa. Rodamos. “Aquella se ve buena”.
“Más adelante” respondo yo, pero sin saber cuánto más adelante.
Nos detenemos un instante en el
legendario Bar “Miami”. El español está eufórico. Compramos la guarapita de
guanábana. Es mundial. Salimos sonrientes y reanudamos la marcha luego de las
fotos. “Esto no lo hay en España.” dice. Lo sé. Es sólo allí. Durante un siglo.
Rodamos. La costa y sus azules haciendo lo suyo al lado izquierdo. Es un paisaje tras otro.
Paro en un lugar donde hubo un
restaurant muy famoso, con un enorme pescado rojo en la puerta. El pescado
sigue allí tras el deslave. Pero no es el mismo lugar que conocí y guardo en la
memoria. Aun quedan ruinas. El quiere ir a ver la playa y sigue de largo hacia
la arena. Yo me detengo en el restaurant. Pregunto por el pescado. Ha habido
buena pesca y hay de todo. Elijo una sopa con un cangrejo rojo de corona, que
había visto en otra mesa. Pregunto de una vez sobre una playa segura. “Ninguna”
dice el mesero. “Hace poco robaron en Osma. Aquí cerquita. Llegaron en motos.
Con armas. Todo el mundo al agua, hombres, mujeres y niños. Estos últimos sin
comprender. Amenazaron con matar al que saliera del agua. Robaron libremente,
desde bolsos hasta carros, cuyas llaves encontraron. Aquí no hay nada seguro.”
Después de caminar por la playa, mi
amigo español ha regresado. Dice que no tiene hambre. No me preocupa porque
llevamos sandwichs en la cava. Pregunta que adonde iremos. Le explico que hay
que rodar mucho más adelante. No se queja. Los paisajes lo deslumbran. Foto
aquí, foto allá. Rodamos. Más adelante veo un letrero de posada y una playa
pequeña. Entramos. Hay un custodio. Le indico que vamos sólo a la playa y dice
que está bien.
Sacamos las cosas del carro y abrimos
los parasoles. De la cava tomamos un par de cervezas. El ruido del oleaje nos
relaja. Somos los únicos en la playa. Una ensenada pequeñita. Se oye un
chapoteo de agua desde la posada. Intuyo que hay una piscina. La gente la
prefiere al mar. Yo discrepo. Por fin el amigo enfila hacia el mar. Va como con
ansias. Corre hacia él y pronto se sumerge. Parece un niño jugando con las
olas. Saco un libro. El sol está muy fuerte a esta hora. A él no le importa. Juega
con el oleaje. Nada para acá y para allá. Se hunde y aparece por otro lado. Me
hace señas para que vaya y finjo no verlo. A esa hora no quiero.
Una voz me despierta. Me he quedado
dormido con el libro en la cara. No sé por cuánto tiempo.
El español está rojo como un camarón.
Consecuencia del solazo vertical. Pero sonríe. Se come un sándwich. Dice que el
agua está buena. Que me zambulla. Que esto no se ve en España. “Y dale la burra
al trigo” pienso yo que dirían ellos. Y voy al agua. Está tibia. Se siente
bien. Nado un rato. Ahora es él el que lee. Veo la posada tras la cerca. Oigo
las voces en la piscina. Nadie sale. Debe estar muy bueno. Yo digo que mejor
que no salgan. Así el mar es para mí solito. No sé porqué en ese momento pienso
en un tiburón. Y me doy vuelta. Pero no veo nada. Me quedo quieto observando la
superficie, perturbada solo por las olas. ¿Qué secretos esconde este mar? Me
olvido del tiburón y nado, de espaldas, de pecho. Ahora soy yo el niño. Miro a
los parasoles y veo a mi amigo boca abajo en la arena. Se ha quedado rendido. Me
pregunto cuántas páginas habrá alcanzado a leer antes de caer. La sombra del
parasol lo protege. Menos mal. Ya estaba suficientemente rojo.
Cae la tarde y regresamos. Se nos
hizo muy tarde viendo el crepúsculo y tomando fotografías de esta tierra de
gracia. Pongo la radio y hay cadena. El Presidente habla de sus logros en
seguridad. No soporto y cambio a la música. Suena Billy Joel. “Innocent man”.
Cantamos en la cola de regreso. Pasan motorizados ebrios que casi nos dan en la
oscuridad. Finjo demencia y canto más duro: “Oh, Yes I am, an innocent man!”
Más adelante los túneles. No tienen
luces. El tráfico está muy lento. Y hay mucho alcohol en las venas alrededor. Es
como sumergirse en la nada. Solo las luces de los autos como cocuyos. El no
dice una palabra. Busca la tranquilidad en mis ojos que lo evaden. Ambos
tenemos miedo. Motos como abejas nos pasan por los lados. Hombres ebrios las
tripulan como pueden. La cola se detiene y si avanzamos es con lentitud. Es en
esa cueva oscura y en un lento andar cuando reparo en la música. Goodnight
Saigon: “And it was dark. So dark at night. And we held on to each other, like
brother to brother. We promised our mothers we´d write. And we would all go
down together. Yes we would all go down together”.
* Imagen: www.clementinaramos.com