El
joven de tres orejas a menudo usaba un turbante para taparlas ante el asombro
colectivo que provocaba.
Eso
cuando tenía pena, porque por lo general paseaba su trío de orejotas ante el barullo
general, importándole muy poco las expresiones de sorpresa que iba dejando, sobre todo en los niños.
Era
capaz de oír un murmullo a kilómetros de distancia, el vuelo de los pájaros y
las mariposas, el siseo permanente entre las hojas y el viento y el lento abrir
de las flores en los jardines.
Siempre
se le veía distraído cuando caminaba, mirando hacia los lados, observando no se
qué fenómeno de la naturaleza. A su lado pasaba la gente rauda y veloz,
pendiente de sus asuntos personales, de las llamadas en sus celulares o quizás
diciéndole improperios por su lento deambular por las calles, hasta que se fijaban en su exagerada dotación auditiva.
Se
dice que era el único humano en cuadras a la redonda capaz de distinguir a lo
lejos un gonzalito, un cristofué, un tordo o una tortolita, apenas por su
cantar.
A
su vez le tenía el horario tomado a todos los habitantes del edificio donde
vivía, porque identificaba sus voces desde horas antes del amanecer.
Cuando
había mucho ruido se le veía angustiado. Era difícil para él poder procesar
tanta algarabía proveniente de cada rincón del universo de su barrio. Bocinas
de los carros, cornetas de manifestaciones políticas, gritos de consignas y
pare de contar. Por eso el día 7 de octubre no se le vio deambular por las aceras del
barrio, ni por los parques o jardines. Decidió quedarse en casa encerrado en su
habitación, de la que solo salía para ir a comer o ir al baño. Malhumorado como
estaba por tanto ruido, prefirió atrincherarse hasta el otro día, que, por lo que parecía
venirse, también sería bullicioso, y quizás más que el día de la elección
presidencial.
Pero he
aquí que llegó el día esperado, el tan ansiado lunes 8, y el joven de tres
orejas no percibió, como otros días, la llegada del alba. Se despertó de súbito,
movido por la claridad que se colaba a través de las cortinas. Saltó de la cama
y se asomó a la ventana.
Calles
frías, calles vacías. Uno que otro transeúnte caminaba sin hacer sonar sus
pasos, tratando a todas luces de pasar desapercibido. Ni un perro ladraba. Ni
un pájaro cantaba. Ni un insecto chirriaba.
Ningún
vecino se lavaba los dientes. Ninguno se bañaba. La vecina del 6-A no lavó. La
gordita del 4-B no se paró a hacer ejercicios en la trotadora. Parecía un
primero de enero. Claro, sin la resaca.
Dado
lo raro del ambiente, el joven de tres orejas sintió que la gente se había ido
a otra parte sin avisarle. El silencio era atronador. Y bajó a cerciorarse.
El
único ruido que le llegaba, y como amplificado, era el de sus zapatos al tocar
el piso en las escaleras. Salió a la calle y ni siquiera el viento salió a
recibirlo.
No
había nadie. Ni pájaros, ni los niños en el parque, ni el camión
del aseo, ni el helicóptero del tránsito que a esa hora surcaba rutinariamente el cielo. La
ciudad estaba enmudecida en su totalidad.
El
joven retornó a casa y volvió a encerrarse en el cuarto. No entendía la razón
de la ausencia total de ruido cotidiano, de la desaparición de la de gente en las calles. Era un ambiente como de luto. Un primero de enero sin resaca.
Un
fenómeno. Algo que el joven de tres orejas era incapaz de explicarse. Y muchos
de nosotros tampoco. Ocurrió un 8 de octubre.