Estoy viajando en la línea del tiempo
y de repente me veo, atrás muy atrás, en otro lugar. Fue cuando comencé a ir a
la escuela, en Puerto Ordaz, y debía transitar por una larga vereda de varias
cuadras antes de llegar a ella, o a mi casa desde ella.
En ese entonces la ciudad era muy
segura y mamá me enseñó a ir y venir solo del colegio. Con las advertencias de
rigor, yo iba y venía a diario sin ninguna perturbación. Nunca la tuve. Ni por
asomo.
Poco tiempo después se me unió un
compañero. Se llamaba Bienvenido. Vivía a cuadra y media del colegio –yo vivía
a seis–. Estaba conmigo en el salón de primer grado. Casi no hablábamos en
clase pero siempre nos veníamos juntos, y cuando yo iba a clases, al pasar por
su casa lo llamaba y de allí seguíamos juntos.
Todo el año hicimos o deshicimos el
trayecto. Y así, como sin querer, nos hicimos amigos.
Cuando terminó el año escolar y ya
estábamos de vacaciones mamá nos informó que volveríamos a Caracas. Decisión
repentina de mis padres. Y sin consultar. Yo amaba Puerto Ordaz. La casa donde
vivíamos. El patio. La cuadra. Los vecinos. El columpio en el árbol del patio.
Y encontrarme con Bienvenido camino a clases. No podría avisarle que la
historia llegaba a su fin. Nunca pude.
Cuando llegamos a Caracas, vivíamos
en una pensión –que así se conocía una casa de vecindad donde mamá pagaba una
renta mensual para que nos permitieran dormir en un cuarto con varias camas–
que no me gustaba para nada. No habían más niños, salvo mis propios hermanos.
Me inscribieron –tarde– en una nueva escuela donde no conocía a nadie. Fue
difícil. En los recesos estaba solo. Me sentía solo. Y no hacía más que
recordar mi camino a la escuela en Puerto Ordaz y las conversaciones breves y
sustanciosas con Bienvenido.
El era muy pulcro. Siempre estaba
impecable. Usaba guardapolvo, que era una especie de bata blanca que cubría el
uniforme para que no se ensuciara. Y que yo no tenía por dos razones: una,
porque mamá no podía comprarlo, y dos, porque la escuela dijo que era opcional.
Cuando yo lo veía me parecía que yo llevaba la mitad del uniforme. Que iba la
mitad de impecable que él. La mitad de presentable. Era él un tipo muy sencillo
que nunca me miró con desdén por no llevar el guardapolvo. Y me regaló su
compañía y muy buenas conversaciones.
A veces eres feliz con muy poco. Y no
lo sabes hasta que lo pierdes.
*Imagen: Vista aérea de Puerto Ordaz, Bolívar, Venezuela.
Hermoso recuerdo, seguro que Bienvenido tambièn se acordarà de ti. Tuve un amigo que se llamaba Bienvenido, una historia bonita: yo cocinando con la ventana abierta de espaldas a la mesa... un movimiento leve y un leve trino me hicieron voltear, y allì estaba... Un hermoso canario que me miraba moviendo su cabecita. Lo demàs fue sencillo, agua en la otra esquina de la mesa, manzana rallada, cerrar la ventana, comprar una jaula grande... y Bienvenido se quedò en casa, creo que nos elejimos mutuamente. En el barrio nadie reclamò y creo que si lo hubiera soltado algùn gato lo hubiera comido... Saludos.
ReplyDeleteHola mi querida RosaMaría. Pues me imagino que si, aunque ni idea de dónde está ni que hace a estas alturas. No hay nada en la red. Tu Bienvenido no pudo caer en mejores manos. Un beso enorme mi RosaMaría.
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