Todo
es diferente aquí. Y no puede haber comparación. Desde la comida, pasando por
los modismos en el habla, el clima, la lluvia, los colores de la ropa, el
horario del trabajo, el sabor del café, todo, todo cambia.
La
gente por lo general es más reservada que de donde vengo. Entran en confianza
al notar el acento y saber que no es local. Inicialmente intentan atinar con
regiones del país, hasta que se rinden, y yo confieso.
Conocen
nuestros problemas muy de cerca. Lo ven a diario en las noticias. Ven los
padecimientos en la calle. Porque somos muchos aquí. Y no todos han llegado de
la mejor manera.
En
cada puerta de supermercado hay dos o tres paisanos esperando una limosna.
Muchos tienen un letrero indicando el origen. Hay niños. Me pregunto qué pasará
por la mente de esos niños, el porqué están allí, por qué hace tanto frío, por
qué llueve todos los días, y por qué cada lluvia es tan distinta.
Llueve
vertical, con goterones, llueve horizontal con mucho o poco viento, a veces hay
unas gotitas minúsculas que caen y no se sabe si está lloviendo, porque miras
al cielo y no hay nubes grandes, las gotitas parecen traídas por el propio
viento, de otra parte. Hay días que amanecen claros, soleados, y de repente,
vienen juntas, la nube y la lluvia torrencial que desaparece en instantes, como
persiguiendo a la nube que las dejó caer.
El
habla tiene muchas muletillas: “de pronto”, “digamos”, “cierto”, y vocablos cuyo
uso desconocía, como “regáleme su firma” (firme aquí), “veci” (vecino), “diligenciar”
(llenar una planilla), “embolatar” (enredar algo), “chatarrear” (investigar con
énfasis), “bacano” (muy bueno), “costado” (lado) y así, la lista es
interminable.
Así
como proliferan los días grises, los colores habituales de la ropa también son fríos,
como el azul oscuro, el gris, el negro.
Una
vez que la reserva desaparece en el trato, la misma da lugar a una amabilidad y
cortesía pocas veces sentida. Se siente la fuerza del cariño en el trato. Como
cuando ofrecen el “tintico”, que no es otra cosa que un cafecito negro.
Se
trabaja muchísimo, y desde muy temprano. En todos los sitios ves gente entrando
muy temprano a trabajar y saliendo tarde a sus casas. Lapsos de 10, 12 o 14
horas diarias son relativamente normales. Hacen pausas en esos espacios de
tiempo, para charlar un poco, tomar el tinto o contar anécdotas.
Las
escenas campestres a las afueras de la ciudad son idílicas. Mucho verde, vacas
pastando apaciblemente, lluvias, café caliente y unos escenarios bucólicos, con
olor a hierba, a tierra húmeda y a flor de mastranto. Caídas de agua de
ensueño, lagunas que aparecen y desaparecen entre la neblina con sus aguas
misteriosas, frailejones, helechos…
Uno
viene aquí por primera vez y queda enganchado, aunque no sepa la causa. Siempre
se quiere volver. Y como dice el lema turístico, que se explica solo: “el
riesgo es que te quieras quedar”. Es una preciosa ciudad. Es Bogotá, Colombia.