Fue la primera vez que papá me llevó
al Estadio de Béisbol. Un fenómeno que me costó comprender. Acostumbrado como
estaba a escuchar los juegos por la radio e imaginarme las acciones de los
peloteros. Delio Amado o Carlos Tovar, los narradores, se encargaban de
relatarnos todo cuanto ocurría y nosotros, al lado del aparato radial,
cerrábamos los ojos y nos transportábamos a ese mundo tan maravilloso que es el
que ocurre entre los límites de un campo de béisbol.
Por eso, cuando papá decidió
ayudarnos a traspasar la barrera de la imaginación y pudimos ver por primera
vez el Estadio en tiempo real, algo extraño ocurrió en nuestra mente. Ya no
teníamos que cerrar los ojos. La jugada se suscitaba allí, a pocos metros.
Fue así como pude ver, desde lejos, a
un tal Gonzalo Márquez, a un César Tovar, a un Victor Davalillo, Astros todos, en plena
acción, sin que Delio Amado ni Carlos Tovar nos explicaran dónde estaban ni las jugadas que
estaban ejecutando.
Fue muy extraño porque antes de eso
el béisbol pertenecía al mundo de los sueños. Discurría siempre entre las
páginas deportivas del diario El Nacional, las narraciones de los dos señores
que ya mencioné, en Radio Rumbos, y las barajitas de los álbumes de béisbol.
Dentro del Estadio, cuando a alguien
conocido le tocaba el turno de batear, nos enterábamos por el narrador interno. Lo veíamos desde muy lejos y no podíamos ver sus gestos ante cada
lanzamiento. El ruido de la pelota al chocar con el bate nos alertaba de que
habían hecho contacto y hacíamos el esfuerzo de seguir la bola con la vista.
Era extraño no recibir la explicación de cual tipo de lanzamiento y que pasó
con la bola antes de ser bateada. ¿Una recta que se quedó alta? ¿Una curva que
se abrió mucho? No lo sabíamos. Y siendo así, muchas jugadas quedaban como pedazos sueltos en nuestra mente. No seguíamos bien el transcurso del juego y a veces
ni siquiera notábamos que era el tercer out y que mientras nuestro equipo
regresaba al dugout luego de cubrir sus posiciones, el otro salía a defender.
Nadie nos lo recordaba. Teníamos que aprender a observar el béisbol real y no
el onírico que nos acompañaba desde la niñez.
Más tarde vino la televisión, y con
ella las repeticiones de las jugadas, los enfoques cercanos a los lanzadores y
bateadores, las estadísticas y los análisis de los comentaristas. Eso fue
entrar en otra dimensión. Diferente también a la de presenciar el juego en vivo
desde el Estadio.
Una vez que nos acostumbramos a la
magia televisiva, la asistencia al Estadio siguió siendo un fenómeno extraño.
Luego de una jugada defensiva espectacular no había repetición y el juego
seguía su curso, dejando una atmósfera de ¿Qué pasó aquí? ¿Porque no puedo ver
la jugada de nuevo? ¿En qué momento el jugador le partió a esa bola que atrapó
como un felino?
Sin embargo, luego de tanto tiempo
visitando los Estadios, puedo decir que hay algo extraordinario en percibir las
jugadas en vivo. Ya los Estadios modernos han captado también el sentimiento
del fanático y en grandes pizarras se muestran las repeticiones y los enfoques
de los gestos de los jugadores. Nada puede con la sensación de ver que tu
jugador favorito le desaparece en las gradas la pelota al lanzador estrella del
equipo rival. Allí no hay televisor ni radio que se equipare. Nada contra los
gritos de consignas de tu equipo, a coro con otras 20 mil almas. Nada como
comerse un perro caliente o tomarse una cerveza en el entretiempo, mientras
comentas la fiebre que sientes por tu equipo con otros fanáticos.
Es la magia
del béisbol en el Estadio. Y todo comenzó del brazo de mi papá, hace ya tanto
tiempo, la primera vez que no tuvieron que contarme lo que pasaba en el
terreno.
*Fotografía de noticias.universia.edu.com.ve