Si
abres un mapa de Venezuela, nunca encontrarás a Sosa. Salvo que hagas una
búsqueda minuciosa. Sosa queda cerca de El Sombrero, aunque hay gente de El
Sombrero que no sabe cómo llegar.
Fui, invitado por mi prima Maritza, que es agricultora y tenía unos
sembradíos de maíz en las cercanías. Para regar, tomaban el agua del río
Guárico. Quise ver el río y me dijo que no era nada llamativo. Fuimos a ver, y
si, pasa como si no quisiera que lo vieran, todo quietud, aguas oscuras,
serpenteante entre las cañadas, un siseo.
Maritza
vive en Altagracia de Orituco, a 140 kilómetros de Sosa. Yo pensaba que era más
cerca. Para ir tomamos la carretera troncal 11 hacia el oeste, pasamos por el
pueblito de Taguay y un poquito antes de llegar a El Paso del Cura (así se
llama el lugar, y es tan pequeño que no parece que fuera un pueblo), dejamos la
carretera y cruzamos hacia el sur. De allí fue rodar y rodar entre sabanas y
sembradíos. Pasamos San Francisco de Cara y Barbacoas, el pueblo de Simón Díaz,
autor de “Caballo Viejo”, hasta encontrarnos con la Troncal 13, que va a El
Sombrero.
Luego
de pasar El Sombrero, aparece del lado izquierdo la carreterita que va hasta
Sosa. Es angosta, de dos canales. En el trayecto se pasa por casas que están en
la orilla, eso cuando la vista no es sino sabanas o sembradíos. Los vecinos
ponen muchos reductores de velocidad en el pavimento (los llaman policías
acostados). Ellos lo justifican diciendo que han atropellado a varias personas,
conductores ebrios o conduciendo a exceso de velocidad. Entonces no se puede
correr mucho.
Un día lo olvidé y le pasé por encima a uno. La camioneta voló
por los aires y al caer se apagó. Me quedé varado cerca de unas casitas
funerarias que ponen a los lados de la vía. Mi prima fue a refugiarse en una
casa cercana al tiempo que yo revisaba. Mientras pensaba lo que iba a hacer, me
detuve a ver el nombre del fallecido, inscrito en la casita funeraria. Me
pregunté cómo alguien podía haber muerto en una carretera tan desolada como
esa. Y me reí. Pensé que había que estar bien salado para que la muerte te
viniera a buscar hasta allí, mucha mala suerte, y seguí riéndome al borde de la
carretera. De repente un ruido. Un crepitar de hojas, un polvero levantado, y
un carro viniendo hacia mi. Pensé que era el fin. El carro salió de la nada, y
con el polvero detrás se me venía encima. Intenté correr pero las piernas no obedecieron. Me aferré a la casita del muerto. Y el carro en última instancia
recuperó la carretera y siguió, dejándome sumido en una nube de polvo. Prometí
no volver a burlarme del difunto. Ni de ese ni de ningún otro. La muerte llega
a donde uno menos piensa.
Con
el salto al chocar con el reductor, mi camioneta se apagó. Revisé y eran unas mangueras
sueltas. Conecté una. La otra se rompió y la tuve que reparar en sitio. Luego
seguimos el camino, esta vez con más cuidado.
Cuando
llegamos a la casa de la finca de mi prima, nos recibió su suegra. Había hecho
el almuerzo. Una sopa de arvejas con carne, y bastante comino. Nos sentamos en
la mesa grande, con otros primos que habían llegado antes. Me gustó mucho la
sopita. Y me cayó muy bien la señora. Llanera por todo lo alto. Era la época de
cosechar maíz. Alguien había recogido unas cuantas mazorcas que reposaban sobre
otra mesa. Mi prima dijo que eran para hacer unas cachapas. Había que quitar
las hojas a las mazorcas y sacar los granos. Todos los que estábamos allí nos
dedicamos a eso, después de comer. A cada uno le dieron un cuchillo. La suegra
de mi prima explicó cómo hacerlo a los que no sabían. Las hojas no se botan. Se
usan para cubrir el maíz, una vez amasado, para hacer bollos. Para las cachapas
no hacen falta las hojas. Me gustan los bollos y las cachapas. Con queso blanco
son una delicia. Nos pusimos a trabajar.
Todo
el mundo contaba anécdotas y chistes mientras deshojábamos el maíz. Alguien
gritó: “¡Un alacrán!”. Yo solté el maíz y me levanté de la silla. La mayoría permaneció
sentado, como si hubiesen visto una hormiga. Pero no, era un alacrán negro, del
tamaño de mi mano, caminando sobre las mazorcas, buscando donde esconderse.
Vino mi prima y con una paleta lo lanzó al piso y le puso una bota encima. El
bicho crujió. Y no se movió más. Mi prima veía mi cara de asombro. Me dijo: “Y
eso que no has entrado a la siembra. Allá hay bastantes”. Yo le pregunté cómo
hacía para cosechar y evitar las picadas. Me dijo que no le ponía mucha
atención. Si alguno la picaba, con matarlo, triturarlo y pasárselo por la
picada como antídoto era suficiente. De inmediato supe que no iría por nada del
mundo a la siembra. Pregunté si había visto culebras en la siembra. Dijo que
sí. Como si le hubiese preguntado si había visto hormigas. Es que mi prima
creció en el campo. Muchas cosas que a mi me asustan le parecen naturales.
Unas
mujeres de la finca molieron el maíz e hicieron cachapas y bollos para todos.
Les quedaron deliciosas. Hacía calor, pero también había mucha brisa, que
mitigaba. Todo alrededor eran plantaciones de maíz. Las matas eran más altas
que yo, organizadas en hileras por donde yo no habría de pasar. Las rubias
espigas coronaban, como estrellas en el firmamento.
Entró
un olor a café, desde la cocina. Al rato teníamos la taza humeante en las
manos. No sé porqué es tan sabroso el café negro en el llano. Lo endulzan con
papelón. Y la taza de arcilla. Huele divina la mezcla de la arcilla, el papelón
y el café.
Aquí fue cuando le propuse ir a ver el río Guárico. Ya se sabe que no me impresionó. Aguas muy quietas y oscuras.
Aquí fue cuando le propuse ir a ver el río Guárico. Ya se sabe que no me impresionó. Aguas muy quietas y oscuras.
Al
caer la tarde regresamos a Altagracia en caravana. Algunos primos se quedaron
en Sosa. Compraron unas cervezas. Intentaron seducirme con una fría pero no
quise quedarme. El haber visto alacranes no me dejaría dormir allí. Ni siquiera
en hamaca.
Llegar
a Altagracia fue como volver a la civilización. La TV encendida. El aire
acondicionado. El jardín bien cuidado. Allí si acepté la cerveza. Mientras me
la tomaba, pensaba en Sosa. En todo lo que viví. La sopita de arvejas con
comino. Los bollitos deliciosos y las cachapas. El papelón con limón que
bebimos. Las mazorcas. El alacrán. La casita funeraria en la carretera, con el
nombre del difunto en el frente y la fecha de su muerte. El susto que pasé por
estar con la burla de su mala suerte. Y me convencí de que si, que la muerte no
se pierde, y llega a esos caminos donde hasta el viento se devuelve.