El
martes murió mi padre.
Ya
no lo volveré a ver en vida. Me quedan solo los recuerdos.
Nuestros
últimos años fueron los mejores de nuestra relación, caracterizada por
episodios contrastantes en cuanto a puntos de vista y opiniones. Lo que para mí
era blanco para él era azul y ambos estábamos convencidos de tener la verdad en
las manos. Esto fue motivo de discusiones y disputas. Muchas.
Desde
que me casé por primera vez en 1990, él cambió conmigo. Se hizo más comprensivo
y yo también cambié. Empecé a entenderlo como persona. A recordar lo que me
contó de su infancia pobre. Los trabajos que realizó. La vida que tuvo. Y cómo
eso influyó en su personalidad, en el hombre que terminó siendo.
Su
infancia lo marcó. Desde que, siendo un niño tuvo que salir a vender dulces de
coco que preparaba su mamá para ayudar a mantener el hogar. El no quería vender
los dulces porque prefería estar jugando con los otros niños. Pero su mamá se
lo exigía porque necesitaban el dinero. Su padre había muerto y no había
entrada de dinero a la casa.
Caminaba
por todo el pueblo de El Callao vendiendo los dulces porque sabía que no podía regresar con
la cesta llena a casa. Y fue conociendo gente, sus clientes. Y esa misma gente
lo fue conociendo a él.
A
veces descuidaba su oficio para montar la bicicleta de sus amigos y dejaba
pasar el tiempo hasta que se acordaba de los dulces y era ya tarde para venderlos.
Aunque no lo había visto, mi abuela sabía que se había distraído, y lo
castigaba. Pero igual la escena volvía a repetirse. Así era él. Nunca cambió.
Los
ojos se le iluminaban cuando hablaba de su familia pequeña. De su padre
Reginald Ifill, oriundo de Barbados. De su madre Beatriz. De sus
hermanos, que eran seis. Cinco murieron cuando él era muy joven. De ellos,
recordaba con muchísimo cariño a su hermana Silvina, la mayor, y que murió de
una enfermedad desconocida en la adolescencia. Eran muy unidos como hermanos y
eso lo golpeó.
Su
hermano Frederick, el Ingeniero, que falleció hace 22 años, me dijo una vez que
pensaba que mi papá tenía más talento para la ingeniería que él. Pero no logró
convencerlo de venirse a Caracas a estudiar. Yo eso no lo pongo en duda,
después de muchas conversaciones con papá, donde veía cómo entendía fenómenos
de cierta complejidad.
Le
gustaba mucho la cultura. Leía bastante lo que cayera en sus manos. Los
periódicos los examinaba de principio a fin y luego le gustaba debatir los
artículos que consideraba más interesantes. Compraba revistas científicas que
luego devoraba y compartía con nosotros. Nos obligaba a escuchar todos los
sábados en la mañana un concierto completo de música académica en la Radio
Nacional de Venezuela y difícilmente nos permitía ver otro canal que no fuera
la desaparecida Televisora Venezolana Nacional Canal Cinco (TVN-5). No dejaré
de agradecérselo jamás.
Se
casó con mi madre en Enero de 1960 y estuvo con ella hasta el final de su vida. Tuvo
cuatro hijos y deja cinco nietos.
Aprendió
mirando a otros la mecánica automotriz, y ese fue su oficio de vida. Apenas una
pequeña variante fue que al instalarse en Caracas aprendió la mecánica de
maquinaria pesada (retroexcavadoras y tractores), y de ella se hizo el mejor.
Ahora
que no está se me agolpan en mi mente todas sus anécdotas. El las repetía
mucho, como para que nos fueran quedando grabadas en la memoria. Y las que
vivimos. No podré olvidar jamás verlo compartiendo con su hermano Frederick una
copa de Pernod en Navidad, contando anécdotas suyas o comunes a ambos. Revivo
los domingos en que nos llevaba a conocer los parques de Caracas. Y los Museos, las Iglesias, los Monumentos.
Era
ese mi padre, del que estoy muy orgulloso, y que está desde hace tiempo
sembrado en mi corazón. No sé dónde estará en este momento, sólo sé que lo
extraño muchísimo.