Día soleado, como para estar en la playa, cielo azul despejado
completamente. Sin embargo, la atmósfera adentro no es de relax, sino de un aparentemente
rutinario día de oficina, con toda la agitación que lo caracteriza.
Camino por un pasillo de luces fluorescentes que me lleva, a través de
una intersección, hacia otro donde atino a ver que se acerca La Dama, caminando
con pose de distracción. Pasa frente a mí sin inmutarse y prosigue su marcha.
Irrumpo en su pasillo y le digo desde atrás: “Será que dormimos
juntos…(y por eso no me saludas)”. Lo que está entre paréntesis lo dije muy
entre dientes.
La Dama caminaba unos pasos delante de mí. Pensé que me había visto en
la intersección. Y me había ignorado. De allí mi afirmación.
Al mismo tiempo aparece en escena Víctor, un compañero de trabajo que caminaba
en sentido contrario por el mismo pasillo de La Dama (y ahora mío), cuando escuchó
mi afirmación.
Pude ver su cara ruborizada, mostrando entre asombro y molestia, al
tiempo que hacía gesto de esconderla o mimetizarla contra la pared, en un
intento vano por hacerse invisible ante nosotros o intentar un “yo no estoy
aquí”. La Dama rió nerviosamente. Yo también reí. Víctor simuló lo propio, pero
internamente. Por lo que pude observar, parecía molesto o perturbado. Todos
reímos nerviosamente, como quien está en una fiesta a la que no fue invitado y
ha sido descubierto.
Cuando Víctor siguió su marcha, expliqué como pude las razones que tuve
para decir aquella frase a La Dama. Le dije que se debía al hecho de que no se
había inmutado cuando pasó frente a mí. Ella negó haberme visto en el cruce de
pasillos.
Víctor, por su parte, se había marchado con su versión de los
acontecimientos. No alcanzó a escuchar la explicación. Lo había entendido como
una proposición indecente de mi parte hacia La Dama. Había escuchado: “¿Será
que dormimos juntos?”. Una invitación pues, con todas las de la ley.
Luego de ello La Dama entró en el servicio, yo continué por el corredor al
tiempo que Víctor se dirigió a su oficina. Levantó el teléfono y en voz baja cuchicheó
con alguien del entorno: “Sabes la última, el Caballero ha invitado a La Dama
al lecho”. Por el auricular se deslizó una exclamación. “¿Siiii? ¡No puede ser!
¿Y entonces?”. “Y en pleno pasillo” continuó Víctor su pequeña cháchara. “Como lo oyes. Yo
pasaba y fui invitado de piedra. Menos mal que ni se fijaron en mí, tan
interesados como estaban el uno en el otro”. “¿Y después que pasó?” soltaron
desde el auricular. “Pues nada, siguieron por el pasillo hablando
cariñosamente. De esta noche no pasa”.
Más tarde, luego de superar el ajetreo característico del atasco vehicular vespertino de Caracas, Víctor llega a su casa y le cuenta a Chichila,
su esposa: “¿Sabes que El Caballero de Marras ha invitado a La Dama a acostarse
juntos?”. “¡Noooo!”, responde asombrada y con cara de chisme la mujer. “Si. Sin ningún
pudor. Ya no hay respeto en el sitio de trabajo. La mujer ni se inmutó. Accedió
de inmediato”, prosiguió Víctor. “Es que ese Caballero está de lo mejor, en su
punto”, interrumpió Chichila. “Vamos, mujer, ¿Qué pasa aquí? Solo te estoy
contando”, rugió Víctor. “Tranquilo Víctor, –dijo Chichila– sólo bromeaba. ¡Qué
humor!”. “Cuidado con una vaina”, siguió rugiendo el marido.
Riiiiiing, suena el teléfono. Atiende Víctor: “¿Aló? ¡Ah! Hola Ismael.
¿Qué cuentas? ¿Yo? Bueno, aquí, peleando con Chichila. En mi cara echándole los
perros a un compañero de oficina. Lo vio en la fiesta de Navidad y no le quitó
nunca el ojo de encima. Claro, yo me hice el loco pero lo vi todo. Menos mal
que el hombre está enredado con una Dama en la oficina. Los capturé, él
invitándola a acostarse y ella aceptando de una buena vez. La pecosita aquella
que conociste en el Bowling. Si, si, La Dama. Umjú, con el mismísimo Caballero,
nada más y nada menos. Si, cuéntaselo a tu jefa para que esté alerta. Tú sabes
cómo son las cosas en la oficina. Cuando vienes a ver. Pues todo bien, chico,
Chichila bien, los muchachos bien, ¿por allá? Me saludas a toda esa gente. Nos
hablamos. Adiós”.
Una vez terminada la cháchara telefónica, Víctor se cambia de ropa y se
dispone a realizar su tanda de ejercicios vespertinos. La criada, que andaba
por allí, lo mira y se le acerca soltando a quemarropa: “¿De qué te ríes que de tu picardía
te acuerdas?”. El, entre sorprendido y acostumbrado a que ella lo increpe así
cuando Chichila no está a la vista, responde, no sin antes mirar bien
alrededor: “No es nada, una pareja de la oficina ofreciéndose sexo en el
pasillo y acordando de una ir al hotel. Es que estos son fines de mundo”. La
criada hace un gesto interrogativo con la nariz. Víctor, mientras comienza su
rutina de ejercicios en la caminadora, prosigue: “¿Quiénes más? La pecosita que
invitamos al desayuno del sábado y El Caballero. Yo tampoco lo creía, pero no
me lo contaron, yo mismo lo ví con estos ojos que se han de comer los gusanos.
Fines de mundo Eloísa, fines de mundo”.
En eso repica un teléfono celular. Enfrascado como está en su rutina de
ejercicios, Víctor hace un gesto a Eloísa para que corte la llamada, pero ella
entiende que es para que atienda.
“¿Aló? Sí, este es el teléfono del señor Víctor, yo soy su criada. ¡Ah! ¿Cómo está señora
Dama? ¿El señor Víctor? Ya se lo paso”. Eloísa giró su mirada hacia Víctor, con
el telefonito cubierto por su mano: “Señor Víctor, es La Dama”.
Víctor ya había puesto la mano sobre el botón de pausa para regañarla
por haber atendido, cuando escuchó, entre gotas de sudor, la palabra “Dama”.
Miró a Eloísa, con ojos desorbitados, sin saber qué decir. Pero no pudo moverse
de la caminadora. Sus piernas, deshuesadas como habían quedado, no respondieron
al llamado inicial.
Un poco más allá, oculta tras una columna de la casa, Chichila se sostenía
a duras penas, jadeando, con manos temblorosas, aguzando lo más que podía el oído,
preparándose para lo que venía.
Lo mejor estaba por comenzar…
*Imagen: www.howstuffworks.com
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